Hace 70 años en un primaveral pueblo suizo, el químico Albert Hofmann realizó el primer autoensayo con dietilamina de ácido lisérgico (LSD). Para conmemorar esta fecha El Ciudadano comparte con sus lectores las reflexiones hechas sobre las experiencias psiquedélicas, el mercado negro, sus usos en el amor y su futuro, por el escritor y traductor español, Mariano Antolín Rato, y publicado en la revista El Viejo Topo en 1979. Rato tradujo al español obras de Jack Kerouac, William Faulkner y Raymond Carver, entre otros y subtituló su crónica sobre el LSD como “Notas de un viajero incorregible. El LSD a los veinte años de su difusión. Historia, mitos, usos y abusos”.
La guerra de pasiones desatadas que azotó el Occidente Cristiano durante los pasados años sesenta y primeros setenta parece haberse aplacado. Era un duro combate. Entre profesionales en las publicaciones especializadas en psicología y similares. Entre ensayistas de diversas ideologías, tendencias y materias, en revistas y libros de difusión general. Entre el poder y los psiquenautas, generalmente jóvenes, en la calle.
Los primeros resultados detectables son cárceles, manicomios, muertes, destituciones académicas, opiniones antagónicas, confusión, cansancio. En definitiva: los mecanismos represores haciendo una vez más de las suyas.
La declaración de esta guerra (hay muchas más) había sido la difusión y consumo masivos de las llamadas substancias psiquedélicas. Unos gritaban y cantaban que los psiquedélicos tenían enorme valor social, médico y religioso, llegando en los casos más exaltados a proclamar la cruzada psiquedélica. Otros maldecían estos productos: eran el descubrimiento más destructivo y patológico y falso de todos los tiempos. Había quienes mitificaban el LSD y demás psiquedélicos hasta grados increíbles: “El Mesías ha vuelto y esta vez en forma de drogas”, soltaban tan tranquilos los hippies más acérrimos. Y quienes, finalmente, en plan menos ruidoso pero desfavorable, consideraban que el consumo de psiquedélicos era una reacción autodestructiva y de desesperación ante los difíciles problemas que presenta y debe resolver cualquier sociedad (¿no hemos oído esto mismo más de un millón de veces aplicado a conductas y actitudes que nada tienen que ver con este asunto?).
Centrándonos en España podemos encontrar muestras de todos estos tipos de reacciones. Así, el Dr. Marco Ribé, en un trabajo titulado “Influencia delictológica de la toxicomanía por grifa” (1), dice: “La adicción a esta toxicomanía es muy típica del delincuente profesional. Últimamente se van descubriendo algunos jovencitos y jovencitas que no pueden ser tachados, documentalmente, de tales, pero sí tienen cierta inclinación a la vagancia, amoralidad sexual y otros signos de asocialidad, y que posiblemente serán, en buena proporción, delincuentes a largo plazo”.
Sin comentarios. Tampoco los merece (¿para qué cabrearse a estas alturas ante semejantes opiniones?, no resisten ninguna argumentación medianamente sensata) esta otra cita del Sr. Carnicero Espino (2), a la sazón Magistrado-Juez del reconvertido, que no desaparecido, Juzgado Especial de Vagos y Maleantes: “Por regla general, y las estadísticas criminales así lo señalan, el uso de estupefacientes se halla inexorablemente unido al cuadro del delito. Robos y muertes, y lo mismo el homosexualismo, tienen lugar frecuentemente entre los adictos, de manera que el aumento de la criminalidad obedece a esas lacras iniciales, pues la pérdida de resortes morales y el estado anímico de inhibición que produce la droga son campo abonado para la materialización de acciones delictuosas”. La legge è uguale per tutti.
Hay, además, esos artículos periodísticos que sólo pueden calificarse de siniestros. Recuerdo ahora uno de Julio Camarero, titulado (¿y cómo sino?) “El abismo de la droga” (3), y los de Tico Medina o Alfredo Semprún (¡caiga sobre ellos el olvido!).
A favor se publicó bastante poco (antes del 20-N de 1975 era demasiado peligroso ser razonable con relación a casi todo). Sin embargo, tan pronto como en abril de 1967, Antonio Escohotado publicaba un brillante artículo (4) donde se ocupaba de las modificaciones perceptivas, filosóficas y culturales que implicaba el consumo de psiquedélicos. Y, siguiéndole muy de cerca en cuanto a planteamientos, hay otro de Ramón Melcón: “El universo de las drogas creadoras de conciencia” (5).
Actualmente, las cosas parecen haberse calmado, decía. En parte, debido quizás a las indicaciones de la Unesco que recomendaba desdramatizar el problema de la droga, dado que hacerlo podía resultar más nocivo que útil. Pero también debido a otros motivos. Por ejemplo, está la difusión de las ahora llamadas drogas duras (heroína, morfina y demás derivados del opio, etc.), que ha hecho que los psiquedélicos se pasen de moda (sesudos estudiosos llegan a afirmar que los únicos beneficiarios contra la campaña contra los psiquedélicos son los traficantes de heroína). También está la enorme extensión de los psiquedélicos menores (cannabis y derivados) que los ha convertido en artículo de consumo habitual entre los individuos que tienen acceso al control social, influyendo, por tanto, en él. De éstos, unos escriben manifiestos en pro de la legalización de la marihuana y afines, y los otros (o los mismos) esperan que se les presente la ocasión de sacar una buena tajada: hay datos de que Philips Morris, entre otras empresas, ha comprado plantaciones de yerba.
Y no debemos olvidar que el poder ha comprendido que la terrible revolución que anunciaban Leary y otros profetas de la psiquedelia, la gran mutación proclamada a los cuatro vientos que iba a tener lugar pasado mañana, tardaba en producirse. Y los consumidores, los buscadores de emociones fuertes, se embarcaron en otras aventuras que les diera una marcha que, según ellos, fuera más acorde con los tiempos y las modas. Los dichosos psiquedélicos no producían el viaje definitivo, y su empleo era complicado, problemático, no daba ya el placer deseado. Ken Kesey, uno de los primeros entusiastas, declararía tras los fervores inaugurales: “Nos cansamos de abrir la misma puerta”. Así que, para pasarse del todo, son mejores otros productos. Con ellos resulta todo más fácil.
EL MERCADO NEGRO Y OTROS CONTROLES
Hay otro elemento que me parece decisivo. Resulta que con la prohibición se desarrolló un mercado negro en el que, con el nombre de LSD, mescalina, o lo que sea, circulan estricnina, anfetaminas o vaya usted a saber qué. Y entonces, uno se expone a tener malos viajes, porque ni sabe qué coño está tomando, ni la dosis, ni nada. A lo más, se cuenta con la recomendación de un amigo que lo ha probado y dice que está bien.
Con todo, esta calma sólo es aparente. A veces hay estallidos locales. Hace muy poco, poquísimo, el Rector Magnífico de la Universidad Autónoma de Barcelona, Dr. Laporte, decía: “El empleo de drogas duras, sin embargo, tales como la morfina, heroína, LSD es muy escaso en estos medios universitarios” (6). Y el tío, va y mete en el mismo saco a los opiáceos y al LSD, y se queda tan tranquilo.
Lo mismo que la aparición repetida en la prensa de noticias sensacionalistas (por no decir deliberadamente malintencionadas, a no ser que sirva de disculpa la ignorancia proverbial de los reporteros) referidas a las drogas y, más específicamente, a las tristemente famosas muertes de este pasado otoño madrileño a causa de la heroína. Cuando, de hecho, y como señala acertadamente González Álvaro: “Una de ellas lo fue por un trastorno respiratorio, otra fue suicidio, dos fueron asesinatos y el último murió por una inyección de a saber qué” (7). Y eso, sin comentar la campaña que hace pocos meses llenó nuestras calles: unas esquelas mortuorias (“Rellénalas con tus propios datos”) acompañadas de un epitafio: LA DROGA MATA, pagadas por la propia compañía publicitaria en plan de hacer un servicio público. ¿Qué droga? ¿Qué mata? ¿Qué hostias?
A pesar de la desinformación aplastante, se están llevando a cabo ciertos intentos para situar la cuestión en un punto neutral. En este sentido, tenemos los distintos trabajos de Giménez-Frontín o de Haro Ibars.
Las cosas, pues, están más o menos tranquilas, y se puede registrar (y nadie se rasga las vestiduras) cómo otras drogas psicoactivas siguen siendo recetadas legalmente. Con ellas no hay problemas. Tienden a apartar a los individuos de la conducta y experiencias que no son complementarias a las exigencias de los valores dominantes. Y, además, los laboratorios farmacéuticos se forran. Así que todos encantados de la vida. Sin embargo, ante su uso cada vez más frecuente entre la gente a la última moda (lo mismo que la heroína y demás opiáceos), se plantea una duda. Paradójicamente este consumo ha coincidido con la emergencia de nuevos valores culturales de los que pocos hemos escapado, y que son bien expresados por el mandado anglosajón “Keep your cool” (“mantenerse cool”, en castellano es la expresión habitual; siendo “cool”: “frío”, “sereno”, “impasible”). Estos valores parecen claramente congruentes con el nuevo entorno tecnológico en el cual la desviación de la norma y la diferencia suponen tensiones. La creciente homogenización de la vida actual exige individuos que puedan conformarse con los horarios delicados y precisos de la tecnología, ese tiempo monocrónico que exige la planificación. Pero de este asunto, y del contubernio laboratorios-médicos-farmacéuticos, y de tantas otras cosas, me ocuparé más adelante.
BREVES APUNTES ERUDITOS Y UNA NOTA PREVIA
De momento, quiero precisar mi utilización del término “psiquedélico” preferentemente a otros propuestos (“fantástica”, “psicomimético”, “alucinógeno”…). Escojo éste, propuesto en 1956 por el Dr. Humphrey Osmond (el que inició a Huxley en estas substancias), debido a la gran extensión de su empleo. La obra de artistas, diseñadores y escritores y, sobre todo, la influencia del rock han hecho que la palabra alcance un asombroso grado de difusión (siempre con la colaboración especial de los mass media). Tanta que, en inglés, además de hacer referencia a la acción de estos productos, hay una acepción que dice: “lo que imita o reproduce efectos (como imágenes y sonidos extraños o distorsionados) que se parecen a los producidos por drogas psiquedélicas”, y también: “algo brillantemente coloreado” o “de colores fluorescentes” (8). Con la difusión siempre llega la distorsión.
Prefiero, además, la forma “psiquedélico” a “psicodélico” (como creo que propone la academia), porque en inglés, de donde se toma, también hay “psychology” y derivados (lo mismo que en castellano) y, sin embargo, se recoge como “psychedelic” y no como “psychodelic”, que aparece documentado muy raramente.
Sus raíces son griegas (“psiké” y “deloun”), y significa “algo que manifiesta la mente” (o el “espíritu” o el “alma”), o lo que es capaz de tener “efectos profundos” sobre la naturaleza de la experiencia consciente.
Tras estos apuntes pseudoeruditos, quisiera señalar que los defectos de este trabajo deben atribuirse a las deficiencias en cuanto a escritor del que lo redacta, y no a los efectos que sobre él han tenido las diversas substancias psiquedélicas consumidas durante su concepción y puesta en página (valga el galicismo). Honi soit qui mal y pense.
DROGAS Y MEDICAMENTOS
Lo anormal no es que este tipo de substancias existan, sino su consumo masivo, es decir, la popularización del “viaje” como modo de vida psiquedélico. Probablemente debida a la acción de los mass media, que consideraron a los nuevos psiquedélicos y su entorno tema para un buen espectáculo de éxito seguro: moderno, arriesgado, muy visual… en definitiva, vendible.
La gente ha experimentado desde siempre ansiedad, fatiga y dolor. Y, por supuesto, aburrimiento, ese vago descontento por el modo en que son las cosas. Para aliviar esos síntomas se han usado desde los primeros tiempos una amplia variedad de plantas. Hay clara evidencia también de que los psiquedélicos son conocidos en todos los rincones de la tierra desde hace mucho tiempo (9). Los estados psíquicos provocados por las drogas se hallan en el nacimiento de la religión, arte y ciencia. Incluso algunos exaltados llegan a afirmar que el surgimiento de la conciencia humana, el salto desde el póngido (o el mono antropoide que fuera) al hombre, se produjo gracias a la ingestión de psiquedélicos.
En principio, sorprende no encontrar referencias a esto. Estudios de las preferencias y los efectos de estas preferencias en cada tipo de cultura, no aparecen en los tratados estándar de historia. Aparte de la resistencia de cualquier poder a contribuir a la difusión de la información referente a las substancias con las que las personas controlan determinados usos para escapar a las presiones de la sociedad, pensemos (verdad de perogrullo) en la cantidad de sucesos que debe analizar la historia. Está, asimismo, la típica fascinación del historiador con los grandes hombres y los grandes acontecimientos. La historia, pues, viene a ser el relato a grandes rasgos de cómo las grandes figuras o las clases dominantes respondieron a los traumas de una época: guerras, pestes, cambios económicos.
Ni siquiera los marxistas, que rechazan este tipo de interpretaciones de acontecimientos y tratan de exponer las causas subyacentes, cuando, a veces (pocas), mencionan las drogas añaden algo más, limitándose a mostrar las insuficiencias de un sistema económico que da nacimiento al uso de tales productos. Y, si recientemente cierta crítica “gauchista” se ocupa del asunto, es para señalar (10) que, aunque en algún momento de los años sesenta los psiquedélicos pudieron suponer una contra-vida al sistema, después de la culminación del 68 parisino (los autores son franceses, claro), el recuerdo de los orígenes se perdió y el consumo fue practicado por sí mismo, como si sus virtudes bastaran para que la sociedad se derrumbara. El punto de vista histórico en el que quienes tomaban psiquedélicos se habían situado —el de la participación en el mundo— fue poco a poco abandonado. En lugar de proceder a la rebelión, la droga se convirtió en policía en sí misma. Y, a partir de entonces, concluyen los autores que vengo parafraseando, empieza la lucha por la llamada revolución cotidiana. La industria de la conciencia se extiende, y el único favorecido es el poder.
Han pasado las ideas delirantes tan divertidas (que todo hay que decirlo) de Abbie Hoffman a la cabeza de los yippies. Se proponían meter LSD en los depósitos de agua de una ciudad para provocar el gran cataclismo. No llegaron a hacerlo nunca. Tampoco creo que nadie piense ya que los psiquedélicos tengan posibilidades transformadoras y revolucionarias. Sin embargo, las SS nazis experimentaron con mescalina, al menos en Dachau, para poner a punto el suero de la verdad pedido por la policía. Y los soviéticos la utilizaron en Hungría durante la Segunda Guerra Mundial, respondiendo también a objetivos más policíacos que políticos. Por tanto, queda la duda y se llega a pensar que los gauchistas citados no andan tan desencaminados. Hay datos, además, de que el ejército norteamericano, por lo menos, experimentó, y quizás experimente aún en secreto, con psiquedélicos para su posible utilización como arma de guerra. Desde luego, cuando un problema ha alcanzado la etapa político-militar es irresoluble.
A lo que iba. Desde el principio de la historia se han utilizado plantas como medicamento, y así figuran en los tratados de botánica. También se usaron substancias para modificar la conciencia, y su presencia puede detectarse en muchas obras literarias. Por no hablar de los tratados de brujería, hechicería y otras artes negras. A la vista de esto, se diría que el hombre tiene una necesidad innata de cambiar periódicamente su propia conciencia. Lo que se hace patente (según A. T. Weil) en la infancia, cuando el niño se pone a dar vueltas y vueltas hasta que se marea. Pero las drogas son sólo una manera de satisfacer ese impulso: hay otras muchas…
La auténtica historia de estas substancias, desde el punto de vista de la cultura occidental, comienza a mediados del siglo XIX. Entonces, medicamentos y drogas modificadoras de conciencia se separan polarmente. Es el momento en que los más aventureros empiezan a experimentar con drogas traídas principalmente de Egipto, Oriente Medio y la India. El opio ya tenía una tradición literaria establecida y rica. Pero con la introducción del cannabis (al principio en forma de hashish) se vio el nacimiento de otros productos: los psiquedélicos. Y con ellos la acentuación de la idea de que tomar tales substancias ilegales puede estar relacionada con exploraciones filosóficas en ética, epistemología y metafísica. Algo que casi nadie aceptará. La filosofía, como el uso de las mismas drogas, tiende a ser considerada ignominiosa, peligrosa, y es mejor suprimirla que considerarla. Así, muchos de los que atacan las drogas, de hecho, atacan las filosofías e ideologías de las que las drogas son normalmente parte integral.
EL OPIO EN CUANTO CREADOR DE NUEVOS MUNDOS
“El ojo del poeta en su hora de embriaguez / Tiene un poder magnífico / O mejor, el alma libera a los ojos / De los accidentes de la dimensión”. Estos versos de Coleridge, uno de los más famosos consumidores de opio, lo mismo que su amigo, y también gran escritor, Thomas De Quincey. Durante toda su vida, ambos tomarían grandes cantidades de opio sin interrumpir nunca su hábito. El opio suprimía, dicen, depresiones y ansiedades.
Estamos en Inglaterra. Son las primeras décadas del siglo XIX. La mayoría de los médicos y pacientes no piensan que el opio sea la peligrosa droga adictiva que iba a ser después. De hecho, todos los escritores románticos ingleses (exceptuando Wordsworth) la probaron: Byron, Shelley, Keats, Walter Scott, entre tantos otros. No parece que se hicieran adictos, ni que consumieran el opio más que como ocasional remedio, como medicina. El opio, en forma de láudano (tintura alcohólica de opio), soluciones sedantes, cordiales, etc., era de uso universal. Así que no es nada extraño que lo hayan consumido (¿haríamos ahora un análisis de la influencia de la aspirina en la creación literaria?). Según esto, la adicción de un Coleridge, un De Quincey, un Crabbe, no era considerada un vicio exótico y secreto, sino un exceso en el consumo, como la borrachera. No existía en ellos, pues, una actitud de miedo y ansiedad hacia la sociedad y la ley; sí, en todo caso, culpabilidad ante Dios y su talento malgastado (11). Como tampoco le ocurría a un antecesor suyo del XVII, el poeta y dramaturgo adicto al opio Thomas Shadwell, tan denostado por Dryden. No tenían, pues, que someterse a ningún ritual semejante al de los fumadores de opio o los yonquis. Lo bebían y en paz. ¡Ah! Y en esa época, el opio resultaba más barato que el alcohol.
Pero en 1822, De Quincey publica sus Confesones de un comedor de opio inglés. Una obra que, junto a Los paraísos artificiales de Baudelaire, es, en mi opinión (que en esta ocasión coincide con la de tantos), la más importante sobre la adicción a las drogas y sus efectos. Téngase en cuenta, además, que la mayoría de los libros acerca de este tipo de experiencias son muy poco interesantes.
A partir de este momento, empiezan a hacerse afirmaciones con respecto a la acción del opio sobre la imaginación creadora y los procesos mentales. Unos están a favor de lo que defendía De Quincey: el opio desencadena mecanismos creadores. La mayor parte en contra.
Lo indudable es que el opio trabaja sobre lo que hay en la mente y la memoria del escritor. De Quincey era un filósofo. Sus visiones con el opio tenían que ser filosóficas. Cosa que no impidió que se hicieran generalizaciones acerca del modo en que el opio afecta a las operaciones mentales de todos los adictos, y que continuarán haciéndose hasta hoy a partir de los casos individuales de Coleridge y De Quincey, que encabezan la lista de ilustres consumidores de opio. Unas generalizaciones que iban a pasar tal cual a aplicarse a quienes escribían y consumían otras drogas. No deja de ser curioso, por ejemplo, constatar que las descripciones de los escritores bajo los efectos del opio coincidan en tantos puntos con las que después harán los que “viajan” con LSD. Es como si la mente fuera capaz de duplicar cualquier experiencia de la droga. Lo que no es lo mismo que decir que la droga es irrelevante. Nadie duda que el LSD es una substancia altamente potente, capaz de inducir cambios en la percepción. Pero tampoco que es capaz de producir más de lo que estaba dentro de las propias capacidades de la mente. Por eso, las reacciones en diferentes épocas y culturas a la misma droga han sido diferentes (por no hablar de los efectos opuestos que a nivel individual pueden tener los mismos productos en distintos momentos y situaciones). Cocteau, por citar a otro ilustre opiómano, describe unas situaciones paralelas a las del que ha tomado “ácido”. J. M. Barrie, el autor del maravilloso Peter Pan, se refiere a los poderes del tabaco para aumentar la inspiración. Malcolm Lowry, en Under the Volcano, sugiere que el alcohol facilita la emergencia de un segundo yo ordinariamente oculto y, sin embargo, los antropólogos, en su trabajo de campo, dicen que el chamán (tradicional consumidor de psiquedélicos) que usa el alcohol pierde sus poderes de adivinación.
En cualquier caso, las experiencias de los escritores adictos al opio muestran que este producto puede despejar algunos de los procesos semiconscientes a partir de los cuales comienza a escribirse la literatura. Estos procesos parece que son análogos a los del ensueño, a los sueños cuando se duerme y a las visiones hipnagógicas que se producen en los límites del sueño. El opio intensifica esas actividades y extiende su duración para que puedan ser observadas mientras suceden.
Se produce la revelación del paysage opiacé, de Baudelaire. Pero sólo en quien posee imaginación creadora y una tendencia al ensueño y a las visiones hipnagógicas. Es como si el opio reorganizara la memoria, borrando unas experiencias y trayendo otras. De ahí las sofisticadas investigaciones de Poe o de Baudelaire intentando descubrir si el opio podía proporcionar un método de trabajo al poeta, una técnica, tanto para recoger material, como para presentarlo. Sin embargo, desde el mismo principio se hizo patente el peligro de que el opio termine por hacer que se muera el impulso imaginativo. Coleridge, con su oda Dejection, es un adecuado ejemplo.
Estudios más recientes referidos a los derivados del opio (morfina, heroína, etc.), generalmente inyectados, sugiere que disminuyen la sensibilidad y no favorecen en absoluto la creación literaria. Al menos, esto afirma, entre otros, Burroughs. Y mi experiencia lo confirma.
El Dr. Johnston, un profesor de química de una universidad inglesa, realiza por entonces (1854) el primer intento de trabajo serio sobre las drogas. Tras señalar que todas las naciones y en todas las épocas las han usado, y que el reconocimiento por parte del hombre del valor de los narcóticos debe considerarse “uno de los capítulos más maravillosos de toda nuestra historia”, determina que cualquier legislación al respecto, prohibiéndolos, será fútil. “Una tendencia que forma parte de modo tan evidente de nuestra naturaleza humana general, no puede ser suprimida o extinguida por ninguna forma de prohibición física, fiscal o legal”, concluye.
Y estaba en lo cierto, naturalmente. Porque, a pesar de las innumerables prohibiciones, el consumo de estos productos siguió extendiéndose. Y las discusiones sobre si las drogas influyen o no en los mecanismos creadores de quienes las usan siguen siendo un asunto muy discutido.
EL HASHISH Y LAS PROHIBICIONES
Fue el Dr. Moreau de Tours quien proporcionó a sus amigos literatos cannabis que había traído de Argelia.
Ahora el escenario cambia. Estamos en París unos cuantos años después. Dumas, Gautier, Baudelaire y otros se reúnen en el famoso Hotel Pimodan. Consumen hashish insistiendo en que induce visiones. Y sus informaciones, más que la experiencia de la mayoría de la gente que lo probó, y las personalidades de sus miembros, son las que van a atribuir a este producto gran potencia creadora y visionaria, pudiera pensarse, y no las propias cualidades de la droga.
Sobre los efectos del hashish escribía en 1877, el futuro Premio Nobel, Charles Richet, lo siguiente: la mente del hombre está llena de ideas indeterminadas e incompletas. Ideas entrelazadas. Desenredarlas lleva tiempo y “como el tiempo sólo es medido por el recuerdo de ideas, éste parece prodigiosamente largo”. Lo que el hashish hace es acelerar el proceso, “así, en el espacio de un minuto, tenemos cincuenta pensamientos diferentes; dado que, en general, requiere varios minutos tener esos cincuenta pensamientos diferentes, nos parecerá que han pasado varios minutos, y sólo el inflexible reloj, que marca para nosotros el paso del tiempo, nos avisa de nuestro error. Con hashish la noción del tiempo está completamente trastornada, los momentos son años y los minutos siglos”. Una actitud semejante, salvando todas las distancias, a la de Walter Benjamin cuando relata sus experiencias con el mismo producto en Marsella, y que ahora suenan tan ingenuas e ilusionadas: “Para quien ha probado el hashish Versalles no es lo bastante grande y la eternidad no dura demasiado”. Un poco exagerado, ¿no?
Poco después (de Richet, no de Benjamin), en 1902, William James publica Las variedades de la experiencia religiosa. Un libro muy leído en su momento que trata del significado religioso de las experiencias derivadas de las drogas psicoactivas. James estaba interesado en el culto del peyote, pero, cuando lo tomó, lo único que sintió fueron mareos y malestar. Confesaría a su hermano, el novelista Henry James, que, en cualquier caso, “confiaré en las visiones que se presenten”. Sus experimentos con otras substancias (entre ellas el gas hilarante y el alcohol) le llevaron a mantener que los productos químicos son capaces de evocar estados de conciencia enriquecedores y místicos. Sus conclusiones eran muy positivas, por lo que le convirtieron en blanco de una gran atención y publicidad hostiles.
Ya está la polémica en marcha. Opiniones a favor y en contra (las más) se suceden. Los mass media están en sus albores y las cosas aún se desarrollan en círculos poco amplios.
A lo largo de todo el XIX había habido discusiones y polémicas acerca del uso del tabaco. Y lo mismo con respecto a los licores espirituosos.
También estaban los que proponían que no se prohibiera el opio. Según estos últimos —el negocio del opio estaba en pleno auge— “su supresión podría llevar a la adopción de drogas infinitamente más perjudiciales para las energías y salud que el opio”, como decía el informe de una comisión investigadora inglesa patrocinada por la corona. Entre estas drogas tan peligrosas se incluía el cannabis.
En Inglaterra el hashish tendía a ser considerado algo siniestro. No en base a experiencias o experimentos, sino porque su reputación se derivaba de leyendas. Especialmente la de los “hashishins” del Viejo de la Montaña. Una leyenda recibida a través de Marco Polo que no tenía nada de verosímil y que recibiría bastante empuje al publicarse la traducción de Sir Richard Burton de Las mil y una noches. En esta versión, el hashish aparecía como afrodisíaco. Demasiado para el puritanismo victoriano. Inconmovible, aunque ya en 1871 otra comisión inglesa que estudió los efectos del cannabis en India y Birmania, determinó que su uso no era peligroso ni debía ser prohibido.
Entretanto, los farmacólogos siguen experimentando, animados tras el descubrimiento de los alcaloides. Se consideró que representaban el elemento esencial que contenía droga en una planta. Y así, la morfina, el derivado, empezó a reemplazar al opio y láudano como sedante y analgésico.
Pero, mira por dónde, los médicos, que por entonces se habían constituido en profesión, comienzan a ejercer una supervisión directa sobre las drogas. Informan de casos de adictos que, privados de morfina, habían tenido alucinaciones y delirios. Incluso algunos habían muerto, cuentan. Se prohibe, pues, la venta directa de opiáceos, y en el mismo saco entran la cocaína, el cannabis y lo que sea preciso. Todo prohibido (12), y eso que está demostrado que se trata de productos opuestos, y que el cannabis y derivados, y los psiquedélicos mayores (LSD, mescalina, psilocibina, etc.) no producen adicción. Que la cocaína sea adictiva aún se discute.
Tras una historia de prohibiciones parciales, en 1920, la Sociedad de Naciones dictó una serie de medidas para controlar el consumo de estos productos e impedir el tráfico internacional de drogas. En 1936 su autoridad se extendía a todas partes.
Pero estas prohibiciones no impidieron la extensión del consumo del cannabis a partir de los años 20, de la cocaína, también por la misma época, las anfetaminas en los años 30, los psiquedélicos después de los cuarenta, pero de modo especial, en los sesenta… y la morfina, heroína y demás opiáceos desde siempre.
LOS PSIQUEDÉLICOS MAYORES
La búsqueda de una droga que no produzca hábito, como la morfina y la heroína, es la Piedra Filosofal moderna. Pero la investigación para encontrar una droga segura que produzca visiones efectivas tiene su primer gran momento a principios de este siglo. Precisamente cuando, el farmacólogo de Berlín, Louis Lewin afirma que las experiencias visionarias normalmente son “estados transitorios causados por substancias producidas por el organismo”. Una idea que se haría popular entre los científicos, los cuales empezaron a considerar que las visiones de alcohólicos, esquizofrénicos y místicos reflejan cambios bioquímicos en el organismo. se interesan, pues, por los procesos, y las visiones dejan de tener significación. Se trata de un camino que aún prosiguen los llamados psiquiatras biológicos. Para éstos, lo ideal sería lograr que el propio organismo humano fabrique sus drogas en función de una regulación estable en un medio social adecuado.
A pesar de las intenciones totalitarias de estos señores (pretenden que la psiquiatría biológica no es una rama más de la psiquiatría, sino toda la psiquiatría), no parece que en una sociedad enferma, psíquica y socialmente, como la nuestra, sus proyectos resulten viables.
Pero la importancia de Lewin, referida al tema que me ocupa, reside en sus investigaciones con peyote. Estos trabajos animan al conocido sexólogo Havelock Ellis, que prueba la mescalina (el alcaloide del peyote) y escribe muy favorablemente acerca de las visiones que desencadena. Algo muy parecido a lo que hizo el pionero de la psiquiatría norteamericana, Weir Mitchell. A partir de entonces empieza a difundirse la mescalina, el primer psiquedélico sintético. Una substancia que se descubre en el momento en que médicos y farmacólogos buscan drogas que tengan efectos mensurables, no incalificable delicia.
Sin embargo, la más significativa contribución al conocimiento popular de los psiquedélicos tiene lugar en 1954. En esa fecha Aldous Huxley publica Las puertas de la percepción.
El libro, como es bien sabido, es un relato del modo en que la mescalina afectó las percepciones del mundo de su autor. Al tiempo, iluminaba sus creencias religiosas y filosóficas previas, e iba a ser el más importante medio de difusión del movimiento psiquedélico, debiendo situarse entre los avances previos, aunque más desconocidos, que habían sido hechos en 1938 por Hofmann y Stoll en la síntesis del ácido lisérgico dietilamida o LSD-25 (Lyserg Saüre Diethylamid, en alemán; 25 porque era el veinticinco compuesto de ese género, de una serie de veintisiete sintetizada en los laboratorios Sandoz, en Basilea).
De hecho, la obtención del LSD fue originalmente un estadio rutinario en los trabajos de desarrollo de drogas para controlar la acción de ciertos músculos. Como la nueva substancia no parecía especialmente prometedora, fue abandonada en favor de otros alcaloides también obtenidos a partir del cornezuelo del centeno.
Cinco años después de que el LSD fuera sintetizado, en 1943, descubriría Hofmann accidentalmente sus propiedades psicológicas hasta entonces desconocidas.
En los años cuarenta había una mayor disposición a investigar cualquier droga capaz de inducir reacciones psíquicas. No porque las visiones se consideraran de valor, sino porque el Pentágono buscaba una droga que pudiera usarse para facilitar el dichoso lavado de cerebro. Y también, para desorientar a las fuerzas enemigas.
Los militares de la capital del Imperio pronto perdieron el interés (al menos oficialmente). Los investigadores siguieron, y siguen, experimentando con LSD. El Dr. Isbell y asociados del hospital de Lexington, en Kentucky, lo emplean en el tratamiento de alcohólicos, con resultados inciertos. Un grupo de científicos de Maryland utilizan LSD para ayudar a la gente que está muriendo. El propio Huxley moriría en una subida de “ácido”, aunque no por efecto del producto.
Los psiquiatras son, pues, quienes más interés han demostrado. Esperan que esas substancias ayuden en el tratamiento de las psicosis. Se desarrolla, entre otros métodos, esa rama que se denomina oniro-análisis, cuyo interés sigue manteniéndose en un plano puramente experimental. Por su parte, los llamados anti-psiquiatras elaboran sistemáticas y teorías muy emparentadas con las potenciadas por los psiquedélicos. A grandes rasgos, estos antipsiquiatras consideran que los disturbios psíquicos, la locura, no existen en cuanto enfermedad. Son algo positivo, benéfico. Para ellos, la locura sería un “viaje”, un modo que tiene el ser humano de escapar de una sociedad que no puede soportar. La normalidad que se nos impone es una normalidad enferma, incapaz de permitir el desarrollo del individuo (Jervis). Lo enfermo es la sociedad (Laing) y “normales” es como la sociedad quiere que seamos. No debemos salir nunca de ciertos límites, ciertos esquemas.
Estas ideas, ha sido repetidamente señalado, están muy cerca de los planteamientos de ciertos teóricos del LSD: Timothy Leary, Alan Watts… Los psiquedélicos, desde esta perspectiva, no se toman como medicinas que nos devuelven al estado “normal” (curar infecciones, quitar el dolor), sino para liberarnos precisamente de esa normalidad, para sentir más libremente, para alterar nuestro estado y percepciones. Con el LSD uno se desmarca de la tendencia general que dirige el poder con respecto a lo que se puede hacer o no. El sentido estalla en mil direcciones y se sale del mundo de percepciones habituales. Si alguien se encuentra bien en la “nueva realidad”, rechaza la que nos imponen como normal.
Todo esto ha dado lugar a que algunos opinen que el punto de vista psiquedélico es una reacción a otras formas y valores que ya existen en la sociedad. No es una filosofía alternativa, sino que se opone a las presentes organizaciones sociales, instrumentos de gobierno y aspiraciones. De ahí que se considere subversivo. Los efectos producidos por su ingestión no están de acuerdo con el sistema de valores básicos de Occidente, dice Carstairs: un estudioso que llevó a cabo, en 1954, un delicado análisis empírico e intelectual acerca de las razones que llevan a la gente a preferir una droga a otra.
Concluyó que los occidentales nunca cambiarán el alcohol por estas drogas. Por tanto, puede apuntarse que el hombre, ese organismo constructor de modelos por excelencia (Hall), introduce con el consumo masivo de “ácido” nuevos modelos que niegan los vigentes.
En esto, más o menos, andaba Watts, uno de los que se han mostrado tremendamente entusiastas acerca del valor de los psiquedélicos. Casi propone que se abandone nuestra presente forma de cultura para volver a modos de vida precivilizados. Aunque señala, eso sí, que los psiquedélicos no pueden crear nada de lo que no existe. Su propio caso es ejemplo claro de los psiquedélicos incorporados a una filosofía preexistente: los estudios que sobre el Zen escribió veinticinco años antes. El énfasis que pone en las intuiciones no verbales, es el del Zen. La insistencia con que señala la armonía, naturaleza y orden cósmicos, que no pueden expresarse en palabras, tienen mucho del Taoísmo. Y hablando de entusiasmos y orientalismos referidos a los psiquedélicos, hay que referirse obligatoriamente a Timothy Leary, el gran profeta de la salvación personal y revolución social empaquetadas en un comprimido. Este profesor de psicología y sus colegas de la Universidad de Harvard van a mostrarse extraordinariamente entusiastas con relación al potencial de estas drogas para expandir la conciencia y modificar las actitudes sociales. Sus actividades y proclamas en favor del LSD encontrarían gran oposición. Circulaban ya historias terroríficas sobre los efectos destructivos de los “malos viajes”, unas historias muy parecidas a las que se habían oído antes a propósito del tabaco, café, opio, cannabis, etcétera, etcétera. Leary sería blanco de toda la oposición a los psiquedélicos. Independientemente de lo justo o no de sus opiniones, y de su manía a considerarse un nuevo Sócrates, hay motivos más que suficientes para afirmar que fue injustamente acusado y condenado. Los seniles y reaccionarios, como él los llamaba, lo expulsaron de la universidad y lo encarcelaron. Hoy es imposible negar que desempeñó un papel fundamental en la extensión del LSD y en la creación del movimiento psiquedélico. Admitiendo que, algo que es cosas tan diferentes para diferentes personas, exista.
Otro tanto puede decirse de Ken Kesey. Este novelista había sido conejillo de indias voluntario en los experimentos con LSD llevados a cabo, a fines de los años cincuenta, en un hospital de California. A partir de entonces, recomienda y difunde el “ácido” entre sus amigos y adláteres. Casi sin proponérselo, se convierte en el profeta del nuevo sacramento del LSD, ese increíble atajo químico hacia el conocimiento de lo esencial. Viaja por los USA y termina, ya en los sesenta, por organizar fiestas colectivas donde se consume públicamente LSD (que no sería formalmente prohibido por la ley hasta 1966). Perseguido y encarcelado, representa, junto a Leary, el otro gran foco de difusión de los psiquedélicos. Pero mientras que éste y su grupo de experimentadores místico-intelectuales-orientalizantes proponía el LSD como medio de Liberación, Kesey incitaba a que se tome “ácido” porque sí, para experimentar la alegría del movimiento, la vida en acción: una doctrina sencilla que hará muchos adeptos. Su influencia en los movimientos psiquedélicos (especialmente en el rock y su estética visual) será capital (13).
De pronto, con los psiquedélicos se ha ampliado la visión de la historia del hombre. Ya no se trata de avanzar explotando una vez más las vanguardias occidentales de este siglo, encerradas en unos valores de rechazo de lo establecido. El “ácido”, se dice, abre y afirma nuevos valores. No es una negación, sino un punto de vista nuevo. La perspectiva se amplía, el plano se hace general partiendo del primer plano de estos últimos veinte años. Ocurre que la psiquedelia permite la realización de un nuevo corte en la historia. La posibilidad de dirigirse a formas culturales nuevas que los mass media van a promocionar a tope (es lo suyo).
Al menos, todo eso se decía en los primeros tiempos de la difusión masiva del ácido. Luego, se vería (y se verá en seguida) que las cosas no son tan sencillas.
ALGUNOS EFECTOS DEL LSD
El LSD, el ácido (suprimo las comillas) se convierte en el superstar de la psiquedelia. Es un producto que carece de tradición (como el cannabis y tantos otros) en culturas donde los psiquedélicos han sido incorporados a su rite de passage. Plenamente occidental y resultado del desarrollo de las tecnologías químicas, es ajeno a connotaciones previas: religiosas (como el peyote), o de cualquier otro tipo. Además es, en mi opinión, el psiquedélico más potente y sus efectos son los que me parecen de mayor interés entre todos los que he probado (la lista sería bastante larga). Así, que considero que es el psiquedélico por antonomasia, y el más adecuado para reconsiderar dichas substancias.
Un modelo propuesto que se considera apropiado con respecto a los efectos de los psiquedélicos es el siguiente: se toman para que se produzcan cambios específicos en el estado psicológico. Estos cambios, sin embargo, no disparan consecuencias psicológicas o de conducta específicas o uniformes. Una respuesta emocional específica se genera entonces, debido tanto al contexto social y a las sugestiones del entorno ambiental, como a la situación del que lo toma (las experiencias similares anteriores mediando).
El modo en que se maneje esta experiencia interior depende ampliamente de cómo se hayan manejado unos sentimientos semejantes en el pasado. Así, uno tiende a ser activo al estructurar la sensación psicológica y al manejar la experiencia interior, más que a ser un pasivo receptor de un efecto disparado únicamente por una substancia bioquímica. Claro que esto también depende de la dosis. Hay dosis imposibles, como de todo, aunque todavía no se haya establecido, si es que puede hacerse, a partir de qué cantidad de LSD el envenenamiento es irreversible. No se ha registrado ningún caso de muerte por ingestión exclusiva de esta substancia.
En mi propia experiencia, y las que he observado o de las que he recibido información (y son cientos), con una dosis de unas 250 a 500 gammas (millonésimas de gramo) ya se puede tener un buen viaje. Esta dosis la establezco a partir del Delysid, o LSD-25, producido por Sandoz, que en ocasiones tuve la suerte de tomar. Cantidad increíblemente pequeña. Por eso, en el que se suele obtener en la calle, ese ácido con diferentes nombres comerciales (los clásicos “Strawberry Fields” y “Open Window”, o el más moderno “Red Star”, por citar unos pocos), resulta realmente difícil determinar la cantidad de LSD puro que contiene. Creo que debe andar por esas cantidades, a juzgar por sus efectos. Sin embargo, a partir de las 100 gammas ya se puede tener un viaje medio.
Se considera que el ácido actúa como un “disparador” que activa efectos duraderos en la química del organismo. De hecho, tan sólo el 0,01 por 100 de la cantidad tomada pasa al cerebro. Y esa cantidad microscópica únicamente permanece en los tejidos cerebrales unos veinte minutos, siendo detectable en sangre usando las mejores técnicas durante las dos horas siguientes a la ingestión. Hasta ahora, las técnicas más sensitivas de detección química son incapaces de seguir los progresos del LSD y su metabolismo en el cuerpo. El electroencefalograma no permite objetivar, tampoco, las modificaciones del psiquismo. Las transformaciones bioquímicas son tan complejas que todavía no se ha conseguido realizar un relato técnico de lo que sucede, y probablemente se tarde aún.
A la media hora, más o menos, de haber tomado el ácido, hay unos momentos de inquietud e incomodidad física que no son particularmente molestos: sequedad de boca, tensión en mandíbulas y nuca, sensación de sueño con bostezos, vista algo nublada… Pero enseguida pega el ácido y te encuentras alto. Esta altura se refiere a un corte, a la distancia entre lo usual y lo extraordinario.
En un viaje de ácido se conserva una noción correcta de la situación, una crítica ajustada de las ilusiones y alucinaciones (o mejor ilusiones visuales), aunque el humor varíe con frecuencia, bien por exaltación emocional, bien por relajamiento de los frenos intelectuales. No se entorpecen los procesos mentales. Si es cierto que resulta más difícil llevar a cabo una operación larga y compleja, parece que se debe a que no existen suficientes motivaciones que justifiquen el esfuerzo.
Desciende, pues, al decir de los entendidos, la iniciativa. Sin embargo, tal esfuerzo es posible, y mi propia experiencia indica que en el momento de mayor altura uno no es capaz de razonar sistemáticamente, e incluso de escribir. Claro que con la sistemática del ácido, donde se aprecia mejor el contexto que los hechos establecidos, una sistemática llena de distorsiones visuales y temporales, pensamientos prelógicos y alógicos se mezclan con la conciencia habitual de sucesos y relaciones.
Los tests, como el de Rorschach, no han dado resultados importantes. Por mi parte, en cierta ocasión en que viajaba en ácido, realicé, junto a otros amigos, dicho test. Sólo se apreciaron incrementos en las respuestas originales de detalle, pero no grandes variaciones en las globales o de movimiento con respecto a los resultados obtenidos con la misma prueba sin el ácido encima (o dentro, ¿dónde?). Y lo mismo con respecto a otros tests proyectivos.
Aumenta notablemente la sensibilidad ante los estímulos, el entorno y los procesos corporales. Son muy evidentes los efectos sobre la percepción visual. Tanto si el viaje es bueno o malo. Y tanto si los ojos están abiertos o cerrados. Los cuadros que se miran son mágicos. A veces caóticos, siendo difícil distinguir forma y fondo, que suelen confundirse en una especie de latir pausado. Los colores son estridentes y, en ocasiones, se ven complicados dibujos, y hasta el entramado del espacio que se extiende entre el que mira y lo mirado. Las sinestesias son lo normal: colores acariciantes o venenosos, formas sonoras y amistosas, blues plumosos y claros… En los procesos auditivos se dan idénticas modificaciones y sinestesias, cosa que ha estudiado con bastante detalle y acierto, en España, el Dr. Gimeno (14).
El modelo y la experiencia subjetiva del cuerpo se transforman. Se está fuera de uno y se planea alrededor. Parece que emergieran sensaciones y percepciones que no son las del proceso de la conciencia habitual y egocéntrica. Lo que quizá constituya un elemento importante para crear ese sentimiento oceánico que hace, a veces, la experiencia tan hilarante, y remite al satori Zen. Este éxtasis, el sentimiento religioso del despertar, de que se abre una puerta que suele estar cerrada, muchas veces viene expresado en términos de una sensibilidad hacia lo “insignificante” y la “unidad” de toda la creación.
Unos, a partir de ahí, llegan a ver el mundo exterior como extensión de sí mismos. Otros experimentan el sentimiento de ser simplemente facetas de un total mayor. Así se va de ilusiones paranoicas de grandeur y omnipotencia, a la total humildad de la mística “pérdida del ego”. Entre ambos extremos se dan todas las formas. Hasta esa terrible paranoia de verse tan pequeño que cualquier cosa puede afectar y hacer daño.
En mi opinión, esto último es lo que hace que un viaje sea malo. Esto, y un cierto miedo, una en ocasiones intensa sensación de estar en peligro. Es posible que tal miedo sea una respuesta a cambios poco familiares en la realidad externa e interna. Cambios que ocurren porque tiene lugar, como he señalado, junto a una hipersensibilidad ante los estímulos exteriores, otra ante los interiores (flujo de la sangre por las venas o del aire en los pulmones).
Con todo, encuentro bastante discutible eso del mal viaje que tanto se ha esgrimido como prueba de la peligrosidad del ácido. A lo mejor, porque ni pasé, ni vi pasar directamente a nadie por tan mal trago. Lo que sí he visto, y sentido, son situaciones malas dentro de un viaje: temor a volverse loco o susto ante el contenido de las experiencias alucinatorias, e incluso pánico debido a que se sospecha de los otros. Pero siempre fueron superadas sin más problemas.
En cuanto a lo de que haya psicosis producidas por el ácido, me parece cuando menos aventurado pronunciarse al respecto. He asistido, y en más de una ocasión, a manifestaciones claramente psicóticas en sujetos que habían tomado LSD, pero también en sujetos que no lo habían tomado y a los que habitualmente se considera normales. Probablemente estos últimos, sometidos a la acción del ácido, tan dado a desencadenar confabulaciones paranoides (que todo hay que decirlo), pudieran dispararse, pero no creo que irreversiblemente. De un viaje de ácido termina por bajarse. Si se tarda en hacerlo, por motivos ajenos al ácido o porque no se ha tomado realmente ácido, o si se quiere cortar el viaje por los motivos que sea, siempre se puede recurrir a la clopormacina, que es lo que recomienda la casa Sandoz para estos casos. Un producto, utilizado para inducir hibernación artificial y facilitar así la anestesia durante la cirugía, que fue llamado por los médicos que lo empleaban la “lobotomía química”.
El fenómeno de la recurrencia, que se describe tanto, es decir, la reproducción de un viaje de LSD tiempo después de haberlo tomado, únicamente lo he sentido en ocasiones (pocas) en que había fumado mucho cannabis. De modo, que puede concluirse que se trataba de un cannabis muy fuerte que pegaba como el ácido.
En todo caso, los paisajes exóticos del interior de la mente revelados por el ácido pueden reproducirse, lo mismo que su funcionamiento. La experiencia con ácido se recuerda, y Burroughs afirma que puede reproducirse por otros medios: incluso tecnológicos, como la “Dream Machine”, de su amigo Brion Gysin. Por eso, puede decirse en plan muy neutral que la creatividad y el consumo de psiquedélicos no son incompatibles. Hasta se ha intentado determinar la influencia de los psiquedélicos en la creatividad artística o de otro tipo. Cosa difícil, creo. De entrada, resulta casi imposible establecer con cierta justeza qué coño es eso de la creatividad y, en consecuencia, medirlo. Sin embargo, han llegado a hacerse experimentos con pintores tratando de ver lo que producían durante un viaje de ácido. Algo absurdo, en mi opinión. Pocos investigadores esperarán que un pintor realice sus mejores obras cuando está sometido a un estímulo tan potente. Es lo mismo que pretender que un poeta o un escritor escriba sus mejores páginas mientras, por ejemplo, se está muriendo un ser amado. Sabemos, sin embargo, que tales tormentas emocionales pueden ser fuentes de inspiración para algunos artistas.
No puede negarse, por tanto, que exista un arte psiquedélico. Y sus características han sido estudiadas hasta en manuales de divulgación del arte de los últimos tiempos (15). Por lo general, sus manifestaciones se centran en la vestimenta y la música pop, pero también hay pinturas y esculturas (el “Soft Art”), juegos de luces, carteles, ilustraciones de revistas y folletos, diseños de fundas de discos, incluso variadas formas de artes mecánicas. El énfasis se pone en la imagen gráfica y se da prioridad al contenido en un intento y deseo de alcanzar una audiencia más amplia, menos exclusiva, utilizando medios de impresión capaces de producir ediciones baratas e ilimitadas. El pintor psiquedélico busca comunicar por medio de una analogía visual su experiencia con drogas, o proveer de un objeto de contemplación a quien está bajo sus efectos.
Un medio más apropiado que la pintura o el grafismo fueron los juegos de luces que se hicieron obligados en los espectáculos con música rock. El sonido, las proyecciones huidizas, las luces estroboscópicas, los rayos láser. Un maestro en este arte fue Mark Boyle, con su Laboratorio Sensual, que trataba de sintonizar las oscilaciones de la luz estroboscópica con la frecuencia de los ritmos cerebrales y ofrecer una especie de viaje sintético.
Entre los ilustradores destacan Alan Aldridge, Michael English y Martin Sharp. Un autor de tebeos que puede ser considerado, entre tantos otros, psiquedélico es Robert Crumb con sus delineaciones gruesas y pesadas, de formas bulbosas y carnosas, sugiriendo la rareza de la experiencia psiquedélica. Pero también aparece la influencia del ácido en tebeos mucho menos underground: por ejemplo, algunos de Marvel Comic Group. Y lo mismo en otras formas de cultura de consumo, como la nueva Ciencia Ficción, tema que he analizado en bastantes ocasiones desde esta perspectiva. La estética psiquedélica no parece, pues, ajustarse a los patrones de hermoso y feo consagrados por la tradición. Sus manifestaciones más bien buscan lo desusado, lo raro, lo monstruoso (freak). Y, en ocasiones, por medio de semejante monstruosidad, llegan a adquirir un cierto carácter de sublime, aunque también, y son las más, de solemne estupidez. Así, lo que descoloca, lo que saca de los modelos habituales, es lo efectivo.
Masters y Houston (16), que son quienes más a fondo se han ocupado de este tipo de arte, dicen que el psiquenauta, a veces, es capaz de proyectarse a sí mismo imaginativamente, no sólo hasta su propio pasado, sino a la historia. Puede estar presente en famosos acontecimientos pasados. Y en ello coincide mi experiencia y la de tantos otros. Algunos han intentado establecer que la base última de las representaciones de un europeo remite a la imaginería hindú, mientras que la de los americanos se refiere a las artes precolombinas.
En cierta ocasión asistí a una curiosa aplicación, a la publicidad, de la creatividad surgida en un viaje de ácido. Un amigo mío, en pleno viaje, lanzó un sonoro “¡Eureka!” o similar. Resulta que acababa de dar con la idea que andaba buscando para la campaña de promoción de un detergente. Al observar el continuo de la realidad molecularmente fragmentado que suele apreciarse en ácido, declaró que aquello parecían bichitos. Unos bichitos que, sin duda, molestarían a las señoras que compran detergentes. Es algo que mancha y, sin embargo, no se ve habitualmente, razonaba mi amigo. Con ácido él lo veía, comprobaba que existían terribles bacterias para las que contaba con el remedio: el nuevo detergente capaz de eliminar todo tipo de suciedad, hasta la microscópica. Y, desde las alturas del LSD, lanzó el eslogan preciso y planeó la campaña subsiguiente.
ALGUNAS EXPLICACIONES TEÓRICAS
Se han dado muchas explicaciones teóricas del viaje psiquedélico. Para Huxley, que se apoya en las teorías de Bergson, estas substancias liberan la mente y remiten a la función original del cerebro, que era básicamente productiva y no eliminativa. Según esto, bajo la acción de psiquedélicos el cerebro ya no nos protege de ser abrumados y confundidos por la masa de conocimientos inútiles e irrelevantes. La mayor parte de lo que podríamos percibir o recordar en cualquier momento, no queda excluido dejando sólo esa pequeña y especial selección que es útil a efectos prácticos.
Esta teoría se relaciona estrechamente con el argumento neurológico-psicológico adelantado por Leary, Alpert, Metzer y tantos otros después de ellos (caso de Downing, mucho más sereno que los anteriores). En opinión de estos investigadores, el lenguaje requerido para procesar y analizar lógicamente la experiencia, por lo general, supone una necesaria restricción de la conciencia. Una especie de filtro que diluye y distorsiona la realidad. Afirman que la capacidad del cerebro está socialmente condicionada para operar sólo a la velocidad de un sencillo canal de salida. El efecto que atribuyen a los psiquedélicos sería el de anular esta programación y permitir que el cerebro opere a plena capacidad. De este modo, se comprende la naturaleza ilusoria de la mayoría de los valores socialmente condicionados y pueden aferrarse los modelos de respuesta. El individuo, entonces, se hace capaz de una respuesta-reestructuración más profunda del mundo: se desprenden viejos hábitos mentales y se aprenden otros nuevos, basados en datos más completos y menos convencionales.
En cualquier caso, sea esto justo o no, lo cierto es que no parece que se produzca una reestructuración tan radical, y la mayoría de las experiencias simplemente enriquecen y modifican, sin tener un efecto permanente más allá de crear una perspectiva ampliada, la posibilidad de observar la historia en un plano general, y no de detalle, como sucede habitualmente.
Se apreciará que las teorías expuestas deben mucho en sus planteamientos a ciertas formas de comunicación de masas como el cine, la TV, etc., y a las tecnologías más recientes: modelos cibernéticos, entre otros.
En esto, McLuhan vuelve a mostrarse radical. Para él, los psiquedélicos representan una nueva tecnología. Son un nuevo medio que puede concebirse como extensión del cerebro o del sistema nervioso. Y, como todo medio, tiene efectos distintos. “Cualquier extensión, sea de la piel, mano o pie, afecta a todo el complejo psíquico social”, escribe el canadiense. Esto es particularmente apropiado para los psiquedélicos, continúa. Tienen efectos sobre el total del individuo y sobre el total del grupo. Se confirma con ellos que la introducción de un nuevo medio en un grupo afecta a todo el sistema inmediato.
Las alteraciones que se producen aún no son bien conocidas. Pero el mismo McLuhan dice que los medios tienden a atrofiar o amputar las funciones que extienden. ¿Qué amputan los psiquedélicos? ¿Las funciones autorreguladoras del organismo?
CIERTOS PELIGROS QUE PLANTEA EL USO DE PSIQUEDÉLICOS
Admitiendo que sea válido el juicio anterior, en el estado actual de la experimentación con psiquedélicos resulta imposible determinar los efectos negativos que pueda implicar su consumo. Aunque no se niega que ocasionen daños físicos que aún no es posible evaluar, sí sabemos que muchas de las historias terroríficas que corrieron en relación a los accidentes del ácido eran falsas.
Por ejemplo, aquella tan conocida de los seis jóvenes que habían tomado LSD y quedaron ciegos por mirar al sol. Un relato que se incorporó a los informes referidos a los peligros del ácido, aunque ha sido demostrado que el episodio era totalmente falso y había sido inventado por un policía de Pennsylvania.
Tampoco hay datos fiables de sus efectos sobre el feto, ni de que el LSD sea causante de degeneración en los cromosomas, como se ha repetido. Sabemos hoy que un citólogo informó de este peligro mientras se llevaban a cabo experimentos administrando ácido a alcohólicos. Sin embargo, tras anunciar los daños en los cromosomas causados por el LSD, el citado investigador descubrió que las muestras de sangre donde había detectado el proceso degenerativo de cromosomas se habían tomado de un sujeto antes de probar el LSD. Pero la corrección del citólogo no se difundió. La prensa se limitó a hablar de los peligros, quizá porque la historia era más truculenta y se vendía mejor.
Del mismo modo, no dejan de aparecer periódicamente supuestos informes objetivos donde se presentan actos agresivos llevados a cabo durante “la intoxicación” (suele escribirse) con psiquedélicos. Sin embargo, investigaciones experimentales dignas de confianza muestran que bajo la acción de estas substancias la gente suele ser más bien tranquila y pacífica. Y, en cualquier caso, es indudable que las drogas pueden provocar cambios en el comportamiento, pero también que el desorden reside en el individuo y no en lo que ha tomado.
En el otro extremo están quienes afirman que los mayores peligros proceden de las leyes que regulan su posesión y distribución, más que en los propios psiquedélicos.
ESBOZO DE UN MODELO ECONÓMICO DEL CONSUMO DE PSICOACTIVOS
Los psiquedélicos ilegales habitualmente se incluyen entre las llamadas drogas psicoactivas. Es decir, estimulantes, tranquilizantes, antidepresivos, hipnóticos y otras substancias (medicamentos dicen en este caso) que también afectan al psiquismo y se venden constantemente en las farmacias previa presentación de una receta médica, e incluso sin ella.
Frente a esta difusión masiva de drogas psicoactivas entre la población humana (las cifras son asombrosas) se levantan los que protestan porque se está produciendo otro tipo de contaminación que también tiene potencial suficiente para precipitar una catástrofe ecológica.
Desde esta perspectiva, y otras muchas, se elabora un modelo económico intentando contribuir a explicar el uso de psicoactivos. Tal modelo, considera a los fabricantes de productos farmacéuticos como industrias, a los médicos como sus agentes de ventas y a los enfermos como consumidores.
Así, la industria farmacéutica es muy activa y, como toda industria en expansión, busca constantemente un mercado más extenso para sus productos. Médicos y público en general son el objetivo de sus campañas publicitarias. Pero, dar drogas siempre ha sido exclusiva de la profesión médica. Actividad que regula la ley, determinando incluso que hay ciertas drogas que sólo pueden adquirirse porque el médico lo decide así. Un médico que, al recetar una droga psicoactiva (por ejemplo, un tranquilizante menor), legitimiza su relación con el paciente. Al tiempo que, mostrándose de acuerdo con él y aceptando que encontrarse vagamente deprimido es una enfermedad, le proporciona el producto que le permita funcionar como un engranaje más de la máquina social, sin crear problemas.
De modo que la relación industria farmacéutica y profesión médica es muy íntima. Juntos, constituyen una red económica, científica, profesional y educativa muy compleja. Unión simbiótica que tiene consecuencias que no siempre buscan el interés del público y que hasta, en ocasiones, llega a impedir el entendimiento racional de las funciones y usos de las drogas.
Se trata de un asunto, pues, realmente enmarañado (como cualquier otro negocio) que ya pertenece al terreno de los medios de comunicación de masas (17), por lo que no seguiré tratándolo.
A veces, se emplean drogas psicoactivas ilegales con la misma finalidad y propósitos que los propuestos por la industria farmacéutica y la profesión médica, y que son análogos a como se consume el alcohol. Así, al tomar o fumar (o lo que sea) psiquedélicos menores se tienden a disolver los límites y distinciones entre las personas. El que los usa tiene un sentido de proximidad, comunidad, de estar en relación directa con la gente. Con la marihuana, el alcohol o un antidepresivo, el usuario siente que adquiere sin esfuerzo la intimidad y relación con el otro que ordinariamente procede de la normal “danza interrelacional” (como diría un etólogo). Se producen mutuas revelaciones, conocimiento del otro, establecimiento de una historia común de experiencias y puntos de contacto. Lo que en kinésica (Birdwhistell) se llama sincronía. Un moverse conjuntamente que llega a constituirse en forma de comunicación en sí misma, y que se acentúa en el ácido, donde las conductas no verbales asumen valores de relación hasta entonces insospechados. Quizás el empobrecimiento del lenguaje de los psiquenautas, lleno de palabras que sirven para todo (“rollo”, “demasiado”, “me flipa”), y su rechazo de cualquier argumentación medianamente racional con el proverbial “no me comas el coco”, tenga un cierto origen en este “estar en sincronía” de las famosas vibraciones, lo que posibilita el estar juntos por el simple hecho de estarlo, sin necesidad de establecer una comunicación en ningún plano explícito.
Personalmente es algo que experimento con frecuencia (y no sólo yo, claro). Y, por eso, cuando estoy alto me ocurre que presto especial atención, sin proponérmelo, a la dimensión oculta donde gestos y actitudes determinan el comportamiento reactivo. Y, entonces, me muestro de acuerdo o en desacuerdo con alguien basándome en la lectura inadvertida de su “modo de estar”, y no en lo que me están diciendo sus palabras.
Quiero señalar también, aunque no sea una proposición susceptible de prueba, que las drogas que la gente una son un barómetro bastante seguro de las condiciones socioeconómicas en las que vive. Sin pretender llevar a cabo una distribución de drogas según clases sociales, se puede comprobar que el LSD nunca ha sido popular entre las clases menos favorecidas (como dicen los cursis). Lo contrario que la heroína (y en este caso, pienso en los ghettos negros de los USA). Parece que el ácido, al ser una droga especialmente sensitiva, difícilmente resultará ideal para ver a las ratas correr entre la basura. Mientras que la heroína muy bien puede haber sido inventada para eso: tras un buen pico de caballo pueden verse esas mismas ratas y no importar lo más mínimo.
SEXO Y PSIQUEDÉLICOS
Sin proponérmelo, he dejado casi para el final la breve información sobre uno de los efectos más llamativos y discutidos de los psiquedélicos: su poder afrodisíaco.
El sexo y los psiquedélicos se han unido desde siempre, como señala Allegro en su libro lleno de materiales fascinantes y de conclusiones bastante discutibles (18).
Sexo y cannabis se consideran detenidamente en un informe inglés bastante reciente y fiable (19) que estudia los efectos de ese producto. La conclusión estadística es que, por inmensa mayoría, los consumidores de marihuana, hashish y demás derivados, admiten que, de diversas formas, sus capacidades sexuales y su disfrute sufre un notable incremento. Mi experiencia está de acuerdo.
Leary, en su famosa entrevista de 1966, en la revista Play Boy, apuntaba que la capacidad afrodisíaca del LSD constituía una de sus propiedades más importantes y también uno de sus mayores secretos.
A partir de entonces, las opiniones difieren. Unos dicen que es afrodisíaco sólo en el sentido de su capacidad para aumentar las experiencias sexuales cuando éstas ocurren, pero no las desencadena. Otros aseguran que el LSD aumenta únicamente el erotismo mental, lo que no implica que haya una reacción equivalente en el plano físico. Así, cuando se hace sexo en ácido, el incremento se refiere a las ilusiones, distorsiones, formas, pero no a la realidad: no hay mayor número de orgasmos, por ejemplo.
Resulta casi innecesario señalar que se puede argüir con toda justicia que en el sexo la sensación es realidad. Por mi parte (y coincidiendo con tantos) quiero señalar que siempre he experimentado un aumento de intensidad en el placer, y que el juego erótico (y pornográfico, si se quiere) resulta incomparablemente divertido y placentero. Es como si uno sintiera renacer toda su sexualidad. Se diría que tiene lugar una recuperación de todo tipo de experiencia sexual previa, real o imaginaria. La historia sexual, incluso la que se desarrolla sin salir de la mente, se pone en acto y de un modo tremendamente gozoso.
Sin embargo, no parece que esto sea norma universal. Algunos de mis amigos/as que tienen actividades sexuales de modo regular y, según dicen (y no tengo motivo para dudar de ello), plenamente satisfactorias, viajando en ácido no manifiestan, ni se proponen, ningún tipo de comportamiento sexual explícito. Ante esto, suelen decir que simplemente el asunto no les interesa entonces.
En mi opinión (y como siempre apoyándome además en experiencias propias y observadas y escuchadas y leídas), hacer sexo en ácido, si bien es sumamente placentero, puede resultar psíquicamente arriesgado. Hay momentos en los que la imaginería evocada a partir del compañero/a parece, cuando menos, chocante. Uno se encuentra follándose, en momentos alternativos y simultáneos, desde una iguana, pongo por caso, al cuerpo compendio amplificado de todos los glamores peliculeros. Una chica que conozco se sintió violentamente violada durante un viaje de ácido y pudo disfrutar del hecho sin ningún riesgo ni molestia subsiguiente: estaba en su casa, en su cama y con su ligue habitual (por otra parte, persona totalmente pacífica y hasta un poco tímida a la hora de hacer sexo). Debido a esto, se comprende que algunas personas se asusten y desquicien más allá de lo controlable por sí mismas.
Una vez, fui testigo de un caso de este tipo. Y las personas implicadas, aún después de haber bajado por completo, continuaron sufriendo desajustes (sociales y sexuales) porque no podían aceptar la iconografía sensitiva que se había suscitado durante su actividad sexual en ácido. Hablaban de representaciones de padres, hermanos, madres… (ilustraciones para un libro de Freud) que no podían rechazar. Eso les hacía sufrir, y mucho. Se trata del mal viaje de ácido más duradero que he visto. Pero en cuestión de una semana o así ya habían vuelto a su estado habitual, a decir verdad nunca, ni antes, ni después, ni durante el ácido (como se ha visto) excesivamente equilibrado.
Yo mismo he tenido atisbos de algo semejante, pero ante la disyuntiva que se presentaba: cortar el asunto y renunciar al goce, exponiéndome a los riesgos que eso supone, y humillar sexualmente (como entonces me decía) a la imagen suscitada por la persona con quien me acostaba, opté por la segunda alternativa. Y, dispuesto a cargar con las consecuencias de lo que en aquel momento consideraba irreparable transgresión, me encontré en pleno orgasmo sin que la losa de la inflexible ley natural (como la llaman) cayera sobre mí. Losa que, dicho sea de paso, sigue sin haberme aplastado todavía.
EL PSIQUENAUTA EXPLORADOR
Estos riesgos, y todos los señalados antes, lo mismo que los que habitualmente subrayan los alarmistas, malintencionados y desinformados, pero partícipes de la opinión dominante, quizá sean equiparables a los de otras actividades que provocan admiración. Por ejemplo, escalar montañas.
En el siglo XIV, seis monjes fueron encarcelados por subir a un monte suizo. En aquella época, tal empresa era considerada un desafío a Dios o al Demonio. En realidad, hasta mediados del XIX, subir montañas no fue un hecho generalmente aceptado. Ahora, sin embargo, es una actividad respetable, y quienes intentan nuevas y diferentes ascensiones (por laderas más escarpadas o en condiciones climáticas desfavorables) reciben amplia simpatía. Escaladas particularmente peligrosas cobran unas cuantas vidas todos los años y, a pesar de ello, cada nuevo intento es saludado con admiración por el valor del que piensa que puede tener éxito.
También muchos de los que toman psiquedélicos aseguran que son exploradores. Son conscientes del riesgo implicado, dicen, pero el viaje merece el riesgo. A éstos, la sociedad les impone diversas penas legales. Castiga a los que arriesgan su cordura o su salud consumiendo psiquedélicos, lo mismo que castigó a los que escalaban montañas. Cabe preguntarse (aunque la respuesta sea evidente) por qué es considerado tan excelente el riesgo de los alpinistas y tan reprobable el de los psiquenautas.
Es preciso tener presente, y eso sin negar validez a lo anterior, que a veces los pioneros están expuestos a peligros imprevistos. Piénsese, salvando todas las distancias que se quiera, en Roengten que no reconoció los efectos de la continua exposición a los Rayos X y varias personas murieron debido a ello. O en madame Curie, víctima de envenenamiento por radium, lo que la mataría. O en el mismo Halsted, el primer cirujano norteamericano que usó la cocaína como anestésico, que se hizo adicto a la droga al experimentarla en sí mismo. Y también en el caso de Freud y su amigo Fleichl, aunque investigaciones recientes sugieran que la cocaína no es tan adictiva como se pensaba.
LA BAJADA
Los efectos del ácido son intensos durante las cinco o seis horas siguientes a la subida. A partir de ese tiempo, uno nota que está empezando a bajar. El despegue ha sido muy rápido: bastó una media hora, más o menos. La reentrada se va a prolongar unas dos o tres horas, e incluso más. En esta etapa, la acción del ácido llega en oleadas, entre períodos que van haciéndose cada vez más largos de conciencia habitual. Hay momentos en los que aún se está bastante alto, pero la bajada subsiguiente es cada vez mayor. Empieza a notarse que las tripas funcionan y que el cuerpo vuelvo a sus ritmos de costumbre. Al fin, desaparece todo efecto y queda una sensación de cansancio y relajamiento. O, al menos, eso dicen los libros. Por mi parte, generalmente, al cabo de las diez o doce horas de haber tomado una dosis de LSD, cuando considero que ya he bajado del todo, recurro a algún tranquilizante suave (tipo Valium), o a algún somnífero no hipnótico (tipo Medomina). De este modo, evito que los circuitos reverberantes de la mente, con sus recurrencias en imágenes e ideas fijas, me desvelen y me obliguen a continuar especulando inútilmente aunque el cuerpo, agotado, no pueda dar más de sí. Tanto para subir como para bajar, fumar cannabis suprime ciertos instantes tensos y hace que estos estadios pasajeros queden diluidos entre unas sensaciones globales de irrealidad.
LA LEGALIZACIÓN DE LOS PSIQUEDÉLICOS
Desde que empezó la difusión masiva de psiquedélicos (mayores y menores) se ha planteado si debe legalizarse la mescalina, el LSD, el cannabis y los demás. En este sentido, se llevan a cabo campañas en casi todas partes.
Lo ocurrido a lo largo de la historia sugiere que la cuestión debe ser planteada de otro modo: ¿Pueden ser prohibidos estos productos, y las drogas en general? La respuesta, a la luz de los datos diacrónicos, sólo puede ser no.
La gente, en las sociedades llamadas democráticas, se dice que debe tener libertad de elegir. Si escoge las drogas, no hay ley que, a la larga, pueda detenerlos.
Pero los gobiernos han negado la evidencia de que la prohibición no funciona. No es sorprendente. Tienen un poderoso interés económico en mantener una situación en la que se permite a ciertos abastecedores conservar el control sobre el mercado de drogas legal, en recompensa a su decisiva contribución a los intereses públicos (es decir, administrados por el poder según sus particulares intereses). Legalizar el cannabis, por ejemplo, puede aumentar esos ingresos, pero quizá haga descender las ventas de tabaco y alcohol. Cuando haya establecido su coartada y tenga dispuestos los mecanismos de mercado adecuados que le permitan asegurar unos ingresos convenientes, legalizará el cannabis y lo que sea. Y sino al tiempo.
EL FUTURO DE LOS PSIQUEDÉLICOS
Las investigaciones continúan. Siguen obteniéndose nuevos psiquedélicos gracias a los avances en psicofarmacología y enzimología. Y también descubriéndose. El profesor Schultes, por ejemplo, declaraba en 1973 que, tras su última expedición a Centro y Sudamérica, ya se conocían, al menos, 88 plantas psiquedélicas distintas. Y eso que veinte años atrás, cuando el director del Museo Botánico de Harvard viajó por primera vez a esas zonas, sólo se conocían media docena de plantas de ese tipo. Probablemente, y no tardando mucho, nos llegarán (y quizás inquietarán) los resultados del uso de estas poderosas substancias que ya empiezan a circular por las distintas ciudades del Imperio (Madrid entre ellas). Si tal cosa ocurre, claro, pues lo que no parece es que nadie esté dispuesto a permitirlo. Y menos que nadie los investigadores académicos (el Dr. Osmond, varias veces citado, afirma que “los psiquedélicos se hicieron populares con la gente inadecuada, en el momento inadecuado y del modo inadecuado”). Pero, como se diría que la policía no es lo más efectivo para evitar que la gente haga cosas que quiere hacer y que otros no consideran tan peligrosas ni inmorales, no hay que ser profeta para aventurar lo que sucederá.
En definitiva, creo que la sociedad terminará por aprender a vivir con estas substancias, lo mismo que se acostumbró a vivir con el alcohol, el tabaco, la televisión y esos deportes que, en otros tiempos, se consideraron sangrientos y brutales, como la desorganizada forma menor de combate, conocida por fútbol, que en los siglos XVI y XVII causó tan gran inquietud a los moralistas.
En estos últimos años (y retomo mi argumentación del principio para cerrarla ya) la cultura psiquedélica se ha vuelto especialmente underground, clandestina. Sigue funcionando como siempre funcionó antes de la eclosión pública de su consumo en los años sesenta. Desplazado del papel estelar por otras drogas más a la moda (los opiáceos), el LSD no ha pasado a formar parte de los productos de consumo masivo: lo que sí ha ocurrido con el cannabis y derivados. Se utiliza con más cuidado, una vez que se ha conocido lo relativamente imprevisible de sus efectos.
Pero la historia del movimiento psiquedélico (asunto sobre el que, hasta ahora, no había tenido tiempo de reflexionar, ni de hacer recapitulaciones) sigue. Aún no puede ser contada adecuadamente. Al menos como Historia. Lo que, a lo mejor, ni maldita la falta que hace.
Mariano Antolín Rato
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NOTAS
(1) Ponencia presentada en las Primeras Jornadas Toxicológicas Españolas. Barcelona, abril de 1971.
(2) Intervención en el Curso Monográfico sobre Drogas Nocivas, organizado por la Academia Especial y el Centro de Instrucción de la Guardia Civil. Madrid, 5-7 de diciembre de 1969.
(3) Serial aparecido en el diario Pueblo, de Madrid. Al menos, diez entregas publicadas en febrero de 1970.
(4) A. Escohotado: “Los alucinógenos y el mundo habitual”, en Revista de Occidente, núm. 49.
(5) Aparecido en la revista de la U. Autónoma de Madrid, Inmersión, s. d., pero circa 1971.
(6) En el diario El País, Madrid, 6.XII.78.
(7) En “La droga eres tú”. Revista Ozono, núm. 37. Madrid, octubre de 1978.
(8) Cfr. Webster’s New Dictionary, edición de 1973.
(9) Hay quien afirma que los esquimales son la única cultura que no conoció estos productos hasta la llegada del hombre blanco con el alcohol (A. T. Weil: Altered States of Conciousness. Prager Publisher, Nueva York, 1972, p. 339), otros dicen que usaban la amanita muscaria como droga alucinógena (G. Lengman: No laughing Matter. Rationale of the Dirty Joke. Breaking Point, Inc. Nueva York, 1975, p. 162).
(10) Me refiero concretamente a Los hombres se drogan. El Estdo se fortalece, de Henry y Leger (trad. en Laertes, Barcelona, 1977), pero hay ejemplos de la misma actitud en Italia y, desde posiciones so called libertarias, en España (Comunicado urgente contra el despilfarro), mucho más acertadas que las francesas.
(11) Con relación a este asunto consultar el magnífico Opium and the Romantic Imagination, de Alethea Hayter. Faber & Faber, Londres, 1968.
(12) Ver un detallado relato de todo el asunto en The Forbidden Game. A Social History of Drugs, de Brian Inglis, Coronet Books, Londres, 1975.
(13) Kesey es el autor del últimamente famoso Alguien voló sobre el nido del cuco. Sus aventuras con el ácido las relata Tom Wolfe en Gaseosa de ácido eléctrico (trad. en Júcar, Madrid, 1978).
(14) Ver su interesante artículo: “LSD. Música en alta felicidad”, en la revista Bazaar. Barcelona, julio de 1978.
(15) Ver el librito de John A. Walker, El arte después del pop. Trad. en Labor, Barcelona, 1975, p. 44 y ss.
(16) En Psychedelic Art. Weidenfeld & Nicolson, Londres, 1968.
(17) Piénsese, por citar un solo caso, en el reciente escándalo del INP, donde parece ser que se han estafado cien mil millones de pesetas a la Seguridad Social, en una acción combinada de ciertos laboratorios farmacéuticos y algunos médicos. Ver revista Cambio16, núm. 366, del 10.XII.78.
(18) Se trata de The Sacred Musroom and the Cross. Hodder & Stoughton, Londres, 1970.
(19) The Cannabis Experience, de J. Berke y C. C. Hernton. Quartet Books, Londres, 1977.