Por Marcelo Rioseco, Secretario General PH / El Covid-19 no solamente ha significado un problema sanitario de escala mundial, sino que ha impactado profundamente la forma de vida y de adaptación de la gente. De una u otra manera, todas las personas nos hemos visto forzadas al confinamiento y al “distanciamiento social”.
Sin embargo, no todos los encierros son equivalentes. No todos los encierros son iguales, ni asimilan de la misma forma la violencia estructural incorporada en la sociedad. Hay un conjunto de factores que inciden en el tipo de confinamiento que las personas viven a causa de la pandemia: la situación económica y habitacional, las oportunidades de empleo, la salud, la edad, la capacidad de autovalencia y el género, entre otros.
En lo que se refiere al género, en una sociedad machista como la nuestra, muchas mujeres se han vuelto particularmente vulnerables en las actuales condiciones de encierro y desempleo. Veamos esto con un poco más de detalle.
En el modelo tradicional de pareja y de familia, la mujer asume el cuidado de la familia, la crianza y los quehaceres del hogar. El hombre, por su parte, cumple el rol de proveedor. Por supuesto, que este patrón es un imaginario y dista mucho de cumplirse, no solo en la familia chilena actual, sino tampoco se ha cumplido en otras épocas: el «guacho», como el/la niño/a criado/a por la madre y, generalmente, por la abuela, es una figura común en la historia de nuestro país.
De todos modos, a pesar de que la mujer, en la época actual se ha introducido cada vez más en el circuito del trabajo remunerado, aún sigue recayendo sobre ella el papel principal en la crianza de los/as hijos/as, lo que hace que su empleabilidad sea más intermitente y que sus oportunidades de desarrollo económico y profesional sean, en la mayoría de los casos, más limitadas.
En este mismo sentido, el modelo de familia convencional, tiende a fragmentarse cada vez más. De acuerdo a los datos del último Censo, los hogares clasificados como “nucleares” constituyen un 54,1%. Sin embargo, sólo el 41,4% son biparentales, es decir, están compuestos por una jefatura de hogar y un cónyuge o conviviente, con hijos o sin hijos. El otro 12,7% son nucleares monoparentales, que en los últimos 15 años han aumentado en un 4,1%.
Sin embargo, una tendencia más notoria todavía es que los hogares nucleares disminuyeron significativamente en favor de los hogares unipersonales, los cuales se duplicaron, pasando de un 8,5% en 1992 a 17,8% en 2017. Vale decir, hay un número mayor de personas viviendo solas, pero también que hay más hogares donde existe un solo progenitor, habitualmente una mujer. Ha crecido el número de hogares, pero ha disminuido su tamaño, que en promedio ha pasado de 4,4 personas por hogar en 1982 a 3,1 en 2017.
Ocurre, entonces, que las mujeres que tienen hijos/as suelen verse enfrentadas a tres alternativas: a) asumen solas la crianza, muchas veces en condiciones precarizadas, b) la llevan a cabo con el apoyo de algún familiar, generalmente, la abuela c) la asumen con una pareja, muchas veces en situación de dependencia. Estas tres opciones se corresponden con los datos del último Censo de 2017. El número de hogares que declara jefa de hogar a una mujer, aumentó de 31,5% en 1992 a 41,6% en 2017. Las mujeres jefas de hogar predominan solo en los hogares monoparentales y de menores ingresos. En los hogares nucleares biparentales, más del 70% de los jefes de hogar declarados son hombres, lo que significa que cuando los dos padres están presentes, lo más habitual es que se atribuya ese papel al hombre.
En el caso de Chile puede observarse que durante la pandemia han aumentado las llamadas de consulta al Fono de Orientación en Violencia, del Ministerio de la Mujer (aumento del 45%) y al Fono de Violencia Intrafamiliar de Carabineros (aumento del 70%), mientras que las denuncias formales han disminuido en relación al año pasado. ¿Cómo se explica esta contradicción? Se dice que, probablemente por las restricciones del Covid-19, hay mujeres agredidas que no han podido salir de sus casas para denunciar. Esta explicación es poco plausible, ya que ante una situación de amenazas y de peligro, es muy difícil que alguien decida contenerse por el temor a transgredir el confinamiento.
¿Qué ocurre, en cambio, si una denuncia tiene poca o ninguna posibilidad de resolver el problema de la persona que llama para consultar o pedir ayuda? ¿Qué ocurre con una mujer que vive de allegada con su(s) hijo(s)/a(s) en la casa de un pariente y se siente afectada por violencia doméstica? ¿De qué le sirve hacer una denuncia que podría derivar en que esa mujer tenga que salir de la casa donde vive? ¿Qué pasa cuando la expresión de la violencia intrafamiliar está vinculada a malas condiciones de vida y a relaciones interpersonales dañadas, en un contexto donde las posibilidades de respuesta de los afectados se han reducido de manera dramática?
Ante problemas estructurales, las soluciones deben estar orientadas hacia cambios estructurales, aun cuando necesiten ser eficaces a corto plazo. Esta pandemia ha puesto en evidencia la fragilidad de algunos sectores en la sociedad, dentro de los cuales se encuentran muchas mujeres. Pero no son las únicas. Las personas y grupos más vulnerables están siendo fuertemente golpeados por esta crisis: gente de la tercera edad, niños/as, migrantes, trabajadores informales, personas que viven del comercio sexual. Dentro de estos grupos, también, hay muchos hombres que tienen pocas oportunidades y que viven en condiciones de precariedad.
¿Qué está pasando con las familias que escapan al patrón binario mujer-hombre? ¿Qué sucede con los hogares de parejas homosexuales o de familias transexuales? ¿Acaso la violencia intrafamiliar, en esta situación de encierro, incertidumbre y estrés, es algo que no existe para estos grupos de personas?
Abordar la violencia intrafamiliar que se ha desencadenado en esta pandemia, a través de los estereotipos instalados en la sociedad, no ayuda a resolver el problema. Primero, la familia chilena común que se consolida, no corresponde al modelo mamá, papá, niños y una mascota. En segundo lugar, la crianza y el cuidado de personas no tiene porqué estar asociado a la mujer y el rol de proveedor, con el hombre, sobretodo, considerando que hoy en día muchas mujeres cumplen ambos papeles. En tercer lugar, la violencia intrafamiliar no es normal ni aceptable. No es un asunto privado de una pareja, que pasa por ciclos de desencuentro y reconciliación, como tampoco la agresión hacia los niños es parte de su educación. La violencia intrafamiliar expresa relaciones interpersonales dañadas y enfermizas. En cuarto lugar, desestimar las denuncias o requerimientos de ayuda en los casos de violencia intrafamiliar, implica hacerse cómplice de una situación que puede llegar, incluso, a convertirse en un crimen.
Finalmente, no todos lo hombres son victimarios, como puede desprenderse de muchos mensajes que se difunden a través de los medios de comunicación. Los prejuicios y estereotipos instalados en una sociedad patriarcal y machista, no se resuelven incorporando otros nuevos, pero en sentido contrario. Aún cuando muchos casos de violencia intrafamiliar se relacionan con agresiones y abusos que ejercen hombres contra las mujeres en el hogar, hay también muchos otros casos configurados de otra manera (violencia contra niños/as, hombres, ancianos/as y también de mujeres contra mujeres). En este sentido, los estereotipos no sirven para generar conciencia, ni para desarticular la violencia, entendiendo a ésta como la negación y la anulación de la intencionalidad de otros/as ser(es) humano(s).
La dualidad víctima-victimario, se basa en una concepción binaria de lo bueno y de lo malo y nos predispone a encontrar la causa de la violencia en un símbolo que lo representa o encarna. Asimismo, dificulta que las personas nos hagamos cargo de la violencia que porta nuestra propia mirada y del papel que jugamos en la cadena de malos tratos que experimentamos al interactuar con otros. En síntesis, la dualidad víctima-victimario des-humaniza tanto a la víctima como al victimario, convierte a las personas en cosas sin intención y las aleja de una comprensión más profunda del problema de la violencia, y, por supuesto, de la solución del problema.
¿Qué hacer entonces? Lo primero, es que se deben generar las condiciones esenciales de subsistencia para que las personas puedan sobrellevar el confinamiento en ambientes seguros y libres de maltrato, más allá de su raza, edad, clase social, género, preferencia sexual, historia personal o credo religioso. Actualmente, existen políticas para tratar de mitigar los “daños colaterales” que está dejando esta pandemia en la población, aparte de los efectos de la enfermedad en sí misma: asistencia psicológica y legal a mujeres agredidas, casas de acogida, bonos sociales, préstamos, distribución de canastas familiares, etc.
Pero, no obstante lo anterior, ninguna de estas respuestas es ni será suficiente si no se avanza en transformar los prejuicios, estereotipos y creencias discriminatorias que dan origen, tanto a la violencia interpersonal, como a la violencia social y estructural.
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