El golpe militar de septiembre de 1973 se dio en un contexto muy particular para el país. Las instituciones tradicionales del Estado se hallaban en una profunda crisis; los partidos de la época habían convertido el Congreso en un campo de batalla; el poder judicial diariamente intervenía para cuestionar las acciones que el gobierno llevaba a cabo y, el Ejecutivo, con Allende a la cabeza, era objeto de presiones, tanto al interior de su coalición como fuera de ella, especialmente por sectores que reclamaban apurar el tranco de las transformaciones sociales, un sector de los socialistas; como de aquellos que llamaban a pactar con la burguesía, los comunistas.
En ese marco de agudas tensiones, los trabajadores alcanzaron niveles de organización superior. Nacieron los «cordones industriales», quizá la forma más desarrollada de participación y de democracia obrera que se conozca en América Latina. Allí, se decidían las acciones que los trabajadores emprenderían en su lucha por avanzar hacia una sociedad sin clases. Se resolvían las tomas de fábricas, el carácter de las empresas, los ritmos de producción y quienes las administrarían; en fin, los cordones industriales se convirtieron en organismos de “doble poder” en esa época y su rol cuestionaba al propio gobierno y a los partidos, siendo sus mayores adversarios la CUT y el Partido Comunista, que eran contrarios al «avanzar sin tranzar».
La lucha de clases a 1973 había alcanzado su mayor expresión y agudización, no había campo de la sociedad donde ésta no se expresara: en la educación, en las fábricas, en las poblaciones, en el campo, etc. El camino se había trazado, las cartas estaban echadas: o triunfaba la revolución social o triunfaba la contrarrevolución.
La expresión más contundente de la lucha de clases, era que los empresarios, o sea la burguesía, perdían diariamente el control y el poder sobre los medios de producción y de cambio; eran cientos de fábricas, predios agrícolas y bancos que pasaban a formar parte de la propiedad social y eso, no estaban dispuestos a aceptarlo.
El Golpe de Estado fue la expresión más clara del triunfo de un sector social contra otro. Fue la violencia desatada por los dueños del capital contra los trabajadores. Había que poner fin al peligro que implicaba que en Chile se instalara una “república socialista”, sin explotados y sin burgueses. Para ello, se recurrió a todos los medios, especialmente al apoyo del gobierno de EE.UU, incluido Nixon y Kissinger.
ATAQUE A LOS TRABAJADORES
Si los trabajadores habían logrado formas superiores de organización y habían mejorado sustancialmente sus condiciones de vida, tanto económicas como laborales -aunque dicho sea de paso, aun faltaba mucho-, la gran tarea que se puso de inmediato la dictadura, fue acabar con toda la organización y avance de la clase obrera. Se proscribieron los sindicatos y la Central Obrera, se fusilaron decenas de sindicalistas y los cordones industriales se desmantelaron con la más brutal represión. Miles de dirigentes fueron encarcelados y otros tantos desaparecidos. Había que destruir económica, organizacional, política; pero, por sobre todo, moralmente a la clase obrera, de manera tal, que nunca más intentara alzarse sobre los intereses de la burguesía.
Debía quedar claro, que los dueños del país, los que “dan trabajo”, los que generan la riqueza, no son los trabajadores son ellos: los empresarios.
Y se dieron a esa tarea: cambiar estructuralmente las relaciones jurídicas entre trabajadores y empresarios, ello, determinaría las relaciones sociales y económicas entre ambos actores de la sociedad. El Golpe de Estado, no fue un golpe como señalan algunos, porque en Chile existía el «anarquismo social”, el desorden, el desgobierno. Fue un golpe a la clase obrera, pues ésta ponía en peligro sus intereses por primera vez en los casi 200 años de «República».
Entres las tareas más trascendentes para aniquilar la fuerza de los trabajadores y romper la memoria histórica estaba transformar la realidad, había que convertir en negativo lo que para los trabajadores había sido positivo. Se instaló una Constitución espuria. Se eliminó el Código del Trabajo y en su reemplazo se dictaron tres decretos leyes que regulaban: el contrato de trabajo, la sindicalización y la negociación colectiva. Todos ellos, bajo la concepción civilista del derecho. Es decir, arrancaban un principio de la esencia del derecho laboral que es su rol tutelar, protector y, dejaban las relaciones laborales sujetas a la suerte de las negociaciones individuales del trabajador con el empleador. Por mucho tiempo estuvo prohibida la negociación colectiva, con lo que produjo un deterioro considerable de los ingresos y derechos laborales.
Sin embargo no todo estaba dicho. Uno de los cerebros del ataque a la clase obrera fue José Piñera Echeñique, quien en 1981 a través del D.L. 3.500 acabó con el sistema de Seguridad Social que los trabajadores chilenos tenían a ese época, un sistema con muchas imperfecciones, pero que permitía entregar pensiones dignas y que cubría eficientemente la salud, las pensiones y los accidentes laborales derivados de las relaciones de producción. En su reemplazo se instalaron, sin ningún debate instituciones con fines de lucro, las AFP, que se han convertido en la más grande estafa para los millones de trabajadores, pues garantizan pensiones miserables al fin de la vida activa de los trabajadores y las ISAPRES que han hecho de la salud, uno de los mejores negocios para los dueños del capital.
Si miramos retrospectivamente estos 40 años, nos daremos cuenta que Chile ha perdido mucho, en especial sus trabajadores. Hemos perdido derechos esenciales como el derecho a la salud, a la previsión, a la vivienda digna, en fin, una serie de derechos que estaban consagrados como fundamentales, hoy no lo están. Hemos quedado al arbitrio de la prepotencia patronal, sin que el Estado y sus instituciones resguarden o garanticen el ejercicio de derechos básicos.
DESPUÉS DE LA DICTADURA
Bajo los cuatro gobiernos de la Concertación, al comienzo se intentaron dar pasos en la perspectiva de recuperar derechos, sin embargo a dos años del gobierno de Aylwin, el Democristiano y presidente de la CUT, Manuel Bustos, llegaba a un acuerdo con el máximo representante de la clase patronal de la época, Manuel Feliu y, sin ningún debate con los trabajadores suscribían un “Acuerdo Marco” cuyo reconocimiento mereció los elogios de la Iglesia y de todos los partidos políticos, incluido el PC. En él se hipotecaba la independencia política de los trabajadores y se comprometía la CUT a no “hacer olitas” a cuidar la “democracia” no haciendo huelgas, ni movilizaciones, es decir, garantizar el orden institucional emanado de la dictadura.
A cambio ¿qué ganamos los trabajadores?, prácticamente nada, al contrario. A partir de la década de los 90, los empresarios arremetieron en todos los campos, logrando mayores niveles de flexibilidad y desregulación en las relaciones laborales y acabaron con las pocas normas que quedaban del anterior plan laboral de la dictadura.
Responsablemente, podemos sostener que la capitulación de la mayor parte de los partidos autodenominados de “izquierda”, como el PS y el PC durante estos 20 años, los hace responsables de la situación de desprotección en que se hallan actualmente los trabajadores. Ha sido bajo los gobiernos de la Concertación que se legalizó la subcontratación, permitiendo consagrar como lícito una práctica que precariza el empleo. Ha sido en estos últimos años, donde la negociación colectiva lejos de aumentar comenzó una fuerte caída, al punto que hoy, menos del 7% de los trabajadores negocia colectivamente y las tasas de sindicalización disminuyen considerablemente.
RECOMPOSICION
El desafío para los trabajadores después de 40 años es confiar en su propia fuerza, ninguna confianza con las instituciones tradicionales del Estado. Con mayor unidad, con mejor organización, con el ejemplo reciente de los trabajadores portuarios podremos avanzar hacia formas superiores de lucha que resitúen al trabajo por sobre el capital y restituyan al verdadero sujeto de las transformaciones: el trabajador, todos sus derechos, desterrando la hegemonía del capital, cuyo único fin ha sido y será destruir la integridad física y moral de la mayoría de los chilenos, especialmente la de aquellos que viven de un salario.
Son múltiples los esfuerzos que hacen pequeños sindicatos, colectivos de trabajadores, coordinadoras laborales, etc., buscando potenciar sus organizaciones. A pesar de lo complejo que significa enfrentar el entramado institucional que el sistema ha creado para negar el ejercicio de derechos a los trabajadores, son cientos los ejemplos de cómo los trabajadores logran zafarse de las amarras y avanzan tras sus derechos. Los portuarios, los forestales, los trabajadores subcontratistas, los del comercio de alimentos, los del retail, los del sistema financiero, en fin, en casi todas partes, los trabajadores luchan defendiéndose del capital.
Falta aun, los intentos de la burocracia sindical por pactar con el empresariado migajas y pequeñas transformaciones a la legislación no son más que una señal, significa que nada podremos conseguir si no es con nuestra propia fuerza, y ello exige, mayor unidad, deponer los sectarismos y colocar de relieve la lucha por reconstituir al trabajador como único sujeto de derechos, lo cual será posible bajo una forma diferente de Estado, que por supuesto no cambiará solo porque lo pidamos, habrá que avanzar para transformarlo estructuralmente en beneficio de las mayorías.
Como rezaba el eslogan de la Primera Internacional: “La emancipación de los trabajadores será obra de ellos mismos o no lo será”
Por Luis Mesina
Secretario General de la Confederación Bancaria
El Ciudadano