Vivimos los últimos días del año 2019 que va feneciendo con una gran carga política y el detrimento de la economía a nivel global. Se ha señalado que la causa fundamental de este deterioro viene dada por la llamada guerra comercial entre Estados Unidos y China.
En artículos anteriores he señalado las razones por las que creo que este conflicto es mucho más que una guerra comercial, toda vez que el mismo se enfoca en discrepancias de tipo político e ideológico de carácter antagónico y estructural que no tienen solución. En ese marco, lo comercial, científico y tecnológico es solo la manifestación externa del diferendo que, por tener carácter coyuntural y táctico, puede ser negociado hasta encontrar un desenlace positivo que sí es posible.
Pero, ojo, en política la no comprensión y la confusión entre las dimensiones estratégica y táctica suelen conducir a errores de extrema gravedad, y consecuencias que dejan improbables secuelas. En ese sentido, suponer que el reciente anuncio de que China y Estados Unidos habían acordado un texto de “primera fase” en la controversia iniciada por el presidente Trump en marzo de 2018, es solo una pausa que debe ser entendida en esa dimensión habida cuenta de la diferencia de interpretaciones que una y otra parte le han dado al convenio.
El viceministro de comercio chino Wang Shouwen fue bastante cauto: Dijo que: «China y Estados Unidos son las dos principales economías del mundo, y [que] un acuerdo comercial y económico favorece a ambos Estados y sus pueblos, [además] tendrá un impacto positivo en las esferas financiera, de inversiones, comercial y económica». Al referirse al texto propiamente dicho, solo hizo mención de elementos específicos referidos a los nueve puntos que se pactaron.
Para el otro partícipe, el acuerdo es un logro, pero no significa que la disputa comercial esté solucionada “de una vez y para siempre”, según afirmó el representante de comercio de Estados Unidos, Robert Lighthizer, quien se mostró contradictorio. Por una parte, patentizó satisfacción por el acuerdo, pero al mismo tiempo responsabilizó a China por su concreción, exponiendo dudas de que ello fuera posible.
En una típica exposición de la “diplomacia” del Tío Sam que no omite agredir al país con el que está negociando y en una clara señal de la inconfundible provocación imperial Lighthizer expuso que el éxito del acuerdo dependerá de China, no de Estados Unidos, asegurando que el resultado final estaba en las manos de quien tomara las decisiones en China: “el ala dura o los reformistas” reconociendo que Estados Unidos esperaba que fueran estos últimos.
En el trasfondo se evidencia la mirada diferenciada respecto del acuerdo. Para China apunta a la necesidad de dar solución a problemas relevantes en la relación bilateral, considerando la gran incidencia que ello tiene en la problemática global. Para Estados Unidos no pasa de ser un convenio que debe firmarse por necesidades estrictamente electorales. Ya se verá qué ocurrirá después de noviembre del próximo año. Es decir, para uno, tiene carácter estructural, para el otro es solo una necesidad de coyuntura.
En este marco, es muy probable que cuando se haga el recuento de la historia se tenga que aceptar que este falleciente 2019 deberá ser reconocido como el año en que la conflictividad entre Estados Unidos y China entró en un nivel estratégico. China deberá agregar a 1949, 1978 y 2012, este 2019 como uno más en el que se produjeron momentos de cambio estratégico de su política, al tomar decisiones que habrían de marcar el curso de los años venideros en procesos continuos que están desarrollándose en dimensiones y vertientes múltiples. La llegada de una nave espacial china a la cara oculta de la luna el 3 de enero marcaría el inicio de una conflictividad que se hizo patente cuando China se adelantó ocho meses a Estados Unidos en la implementación práctica de la tecnología 5G, desalojando a la potencia norteamericana de ese sitial que había logrado con sus cuatro antecesores.
A partir de ese momento, se produjo la aceleración del conflicto comercial por patentes y aranceles que en el fondo es expresión de economías antagónicas: a la centralización y planificación que caracteriza la economía social de mercado, la existencia de grandes empresas estatales y la propuesta de libre comercio por parte de China, se opone el proteccionismo, la absoluta libertad del mercado para fijar las metas de la economía y una extraordinaria y creciente concentración de la riqueza en monopolios que son expresión propia de la fase imperialista de Estados Unidos. En este ámbito no hay negociación ni acuerdo posible, porque uno y otro esquema son expresión de los modelos económicos imperantes que a su vez derivan del sistema político de uno y otro país.
En el transcurrir del año, China fue sorprendida en su “inocencia” ante la vehemente participación de Estados Unidos y Gran Bretaña en el apoyo, financiamiento y promoción de las protestas anti gubernamentales que pretenden desatar una revolución de colores en Hong Kong. Beijing suponía que podía seguir avanzando con su modelo político y económico en sana y armónica convivencia con Estados Unidos. Haciendo gala de equilibrio e implementando el principio de ganar-ganar que caracteriza su filosofía, pensó que podía navegar con cierta calma en las turbulentas aguas del conflicto permanente que plantea construir un modelo distinto al de Estados Unidos, el cual es expresión del paradigma capitalista que signa el comportamiento de las potencias occidentales. En este 2019, descubrieron que lastimosamente eso es imposible.
Hasta último momento, tras la aprobación en el Congreso de Estados Unidos de una ley en apoyo a las manifestaciones de Hong Kong, Beijing esperó que la misma fuera vetada por el presidente Trump como una señal de buena voluntad que allanara el camino a las negociaciones y a una convivencia amistosa entre los dos países. Ello no ocurrió, trayendo frustración y consternación a Beijing que parece comenzar a entender que se debe preparar para un futuro en que cada vez más será afectada por arteros golpes de su rival.
En este contexto, en la reciente reunión de la Otan, se planteó la posibilidad de que esta organización formalice una vieja aspiración de Estados Unidos para que su teatro de operaciones probable sea todo el globo, o dicho en palabras del periodista francés Thierry Meyssan “convertir la alianza atlántica en un bloque militar atlántico-pacífico” contra China, incorporando a Australia, India y Japón a esa agrupación, para lo cual los secretarios de Defensa, Mark Esper, y de Estado, Mike Pompeo, junto al secretario general de la Otan, Jens Stoltenberg, viajaron a Sidney, para intentar convencer a los dirigentes australianos de la necesidad de implementar tal iniciativa , la cual supondría desplegar misiles nucleares en la isla-continente.
Según Meyssan, Estados Unidos también hizo contactos con India y Japón con los mismos objetivos, pero los dirigentes de esos países fueron más cautos ante tal posibilidad. De la misma forma, “Estados Unidos revisó sus políticas hacia Corea del Sur, Indonesia, Myanmar, Filipinas, Tailandia y Vietnam para propiciar acercamientos entre los ejércitos de esos países”. De esta manera se ha hecho patente el interés estadounidense de crear un “anillo militar” en torno a China y en contra de China.
Este fue el marco para que la mencionada Cumbre la Otan en Londres durante la primera semana de este mes de diciembre adoptara una declaración que puede entenderse como una alerta. En una de sus partes dice: “Estamos conscientes de que la creciente influencia y las políticas internacionales de China presentan simultáneamente oportunidades y desafíos, a los que tenemos que responder juntos como alianza”. El viaje de Esper, Pompeo y Stoltenberg a Australia y los movimientos de la diplomacia estadounidense en Asia y Oceanía ponen en evidencia que en realidad lo entienden más como desafío que como oportunidad.
En esa misma lógica hay que concebir el también reciente acuerdo de América del Norte entre Estados Unidos, Canadá y México (llamado en México T-MEC), otra irrefutable prueba de cómo Estados Unidos va agrupando aliados contra China, al imponerle a sus vecinos un acuerdo claramente lesivo a sus intereses, desde el momento que se puso el énfasis del convenio en la tecnología de punta donde las grandes empresas estadounidenses Google, Amazon, Facebook, Apple, Twitter, Netflix y Microsoft fueron las grandes ganadoras, toda vez que México y Canadá tuvieron que aceptar el veto de Estados Unidos a las empresas chinas de tecnología.
Tanto en el caso de la ley sobre Hong Kong como en la aceptación del T-MEC, a demócratas y republicanos se les olvidó el show del impeachment y se pusieron rápidamente de acuerdo. Cuando los intereses imperiales están en juego, Hollywood y las grandes cadenas de televisión poco pueden agregar, el bipartidismo, la separación de poderes y todas esas entelequias que venden como summum de la democracia pasan a buen resguardo hasta “nueva orden”, otra cosa que en el desfalleciente 2019 se ha verificado como verdad transparente en este mundo de mentiras y sombras que se pretende construir desde Washington y que China quiere evitar, pero no podrá obviar.
Por Sergio Rodríguez Gelfenstein
Publicado originalmente el 21 de diciembre de 2019 en Barómetro Latinoamericano.