Mariano Puga y el comunista

No será menester rezar palabras santificadoras como tampoco religiosidades varias para este hombre

Mariano Puga y el comunista

Autor: Absalón Opazo

No será menester rezar palabras santificadoras como tampoco religiosidades varias para este hombre. Imagino habrán gentes indicadas para ello. El Mariano llegó a La Legua a principios de los noventas, y sorprendió con su discurso agitador. Sacando la parroquia a la calle como decía. Sorprendió además, su ejemplo de inclusión política.

Un ateo haciendo misa…

En algún minuto alguien de la parroquia San Cayetano me visita en mi casa y me dice que se va a realizar un conversatorio. Sorprendido, pregunté que podía hacer yo ahí siendo comunista y ateo -gracias a dios-. El emisario me miró y me dijo que venía de parte de Mariano Puga y que él quería que yo hablara en dicho evento. Que me esperaba el día x a las tantas horas.

¿Se habrán equivocado?, pensé. ¿Qué querrá Mariano que hable, si mi visión es crítica? Al otro día me lo encontré en la esquina, pues vivía unas casas mas allá de la mía, y le pregunté a boca de jarro cuál era la idea. Con su amplia sonrisa y firme vozarrón, me indicó que quería que fuera a hablar lo que pensaba de la iglesia y su rol en la población. ¡Pero Mariano!, respondí, tú sabes que soy comunista y ateo y mis ideas de la iglesia son bastante criticas, ¿estás seguro? «Ya po’ chico, ¡no te hagai de rogar!», respondió firme. «Anda nomás, habrán cositas ricas pa’ comer y va a estar entretenido, así que te espero».

Antes de la cita, dudé en ir, pensé que mis palabras podrían provocar tal desaire que o me echaban a patadas en la raja de la iglesia, o bien, metía en problemas a Mariano con su comunidad. Le pregunté a un amigo de la parroquia y me dijo que Mariano estaba con la firme idea de hacer la iglesia en la calle y no a puertas cerradas, y para ello necesitaba la opinión de gente lejana a la religión. Por eso me había invitado, lo cual, por cierto, me confidenció mi amigo, «en algunos sectores no fue visto con muy buenos ojos por tu condición política».

Con ese antecedente dudé más aún. ¿Me invitará para ser flagelado en público? ¿Para ser humillado por mi visión política? El día anterior al evento me encuentro al cura en la Plaza Salvador Allende y me dice: «¡Jaime! Mañana vienes, ¿cierto?». Le respondí de inmediato: «Oye y ¿tienes lista la cruz por si hay crucifixión?». Sonrío y me dijo: «Anda no más, si esto nos va a hacer bien a todos y recuerda que van haber cositas ricas pa comer, te espero».

Cuando llegué al salón grande de la parroquia, estaba repleto. ¡Chucha!, dije yo, solo un milagro me salva de esta. Me senté entre el público, y ya con este acto algunas señoras me miraban y cuchichiaban. El coro preparó una presentación antes de dar inicio al conversatorio, y cuando terminó, Mariano preguntó a viva voz: ¿Llegó Jaime? Cuando le indicaron que estaba ahí, me invitó a pasar al frente con los demás invitados, en una especie de media luna sillar. «¡Siéntate acá po’ chico!, si vo’ soi el invitado estelar po’, así que ven paca’ no más, siéntate aquí al lado mío». ¡Chucha!, pensé: cagué.

Pedí hablar al final para poder escuchar a los otros invitados. Entre ellos se encontraba la ex comunista Fanny Pollarolo. Escuché con paciencia los vítores y agradecimientos de los discursantes, pero sin visión crítica. Cuando llegó mi turno, dije lo que tenía que decir de esta iglesia que tendió una mano en dictadura, pero que a la vez posterga a los pobladores por no ser católicos; de esta iglesia puertas adentro, de las viejas que se pegan con la biblia en el pecho pero que en lo cotidiano son malas personas.

Las caras de la mayoría se empezaron a retorcer, algunos se pararon indignados y se retiraron, otros me interrumpían, a lo que Mariano llamó al respeto: «Déjenlo hablar y después conversamos», les dijo. «Por eso estamos aquí», enfatizó.

Al final dije lo que pensaba: que dudaba que Jesucristo estuviera de acuerdo con las malas prácticas de algunos, sobre todo de la jerarquía eclesiástica que marginaba a los curitas que realmente estaban con la gente en la calle y los tildaba de rojos, y al final me repasé a la Fanny Pollarolo por su ambigüedad política. O se es comunista o no se es, le dije, mirándola a la cara.

Mariano entonces tomó la palabra y preguntó: ¿Esta es la iglesia que queremos? Una señora indignada refutó de inmediato, que cómo era posible que se invitara a la actividad a una persona comunista y atea, que eso lo consideraba una falta de respeto hacia la comunidad. Otro vecino aún más airado me gritó que no quería a los comunistas porque son flojos y malos y que por eso nos habían matado en dictadura.

Mariano tomó la palabra y discursó algo molesto: «Todo lo que ha dicho este joven comunista sobre la iglesia es cierto, hablamos de amor al prójimo en la misa y somos malas personas con nuestros vecinos, hay quienes no entienden que la iglesia de Cristo está en la calle con los pobladores y no puertas adentro. Yo no quiero viejas y viejos que se vengan a pegar con la biblia en el pecho, yo quiero una iglesia para todos porque todos somos iguales ante los ojos de Dios y el que piense lo contrario, búsquese otra parroquia, porque esta es la parroquia de los pobladores de La Legua, mas allá de si creen o no en Dios, porque así como Jaime, hay mucha más gente que piensa que somos un grupete de falsos apóstoles. ¿Esa es la iglesia que queremos?», cerró, mirándome con picardía y haciendo un guiño con el ojo.

Aquellas palabras de Mariano invitaron a la autocrítica y los asistentes de a poco comenzaron a conversar. Finalmente, se llegó a la conclusión de que en la parroquia serían todos bienvenidos, que se haría trabajo social, que se invitaría a los sindicatos a dar charlas laborales, que se recibiría a los familiares de los detenidos desaparecidos en la misa para que dieran su testimonio, que una vez al mes se haría un conversatorio político para analizar y afrontar las necesidades de la comunidad. «Porque esa es la iglesia que queremos, la verdadera iglesia de Cristo», terminó diciendo el cura.

En el cóctel, Mariano se acercó, me abrazó con fuerza y me dijo: «Viste chico que no era tan terrible. Esa era la idea», y en voz baja, me susurró al oído: «Si lo decía yo, más de alguna vieja o viejo sapo me iba a acusar con el cardenal y ahí si que me excomulgan». Y lanzó su risa a carcajadas.

Me sorprendió además que se acercaron vecinos que conozco de toda la vida y me felicitaron y me abrazaron. Recuerdo con cariño a don Gastón Saldáis que me dijo «eso hacía falta hijo, alguien que viniera a abrir los ojos», y con lágrimas me abrazó fuerte. Entre paréntesis, sí habían cositas ricas como dijo Mariano.

La bienvenida

El año 1996 fue un año difícil, mi hija, de seis años entonces, fue hospitalizada y le extirparon un riñón, pasó muchos meses en el hospital por su condición critica. A principios de diciembre, los médicos nos dicen que nos preparemos porque lo más seguro es que pase las fiestas en el hospital y que nos darán todas las facilidades para la Noche Buena. Pero el día 23 en la mañana, los matasanos llaman a mi compañera y le dicen que la niña se va de alta, que su recuperación ha sido sorprendentemente satisfactoria.

Cuando llegamos del hospital, tipo 12 del día, los vecinos y vecinas habían preparado una bienvenida. Mi compañera lloró a mares por tal gesto. Y en la tarde, como a las seis si no me equivoco, estábamos en el comedor y por la ventana que da a la calle, comenzamos a escuchar música y voces, y de pronto las notas musicales de una acordeón. Golpearon fuerte la puerta y cuando abrí, estaba Mariano con gente de la parroquia cantando. Dejó de tocar el instrumento y me preguntó: «¿Llegó mi niñita?». Lo miré con un nudo en la garganta y asentí, entonces entró y la abrazó como si fuera su hija, y de inmediato comenzó a cantar en voz alta con el acordeón, e invitó a los demás a hacer lo mismo: «Que seas bienvenida, bienvenida, bienvenida…». Mariano nos abrazó a los tres. Lloramos a mares y nos dijo: «Soy feliz porque mis compañeros también lo son».

No voy a santificar la figura de Mariano como lo harán los demás. Solo puedo decir que el cura obrero cuando pasó por La Legua, fue uno más, y estuvo ahí cuando las papas quemaban. Estuvo ahí como nadie más podría haber estado, con su acordeón, con su risa y vozarrón, con su iglesia, la que él tanto quería y en la que, por cierto, no le bastaba solo con rezar.

Jaime Alvarez
Administrador Centro Comunitario de La Legua


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