Por Patricio Araya González / Aunque en el diccionario las palabras “hambre” y “apetito” figuran como sinónimos, en rigor, son muy diferentes. Hambre es sinónimo de dolor físico y daño psicológico que se proyectan hacia una eternidad aterradora, es imposible saber cuándo acabará; el apetito, en cambio, es una sensación transitoria que se extingue con el primer bocado ingerido en las horas siguientes.
El hambre es aquella sensación indecible que se palpa entre espalda y estómago ante la falta de alimento, haciendo que ambas zonas del abdomen se junten y se separen sin piedad como las hojas de un libro batido al viento, dejando entre ellas un vacío plano y seco, una atrocidad inimaginable. Tras un fatídico instante, el hambre deja de llamarse ayuno y se convierte en desesperación en medio de un caos digestivo, donde náuseas y vómitos vacíos toman el control, desorganizándolo todo; van a su antojo desde el cerebro hasta el intestino delgado y se lanzan por el intestino grueso como en un tobogán hasta el recto en medio de un lodazal de bilis y restos de saliva.
La inanición se siente cuando la saliva baja y sube a borbotones desde la boca hacia el esófago, y viceversa; los calambres y los escalofríos se encargan de debilitar brazos y piernas, mientras la lengua se vuelve traposa y los ojos se nublan y se hunden, y la mente se enlentece a manos del colapso de toda la economía. Y todo ello por falta de un mísero mendrugo de pan o una taza de té caliente.
Aunque el hambre es padecida por pueblos enteros, siempre es una experiencia muy personal; por mucho que la padezcan varias personas a la vez y en mismo lugar, y aun cuando es una desgracia colectiva, cada individuo la siente en su interior de una forma indescriptible; el único que sabe de ella en carne propia es la que siente desde sus entrañas. El hambre de una persona es diferente a la de quien está a su lado. Solo el que está al límite de sus fuerzas logra saber que significa la expresión “morirse de hambre”. El hambre es una sensación tan personal como la conciencia.
El apetito, en cambio, es una convención social para significar una disparidad de horarios de ingestión de alimentos; apetito siente el niño que regresa de la escuela a sabiendas que en casa las ollas y los platos lo esperan con los brazos abiertos; apetito siente quien está haciendo la compra del supermercado. El apetito es una convención celebrada incluso por la publicidad de restaurantes y efemérides, el apetito surge cerca del mediodía cuando el reloj alerta a las papilas olfativas y gustativas. Nadie muere de apetito, las personas mueren de hambre. Ahí están algunos países africanos, incluso algunos centroamericanos, como Haití, el país más pobre de la región, cuyos habitantes mueren de hambre, no de apetito.
La gente suele usar ambos conceptos como si fueran lo mismo. Solo las personas que han padecido hambruna conocen la diferencia. El hambre es una maldición que puede extenderse por varios días, meses o años. El apetito es demasiado breve como para causar daño, es apenas un deseo antojadizo de comer un pastel o devorar un buen lomo vetado.
Las ollas comunes que por estos días organizan las personas en las poblaciones chilenas representan esa colectividad del hambre como suma de hambres individuales, pero jamás vienen a significar un apetito colectivo; el hambre sigue siendo una necesidad individual, nadie siente el antojo de comer en una olla común. Una olla común no es un patio de comidas divertido, por el contrario, es una tragedia que se vive al aire libre, expuestos al morbo de las cámaras televisivas.
La actual pandemia ha exacerbado la desigualdad que caracteriza a este país. Por un lado están las ollas comunes y cajas del hambre repartidas por el gobierno, y por otro, los bocadillos palaciegos, una pequeña muestra de una alimentación de país desarrollado. Con o sin intención este martes el vespertino La Segunda dio a conocer la licitación para la compra de productos gourmet para la Presidencia, destacando las exquisiteces y excentricidades que se engullen en Palacio –sin perjuicio de los bebestibles de alta gama que riegan sus dependencias y que con toda seguridad jamás se harán públicos.
Según el medio, a diferencia del jurel tipo salmón y el aceite de tercera calidad de la canasta que llega a las casas de las familias pobres, la “olla común” de La Moneda incluye paté de jabalí, queso mozzarella de búfala ciliegine, mousse de pato, caviar de salmón y de trucha, entre otros antojos. Sin embargo, el gobierno negó la compra y dijo que en la sede de gobierno solo se consume queso, jamón, tomate y mantequilla. Comoquiera que sea, lo cierto es que se generó una orden de compra por los primeros productos en favor de un proveedor por el plazo de un año.
Otra vez el Presidente Sebastián Piñera está frente a la oportunidad de dar una señal concreta de austeridad y sentido de realidad, pero no lo hará. No lo hizo cuando viajó con sus hijos a China como parte de la delegación oficial y los sentó a la mesa de conversaciones con empresarios y autoridades de ese país; no lo hizo tras el funeral de su tío Bernardino, cuando saltándose todos los protocolos sanitarios llevó una banda de músicos al sepelio y abrió la urna para despedirse de su cuestionado pariente.
Ahora Piñera tiene la ocasión de demostrarse empático, demostrando que su “olla común” es igual de económica y humilde que las ollas comunes de las poblaciones, pero tampoco lo hará; su gobierno tampoco transparentará cuántos muertos está dejando el Covid-19. A semejanza suya, algunos de sus subordinados son igual de negacionistas e inconscientes, como la intendenta de Aysén, quien hace solo unos días justificó la renovación de la Beca Patagonia en favor de su hijo argumentando que se trataba de una decisión que le compete al muchacho como adulto, en circunstancias que ese criterio no es un factor considerado por la Junaeb, institución que evalúa factores socioeconómicos y académicos para otorgar el beneficio, el que por regla general, se entrega a estudiantes de escasos recursos, cuyos padres, a diferencia de una autoridad regional, no tienen ingresos millonarios. La explicación de la intendenta no solo le generó amplios reproches a nivel regional, sino que le sumó un nuevo desatino a su gestión, como el descalabro de la repartija de cajitas y los muertos omitidos.
Chile se ha convertido en un país de descarados, de autoridades descaradas que piensan que por ostentar ciertos cargos pueden ocultar la verdad, comer mejor que la mayoría del país y que sus puedan estudiar con todas las ventajas posibles, mientras otros hipotecan su dignidad a manos de una porotada poblacional o deben abandonar sus sueños de surgir por falta de recursos. La pandemia vino a develar el hambre y el apetito voraz de unos y otros. En la medida de lo posible, los pobres seguirán luchando para no morir de hambre, mientras los patricios continuarán saciando sus antojos a costa del erario. Queda claro lo mal pelado que está el chancho: unos matan el hambre comiendo jurel de tarro, y otros sacian su apetito esquizofrénico engullendo queso de búfala. Vomitivo.