Según decía Erich Fromm: “El ser humano al estar dotado de autoconciencia, razón e imaginación, rompió la ‘armonía’ que caracteriza al reino animal. Su aparición convirtió al hombre en una anomalía, en un capricho del universo”.
En su afán de trascender, el ser humano ha tratado de controlar la naturaleza desde sus orígenes, dejando su impronta a la generación que le sucede, y así ha sido capaz de ir transformando su entorno y construir un sendero paralelo, que lamentablemente, carece de sintonía con respecto al camino que ha seguido la naturaleza.
Sin embargo, hoy día, al parecer la naturaleza nos ha pasado factura, y con una amenaza microscópica, ha sido capaz de doblegar al mundo entero. No es ninguna sorpresa ni un hecho sin precedentes, siempre ha sido así, simplemente éramos nosotros los que habíamos olvidado el poder de la naturaleza al encerrarnos en nuestro mundo artificial y aparente, con una actitud que muchas veces caía en la arrogancia y prepotencia frente al entorno que no ha sido creado por nosotros ni para nosotros, pero que siempre hemos tratado de controlar. La propia naturaleza humana, al habitar en un mundo material, ha quedado en vilo.
Es posible colegir que el mundo tal como lo conocemos, puede seguir funcionando sin nosotros, es más, funcionaría mejor sin nosotros; no obstante, el ser humano no puede existir ni subsistir fuera de este mundo, al menos en esta etapa de la historia humana.
Estos últimos meses, aunque se ha hablado bastante del tema, y se seguirá hablando, la humanidad ha quedado expuesta a una amenaza global, una pandemia que marcha como un enemigo invisible por todas las calles del mundo, en donde nuestros paradigmas se han ido diluyendo debido a la volatilidad de un destino frágil e incierto, con un virus que se reproduce con tanta facilidad, que apenas da tiempo de esconderse, y nos ha obligado a cambiar nuestro estilo de vida y la forma cómo nos relacionamos, redefiniendo nuestra historia.
Algunos depositarán sus esperanzas en un dios revelado, independiente cual sea, que quizás está enviando un mensaje; para otros será sólo el dios creador, que no interfiere en los designios terrenales; para algunos será la naturaleza que hace justicia; y para otros estará en la medicina el barbecho de sus esperanzas.
Independiente del lugar donde habite nuestra fe, esta pandemia ha generado una hecatombe, no sólo física, sino también existencial, y lo que considerábamos relevante para nuestra idea de mundo, equivocado o no, ha perdido validez y sentido, dejando al futuro fuera de nuestro campo de acción, y las exiguas certezas que podíamos cobijar han desaparecido, quedando obligados a recurrir a nuestro propio ser, a la desnudez de nuestra identidad, debido en parte a la cuarentena, que ha develado no solo la vulnerabilidad de la condición humana, por los conflictos que ésta ha acarreado, sino que ha generado que nos enfrentemos a una realidad en donde nuestras expectativas, al parecer, ya no tienen lugar, y en donde indefectiblemente hemos sido impulsados a encontrarnos con nosotros mismos, con nuestra propia existencia dentro de cuatro paredes.
No debemos olvidar, además, el efecto psicológico a gran escala que esta pandemia nos ha revelado, debido en parte al aislamiento social y afectivo, a la falta de seguridad, a la exposición fatalista de algunos medios de comunicación masivos y redes sociales, a la situación socio-económica y moral dispar de cada país, a la incertidumbre económica y sanitaria, a la exacerbación de los miedos, al paroxismo de la incertidumbre, a la redefinición de libertad, entre otros aspectos.
Esta pandemia, que ha sido considerada como una situación excepcional, toma ribetes a largo plazo, y tiende a normalizarse a pesar de nuestra voluntad y anhelo de querer lo contrario. Dejó de ser un tema meramente sanitario, para transformarse en un problema social, económico, cultural, y afectivo de gran magnitud, y cuando nuestras costumbres se convierten en un riesgo latente, y cuando incluso nuestra forma de amar se ve amenazada, y vemos, además, como los sistemas económicos tambalean, y cuando las apariencias ya no son necesarias, nos vemos conminados a replantearnos la vida, a refrescar la mirada, y a cambiar quizás el prisma mediante el cual vivíamos y veíamos el mundo.
La forma de abordar los efectos de esta pandemia, por supuesto, varían en cada uno de nosotros, dependiendo de diversos factores, tales como: estructura moral y afectiva, condición socio-económica y educacional, idiosincrasia, anhelos, capacidad de resiliencia, situación política del país, entre muchos otros; y dependiendo de estos factores resaltarán las consecuencias dentro de órbitas múltiples, aflorando, por un lado, la solidaridad, empatía, conciencia, y respeto mutuo; y por otro lado, la miseria humana a través del egoísmo, intolerancia, ambición, e inconsciencia, entre otros aspectos más neutros.
Es cierto que estamos frente a una gran amenaza, pero eso no garantiza un resultado a priori, es solo un diagnóstico que se puede aprovechar, y que se pueda transformar finalmente en una gran oportunidad, en un camino que pueda ir paralelo al futuro al que estábamos acostumbrados, pero, que en definitiva, nos pueda brindar alguna certidumbre que devuelva la esperanza en lo que viene. Se ha abierto una bifurcación en el tiempo, un punto de inflexión, un quiebre que al ser desconocido nos llena de miedos e inseguridades, y nos obliga a repensar nuestro sentido de libertad y supervivencia.
A algunos les demandará mayor esfuerzo que a otros, en acostumbrarse a esta nueva realidad, en parte, porque cada individuo posee sus propias herramientas existenciales, y además, porque estamos sujetos a los vaivenes de la situación particular de cada país, en donde las autoridades si no son responsables, y actúan solo desde una óptica del mercado podrían empeorar el panorama, generando una precarización de la vida moderna, en donde los efectos se acentúen, sobre todo, en la población de menos recursos.
Con este panorama, y buscando formas para evitar que el mundo se transforme en una melancólica distopía, es preciso recurrir a una de las más valiosos antídotos frente a la fragilidad humana, el cual nos ayudará a mantener nuestro espíritu y ganas de vivir. Es el sentido del humor y el valor que le otorgamos a lo absurdo, que nos ayudará finalmente a distender nuestras almas y descomprimir nuestras mentes, relativizando el presente y dejando a nuestra discreción el control de la intensidad que le otorguemos a cada situación, como la pandemia, que jamás podremos predecir pero sí podemos intentar controlar, en cierta medida, los efectos que tenga en nuestro espíritu.
Por Germán Frick R.