El torrentoso caudal informativo de marzo y abril sobre las características, formas de expansión y maneras de enfrentar al coronavirus se ha ido ralentizando relativamente para dar paso ahora a múltiples especulaciones sobre lo que va a ocurrir en la etapa postpandemia.
Digo especular porque a ciencia cierta no se sabe cuáles serán las consecuencias y hasta dónde llegarán las repercusiones en términos políticos, económicos y sociales de esta situación que ha estremecido los pilares de las sociedades y del escenario internacional.
Pero la especulación sobre el futuro es algo posible de permitirse en términos intelectuales, desde la comodidad que produce crear con todas (o la mayor parte) de las necesidades resueltas. La abrumadora suma de la población del sur del planeta no tiene posibilidades de especular sobre el futuro. Para ellos, el futuro ya llegó, tienen que actuar de inmediato para resolver las necesidades vitales. En esa medida, no es posible especular sobre la alimentación, la salud, la educación de los hijos y el techo donde dormir.
Puestos en esa situación, resulta muy complicado solucionar la disyuntiva que plantea cumplir las medidas de cuarentena y distanciamiento social para no morir por el virus o seguir realizando las actividades cotidianas para no morir de hambre. Esa disyuntiva solo se solventa, en alguna medida, si el Estado asume las funciones que le corresponden en el marco de sus responsabilidades constitucionales y se preocupa por asegurar los derechos que a todo ciudadano de este planeta le concede la Declaración Universal de Derechos Humanos.
Esto es imposible en el ámbito del sistema capitalista que ha transformado el respeto a los derechos humanos en un eslogan comunista. Por eso, Estados Unidos se retiró en junio de 2018 del «hipócrita y egoísta» (así lo caracterizó) Consejo de Derechos Humanos de la ONU, solo porque este no avala los desmanes de Israel en la ocupada Palestina.
Para contrarrestarlo, puso como Alta Comisionada de Derechos Humanos a la pusilánime y fácilmente manejable Michelle Bachelet, con la misión de proteger a sus aliados y crear las condiciones para la intervención en los que no lo son. Esta despreciable figura, asesina de mapuches y represora de estudiantes ha cumplido con creces su tarea.
Efectivamente, el coronavirus está cambiando todo: hábitos de comportamiento, relacionamiento y consumo, las restricciones están permitiendo redescubrir la vida desde las limitaciones que produce una forma de existencia totalmente distinta a la que había al comenzar este año. La gran pregunta es si esta situación generará cambios hacia adelante o conducirá a una situación aun más retrograda.
Como dije en un artículo anterior, las expectativas respecto del futuro van «desde las más apocalípticas hasta las más optimistas»: en Venezuela tenemos una mirada muy particular al respecto. Hasta la semana pasada el coronavirus estaba casi totalmente controlado con índices muy bajos de infección y fallecimientos (solo 10 hasta hoy), pero esta semana miles de personas que habían huido de la dictadura y que hoy, desamparados en los oasis de felicidad a donde habían llegado, están regresando y amenazan la estabilidad y la fiscalización que las autoridades habían logrado.
En una semana se han duplicado los casos, obligando al Gobierno a tomar medidas especiales que no habían sido necesarias.
No obstante, la pandemia no es la principal preocupación de la ciudadanía. Las sanciones y el bloqueo al país por parte de Estados Unidos y Europa hacen mucho más difíciles las condiciones de vida de la población. La imposibilidad de acceder a alimentos, medicinas, piezas de repuesto y mantenimiento afectan la prestación de los servicios públicos.
A ello se suman los actos de sabotaje promovidos por la oposición terrorista con el amparo de los Gobiernos de Estados Unidos y Colombia, coadyuvando a crear un clima de extrema tensión que apunta a la búsqueda del colapso de la sociedad.
El problema principal es la carencia de combustible por la aplicación de las agresivas medidas tomadas por el Gobierno de Estados Unidos, que robó los activos de la empresa petrolera CITGO, propiedad del Estado venezolano, donde se elaboraban aditivos y otros insumos necesarios para la producción de gasolina y lubricantes, lo que ha estrechado a niveles indecibles los márgenes de maniobra del Gobierno para solucionar estos problemas que también apuntan a la generación del colapso.
El nuevo punto de tensión está puesto en el límite de las aguas territoriales de Venezuela. Por acuerdo con el Gobierno de Irán, este envió cinco barcos con gasolina y otros insumos necesarios para la plena puesta en funcionamiento de las refinerías existentes en el país. Los navíos deben arribar alrededor a partir del próximo viernes 22.
Algunas fuentes en Estados Unidos, desde Miami, y también en Colombia, así como la oposición terrorista de Venezuela han llamado a que la Cuarta Flota del Comando Sur de Estados Unidos impida la llegada de los barcos iraníes transformando esta misión en un punto de honor para el presidente Trump. Así, atizan la guerra que indudablemente se desataría de forma simultánea en el mar Caribe y el golfo Pérsico con consecuencias de difícil escrutinio para la totalidad del planeta.
Al respecto, el almirante Craig Faller, jefe del Comando Sur, en una teleconferencia realizada en la Universidad Internacional de Florida, dijo que aunque las relaciones entre Irán y Venezuela son un desafío, no se realizarían intercepciones a los barcos de combustibles iraníes en alta mar, es decir, que no se impediría el acceso de estos buques a aguas venezolanas.
No obstante, la volatilidad mental del presidente Trump, su irracional odio contra la humanidad y su desvergonzada intención de ocultar el desastre al que ha llevado a su país por el manejo desafortunado de la pandemia, obliga a no rechazar una opción de guerra abierta en contra de los buques iraníes violando el derecho internacional, el libre comercio y las libertades de navegación, preparando un típico acto de piratería que puede derivar en graves consecuencias.
El portavoz del Gobierno de Irán, Alí Rabieí, ha asegurado que si Estados Unidos comete el error de impedir el tránsito de sus buques hacia Venezuela «nos reservamos todas las opciones y tomaremos las respuestas proporcionales para preservar la libertad de navegación e imponer un costo sin precedentes por las ilegalidades».
En la mencionada conferencia, Faller analizó esta situación en términos geopolíticos estratégicos. Afirmó que Irán, al igual que China y Rusia, al calor de la pandemia de COVID-19, pretende «reescribir el orden mundial» a través de «narcodictaduras» como la venezolana.
Su preocupación fundamental es que «tenemos que mirar a las tendencias globales más allá de esta crisis sanitaria. China está tratando de reescribir el orden mundial que ha permitido que este hemisferio haya prosperado desde la Segunda Guerra Mundial». Lo curioso es que esta fue su respuesta cuando le preguntaron por los barcos iraníes.
Así, en medio de la pandemia, en el caso particular de Venezuela, resulta difícil separar el presente del futuro y la coyuntura de lo estructural. Junto a otros países amenazados como Cuba, Nicaragua, Siria, la República Popular Democrática de Corea y el propio Irán, entre otros, están obligados a diseñar simultáneamente medidas de carácter táctico y estratégico. Las dos grandes amenazas a la paz, la estabilidad y la vida en el planeta: el coronavirus y Estados Unidos, obligan a ello.