Las elecciones primarias de Nueva Mayoría y la Coalición, donde fueron electos Michelle Bachelet y Pablo Longueira, no son sino una proyección del plebiscito de 5 de octubre de 1988, por lo que sus resultados y conclusiones deben ser analizados con prolijidad a la vez que comprenderse las consecuencias futuras de ese fenómeno.
Aun cuando no se disponga de datos precisos sobre el perfil etario de los votantes en las elecciones primarias del 30 de junio, debe concordarse en que quienes asistieron a ese proceso fueron mayoritariamente adultos mayores de 45 años, con una ausencia de jóvenes. El que votaran tres millones de personas, un 22.4% del padrón electoral vigente, es un hecho relevante por cuanto se ha reproducido en el tiempo la lógica de SI y el NO del plebiscito de sucesión presidencial de la dictadura.
Lo que resulta relevante es la merma electoral del pinochetismo, que cae de un 44.1 % obtenido en 1988 a un 28 %; y la Concertación ampliada —hoy Nueva Mayoría—, sube de un 55.99 % a 72 %, siendo desconocida la filiación de 77.6% de quienes no votaron, lo que abre razonables dudas acerca de la representatividad del sistema político que impera en el país.
Este es un dato que no puede estar ausente de todo análisis político. Las personas que concurrieron a las urnas el 30 de junio, más allá de expresar una clara adhesión a Michelle Bachelet lo hicieron principalmente para derrotar simbólicamente a la derecha del “gobierno militar” una vez más. Por cierto, parte de ese electorado de adultos jóvenes y adultos mayores que reprodujeron viejos condicionamientos estructurales, lo hicieron motivados por las promesas de cambio que levantó la candidata.
No puede ponerse en duda la movilización electoral de las primarias, pero es imprescindible reconocer que se trató más de una elección presidencial entre el pinochetismo y la Concertación que una primaria de selección de candidatos. Desconocer este hecho es no querer comprender que el modelo político y económico se ha reproducido a lo menos desde 1988, y tal reproducción es un acto de voluntad deliberada cuyos orígenes los encontramos en el pacto de gobernabilidad y desmovilización social que legitimó el modelo económico e institucional de la ideología neoliberal y de la contrarevolución de 1973.
En sí mismo, lo ocurrido es un dato de realidad que tiene consecuencias a futuro y que señalan un rumbo que, de no corregirse, puede devenir en una ruptura institucional en el corto plazo con consecuencias imprevisibles.
Chile se encuentra escindido entre los integrados al orden condicionante de la Constitución de Pinochet-Guzmán —la mayoría política en el poder ejecutivo y legislativo—, mayoritariamente hijos del Plebiscito de 1988, y la mayoría social, sin poder político, jóvenes, movilizados por cambios en la educación, asamblea constituyente, agua, nacionalización del cobre, aborto, matrimonio igualitario, fin a las AFP, entre otros.
De persistir el modo de dominación política de una minoría sobre la mayoría social se ve difícil ilusionarse con una nueva etapa de la “democracia de los acuerdos” o con una política en “la medida de lo posible” una vez más.
La colisión entre la lógica de reproducción y la lógica de transformación del orden imperante, podrían tener lugar antes de que se extingan los últimos exponentes de la fuerza del No. Es mejor anticiparse al diluvio.
Cabe, en consecuencia, establecer un nuevo acuerdo de gobernabilidad fundado en el restablecimiento de la soberanía popular, que supone la convocatoria a los “estados generales” del país, a través de una Asamblea Constituyente. Sólo a través de la más amplia participación de la ciudadanía se podrá restablecer la confianza quebrantada en el sistema político.
No pueden los condicionamientos normativos, menos aquellos percibidos como ilegítimos —Constitución de Pinochet-Lagos—, impedir que la soberanía popular se exprese; ello equivale a una forma de dictadura encubierta, contra la cual el pueblo tendría derecho a rebelarse.
Sea cual sea el resultado de 17 de noviembre, intentar desconocer el clamor del pueblo expresado desde fines de los años 90 y reafirmado año a año no sólo expresa una insensatez política, sino su abandono y desde luego, aceptar un cuadro de desgobierno que se está preanunciando. Es la hora del realismo político.
Por Adolfo Castillo