“Quizás sea ingenuo pensar que a estas alturas del partido, en los minutos de descuento, la Concertación pueda tener la lucidez de entender que la ausencia de una transición económica en el proceso de transición democrática ha sido una de las causas principales de su agotamiento como alternativa política”.
La palabra “debate” viene de los verbos latinos batuo o batuere que expresan la acción de golpear repetidamente algo, con cierta fuerza, pero con la suavidad necesaria como para no dañarlo irreversiblemente. En el plano político esto se traduciría en el acto de batirse en un duelo de ideas, de darse guantazos dialécticos en tal medida que los oponentes sobrevivan pese a las magulladuras. Sin embargo, la mayoría de los debates en política se rigen más bien por la lógica de batir un par de huevos, donde la finalidad misma de las maniobras consiste en producir una mezcla que disuelve la diferencia originaria. Esto último quiere decir que hay debates que son puro simulacro, escenificación engañosa de jabs o ganchos de izquierda, para hacernos creer que estamos antes dos púgiles en franca rivalidad. Son debates que vienen a completar la programación televisiva como un aderezo de los realitys o las telenovelas, y que se esfuman en la intrascendencia del ocio hogareño cuando el espectador – enganchado a su control remoto- aprieta el botón de “Off”. Entonces, se acabó, ya no queda nada.
En estos días se dice en Chile que el debate presidencial entre Frei y Piñera va a ser uno de los más intensos y apasionantes del período democrático. Como siempre, las encuestas promueven una imagen de lo que está en juego como si fuese una carrera de 400 metros planos, en la que las figuras políticas corren con una velocidad de infarto en vistas al triunfo electoral. Pero, ¿a qué viene toda esta competitividad? ¿Cuál es la naturaleza de estas pasiones desatadas que temperan el supuesto debate nacional? ¿Realmente esta sed de victoria tiene algo que ver con la conquista de algún beneficio para la sociedad? La conclusión más desoladora sería que los velocistas corren solamente por ellos mismos y los suyos (que son solamente unos cuantos que viajan sobre sus hombros).
El pánico de la Concertación a ser desalojados de las acogedoras habitaciones del empleo público, la ansiedad desmesurada de Piñera por adquirir la última empresa de su colección privada. Todas estas pasiones egoístas y mezquinas probablemente animen el debate presidencial. En un contexto así, todo está servido para la espectacularización bochornosa de la demagogia barata, la polémica frívola que prescinde de lo ideológico.
Pero lo real se las ingenia una y otra vez para golpear las puertas sordas de nuestros líderes políticos. Esta vez, eso sí, el asunto amenaza no solamente con batir las puertas de la casa, sino sus propios pilares. Para entenderlo hay que considerar la actual crisis de la economía planetaria y la singularidad con que ésta puede impactar en Chile. No se trata de una crisis cualquiera del orden capitalista; la amplitud global y la velocidad del proceso de descomposición de las principales economías del mundo ha puesto en evidencia las insuficiencias, contradicciones y arbitrariedades de un modelo que hasta hace pocos meses se expandía como la supuesta expresión de la mejor forma de sociedad posible. De hecho, así lo enseñó y proclamó durante décadas el FMI o el Banco Mundial.
Hoy observamos cómo el gran dogmatismo del liberalismo económico: la afirmación de que no existe ni debe existir un soberano económico porque contaríamos con una mano invisible que regularía armónicamente los intereses del homo economicus, se ha convertido en una maldición de la cual los gobiernos pretenden huir en la búsqueda desesperada de un punto incierto en donde pueda ejercerse algún mínimo control sobre un mercado desbocado. El radicalismo neoliberal pasa por sus horas más bajas y guarda un silencio inquietante frente a las políticas que se han implementado recientemente en EEUU y Europa y que contradicen sus tesis más elementales, es decir, ante la nacionalización progresiva o solapada de la banca, las estrategias de macro-inversión pública, etcétera.
La crisis aterrizará en Chile con toda su crudeza seguramente durante este año, en un país donde la ortodoxia neoliberal ha tenido su arcadia soñada. Aquí Friedman y sus acólitos ensayaron todas las fórmulas que luego las administraciones de Reagan y Thatcher implantaron en EEUU y Gran Bretaña durante la década del 80. En este último rincón del planeta, la rabiosa fe en el poder absoluto del mercado, nació en medio de violaciones a los derechos humanos y privatizaciones espurias, y aún se propaga entre la mayoría de nuestros políticos como una especie de religión del sentido común. Desde esta perspectiva, me pregunto: ¿están dadas las condiciones en Chile para abrir de un modo significativo –y con los actores principales de la campaña: Frei y Piñera- un debate sobre la crisis del capitalismo neoliberal?
No puede ser sino paradójico y deprimente –si uno hace caso de las encuestas- que en medio de este escenario actual, Chile avance en la dirección de elegir a un empresario como Presidente de la República. Un hombre que encarna la arbitrariedad de los éxitos del neoliberalismo nacional aparece como la opción de liderazgo en un país consumido desde hace años por las inequidades del modelo económico y que ahora, como por si fuera poco, tendrá que encarar las vicisitudes del colapso catastrófico de la forma de capitalismo dominante. Si Chile fue la cobaya del experimento neoliberal de la Escuela de Chicago en los setenta, con Piñera apropiándose de La Moneda en 2010 puede convertirse en el epílogo dramático de una racionalidad económica agonizante.
Ante este panorama inquietante, el único candidato que parece ser un rival para Piñera: Eduardo Frei, tendrá que decidir si acepta el juego simplista del debate hecho simulacro o si apuesta por abrir espacio a un debate audaz y sin contemplaciones. Esto último significaría depurar la opción concertacionista de toda la doctrina neoliberal que durante los últimos años la ha atravesado y, en consecuencia, elaborar un discurso que reivindique la importancia de lo público como un contrapoder ciudadano ante la debacle de la economía global. En cualquier caso, quizás sea ingenuo pensar que a estas alturas del partido, en los minutos de descuento, la Concertación pueda tener la lucidez de entender que la ausencia de una transición económica en el proceso de transición democrática (una transición hacia una racionalidad económica contraria al neoliberalismo) ha sido una de las causas principales de su agotamiento como alternativa política.
Hace ya mucho tiempo que los partidos concertacionistas vienen sufriendo la ausencia de un discurso aglutinador que les diferencie sustantivamente de las posiciones de la derecha. Por eso se recurre fácilmente a la demagogia comunicacional para situar en la superficie un debate que debería estar en el orden profundo de lo ideológico. Frei probablemente caerá en este error, recordándonos la vida empresarial de Piñera o la existencia de compañeros de viaje pinochetistas. Sin duda son cuestiones nefastas del personaje, pero no representan un ámbito a partir del cual construir una alternativa esperanzadora de gobierno ni tampoco un discurso ordenador que le permita a la Concertación sobrevivir como oposición en una eventual presidencia de Piñera. Dos cuestiones: ser gobierno u oposición, en las cuales debería pensarse más seriamente. Esto, claro está, en el caso de que aquí interese el país y no meramente la pérdida del poder.
Una de las dificultades principales de Chile tiene que ver con la ausencia de una alternativa política real que se posicione en una perspectiva crítica frente al dogmatismo neoliberal. Un problema que la propia crisis económica planetaria se encargará de conducir hacia consecuencias desastrosas. En tal sentido, el futuro augura una radicalización en las contradicciones y desigualdades del sistema económico, y el peor de los escenarios posibles: un gobierno que intentará utilizar las recetas neoliberales para resolver la devastación que el propio neoliberalismo ha producido. En un universo así, en que parece que todas las ideologías y los proyectos políticos duermen una siesta infame, la desesperación popular tarde o temprano caerá en brazos de opciones populistas todavía más peligrosas.
Pero, ¿qué ocurriría si por algún extraño milagro los opositores de Piñera hicieran la opción por el debate verdadero? ¿Cómo podría ser posible transmitir a un electorado, que ha sido acostumbrado a la simplicidad de los mensajes, un discurso más complejo y crítico?
Éste, sin duda, es el problema final y más preocupante: ¿hay realmente alguien allá fuera dispuesto a escuchar un debate en que las ideas tienen el rol protagónico? ¿Existe todavía una ciudadanía abierta a problematizar la sociedad en que viven de un modo radical? Ciertamente no lo sabemos y, entre otras razones, porque nuestra clase política ha jugado el juego de promover esta invisibilización de la gente. Seguramente el día de mañana lo descubramos cuando algún liderazgo con sentido despierte la participación democrática, en la irrupción sorpresiva y extrema del malestar popular, o en la duración indefinida del silencio de las masas. Mientras tanto, los cínicos y los miserables intentarán satisfacer sus ambiciones personales de-batiendo como quien bate un par de huevos.
Rodrigo Castro Orellana
Filósofo