En ocasiones uno no sabe quién es más pretencioso, si el director novel con inquietudes experimentales o el jurado de un festival prestigioso como el de San Sebastián que le ofrece solaz a través del galardón al mejor nuevo realizador. Si bien es cierto que este tipo de distinciones son necesarias a nivel artístico para poner de relieve trabajos que de otra forma quedarían inéditos, no resulta adecuado resaltar la impostura intelectual ni justificar la fruslería que plantea Carne de perro. El debut de Fernando Guzzoni, enmarcado como no podía ser de otra manera tras los últimos estertores de la dictadura de Pinochet, narra las tribulaciones de un ex-militar con ataques de pánico a través de ciertos recursos estilísticos que sugieren un alejamiento de las normas clásicas del celuloide muy en boga en el cine autoral de hoy en día. Esto es, interminables planos secuencia, frenéticos movimientos de cámara y omisión del habitual plano-contraplano.
Parece necesario en este punto la comparación con la excepcional No de Pablo Larraín, deudora de las mismas convenciones pero a todo punto notable en su desarrollo. Y es que, mientras Guzzoni propone un acercamiento ambiguo que naufraga intentando mostrar las secuelas sin posibilidad de redención de un torturador atormentado, Larraín empuña una espada más honesta y concreta en su empeño de escenificar los horrores de la época dictatorial. O lo que es lo mismo, existencialismo gratuito frente a la lúcida necesidad de narrar con precisión la epopeya personal y colectiva que desembocó en el final de uno de los episodios más amargos de la historia latinoamericana.
Carne de perro adolece además de la exigencia posmoderna de epatar al espectador a través de una serie de imágenes escabrosas en las que la arbitrariedad parece postularse como rasgo general. Así, la escena en la que el protagonista arroja una cacerola de agua hirviendo sobre su perro entronca directamente con ese plano de Boy eating the bird´s food que pretende escenificar la miseria griega a través de un hombre que deglute su propio semen o, en la misma línea, de la brutalidad exhibida en Heli cuando un joven prende fuego a los testículos del otro. Al final solo queda el empeño desmesurado de herir la sensibilidad del espectador: Escalante premiado en Cannes, Lygizos en el festival de cine de Sevilla y la crítica entregando la corona de laureles a los enfants terribles de la violencia vacua.
De la cinta se salva la interpretación matizada de Alejandro Goic, que impresiona en su primer papel principal tras haber trabajado con directores de la talla de Wood, Littin, Silva o el propio Larraín, sólido bajo la piel mellada del desamparado. Por lo demás, Carne de perro supone una aproximación un tanto pobre a la alienación totalitarista bajo el prisma del ejecutor que obedece órdenes. Esto es, una especie de Eichmann, obrero del régimen de pasado inenarrable y futuro incierto que busca refugio en el mismo aparato religioso y patriótico que le han convertido en un lobo desarrapado de fauces maltrechas.
Y repicando de fondo, las estridentes campanas del reconocimiento institucional que aun aprecia el riesgo controlado del que se lanza al vacío con el propio vacío como exhibición autocomplaciente de sus limitaciones esenciales.
Por Diego Montes
El Ciudadano