SEMBLANZA DE MANUEL RODRÍGUEZ, héroe del pueblo


Autor: Director

La figura del guerrillero Manuel Rodríguez Erdoyza, hasta el día de hoy, sigue causando polémica entre sus partidarios y sus detractores, bandos que generación tras generación han mantenido vigente una histórica disputa por realzar o menoscabar los aportes del legendario patriota.


En lo concreto, e independientemente de los intereses políticos de quienes pretenden restar importancia a la labor de Rodríguez en el transcurso de la guerra de independencia, es innegable su aporte a la lucha de los patriotas chilenos. Manuel Rodríguez, además de haber formado las guerrillas que se encargaron de asestar duros golpes a las tropas Talaveras comandados por el temible capitán San Bruno y servir de elemento distractor contra el ejército español, fue representante de un ideario político-social que iba más allá de los logros inmediatos que la independencia traería a nuestra patria. Su visión de gobierno era mucho más amplia que la de un Estado dirigido sólamente por los sectores provenientes de la incipiente burguesía y aristocracia criolla. El prestigiado escritor Ricardo Latcham lo define como: «el primer demócrata sincero que aparece en el mundo político chileno».

Rodríguez tenía una idea muy clara de la mentalidad y actitud de la sociedad, de aquel entonces, frente a los sucesos de la época. En algunas de sus cartas dirigidas al general San Martín expresa abierta y críticamente los rasgos principales que él ve en las diferentes clases sociales de esos años, algunos de los cuales han perdurado hasta nuestros días. Expresa en una carta escrita a San Martín en 1816: «Los chilenos no tienen amor propio ni la delicada decencia de los libres. La envidia, la emulación baja y una soberbia absolutamente vana y vaga son sus únicos valores y virtudes nacionales… La nobleza se llena sin protestar su preferencia a los moros, que a vivir con los españoles y se entiesan… El pueblo medio es infidente y codicioso -y agrega- Los artesanos son la gente de mayor razón y de más esperanza… La última plebe tiene cualidades muy convenientes. Pero anonadada por constitución de su rebajadísima educación y degradada por el sistema general que los agobia con una dependencia feudataria demasiado oprimente, se hace incapaz de todo, si no es mandada por el brillo despótico de una autoridad reconocida…». Esta visión del entorno social en que se desenvuelve el guerrillero, resulta bastante aclaratoria para entender muchos de los sucesos en la historia del país y las actitudes de los que en ellos participaron.

Rodríguez, a pesar de ser un hombre de letras -su profesión era la de abogado- no desechó participar activamente como militar y guerrillero, aunque también, durante el periódo llamado Patria Vieja, fue Procurador de la ciudad de Santiago y Secretario de Guerra. Entre el año 1811 y principio de 1813 fue un destacado colaborador del general José Miguel Carrera, con el que era amigo desde la infancia. Pero ese mismo año se produjo un distanciamiento con Carrera, y Rodríguez fue acusado de conspirar contra el gobierno, asunto que quedó resuelto al año siguiente cuando los dos patriotas se vuelven a reencontrar. Durante la reconquista, luego de la derrota de Rancagua y el éxodo a Mendoza, volvió en secreto al país, donde formó montoneras y logró captar para la causa revolucionaria al famoso bandido Neira y sus seguidores. Consiguió el apoyo de muchos chilenos que lo ayudaron en su labor clandestina, llegando a utilizar las más increíbles artimañas para eludir la incesante persecución que el gobernador Marcó del Pont había impuesto contra su persona y quién osara encubrirlo.

Durante su trabajo en la clandestinidad, consiguió tejer una importante red de espionaje para hacer llegar información al otro lado de la cordillera, lugar donde el Ejército Libertador preparaba su incursión a Chile. El 4 de enero de 1817 asaltó la ciudad de Melipilla y atacó y tomó San Fernando el 12 de febrero del mismo año, acción que desvió la atención de una parte de las fuerzas realistas ante la llegada del Ejército de los Andes. Tras el triunfo de los patriotas en Chacabuco (12 de febrero de 1817), fue arrestado por orden de Bernardo O’Higgins bajo la acusación de sobrepasarse en sus atribuciones en la provincia de Colchagua, cuestión que en el fondo era sólo un pretexto pues sabían que Rodríguez se oponía a muchos de sus planes, especialmente los que iban en contra de los hermanos Carrera. El guerrillero logró huir de la cárcel y mantenerse oculto hasta la llegada del general San Martín, que intervino por él y le confirió, además, el grado de Teniente Coronel. Posteriormente se le trató de alejar del país ofreciéndole cargos oficiales que nunca aceptó. Más adelante volvió a ser encarcelado bajo la acusación de conspiración, pero después de unos meses de prisión fue liberado y nombrado Auditor de Guerra, cargo del que se le separó al poco tiempo para enviarlo en una misión a Buenos Aires, la que tampoco prosperó. Tras el desastre de Cancha Rayada formó el escuadrón de los «Húsares de la Muerte».

Tras el triunfo de Maipú, fueron fusilados, en Mendoza, Juan José y Luis Carrera, provocando la protesta de todo un sector de la población. Los sucesos en Chile se tornaron desordenados y confusos. Los Húsares fueron acusados de indisciplina, desórdenes y diversas tropelías, ordenándose su disolución. Ante este ambiente de conflicto los opositores al gobierno de O’Higgins promovieron entre la gente la idea de un Cabildo abierto, el que fue convocado para el día 17 de abril (1818). Después de algunas discusiones se decidió nombrar una comisión que se encargaría de hacerle saber al Director Supremo las exigencias del pueblo. Mientras aquél recibía a los representantes del Cabildo, en las calles reinaba el descontento y el griterío, momento que aprovechó Rodríguez, acompañado de don Gabriel Valdivieso, para emprenderlas a caballazos contra el palacio de gobierno seguido de un grupo de ciudadanos. Lamentablemente las intenciones del guerrillero no prosperaron y fue apresado junto a Valdivieso, siendo conducido al Cuartel de San Pablo, ocupado por el batallón de infantería Cazadores de los Andes. Referente a este hecho, dice Latcham: «Los dados estaban tirados: en ellos se había puesto su nerviosa silueta, se había jugado su destino con la frialdad con que la Logia Lautarina juzgaba a los enemigos del sistema».

De la prisión a la muerte había, esta vez, sólo un paso. El día 23 de mayo los Cazadores, comandados por el coronel Rudecindo Alvarado, parten con el prisionero rumbo a Quillota, con ellos viajaba el teniente Antonio Navarro, el mismo que al caer el crepúsculo del 26 de mayo del año 1818, al llegar la compañía a un lugar llamado «Cancha del Gato», cerca de Til-Til, dispararía un pistoletazo por la espalda en contra del guerrillero, que herido de muerte fue rematado por las bayonetas de los soldados Parra, Gómez y Aguero. Se dijo que el prisionero intentó escapar e incluso se le siguió un proceso a Navarro, en el cual consta lo siguiente acerca de una conversación entre Alvarado y Navarro, allí se habló de la «exterminación del coronel don Manuel Rodríguez por convenir a la tranquilidad pública y a la existencia del ejército». Las órdenes, obviamente, venían del general O’Higgins y sus más cercanos como, por ejemplo, el nefasto y siniestro Bernardo Monteagudo. Qué duda cabe hoy acerca de esto, tenemos bastantes testimonios históricos que así lo demuestran, aunque los historiadores no se pongan de acuerdo y algunos de ellos traten de blanquear los acontecimientos: Miguel Luis Amunategui le atribuye la mayor responsabilidad a O’Higgins; Justo Abel Alonso a Monteagudo; Diego Barros Arana señala a O’Higgins como responsable a través de una carta de don Manuel José Benavente, dirigida a su hermano, donde le narra la confidencia que le había comentado Navarro (Benavente incluso intentó poner en aviso a Rodríguez, dándole un cigarrillo donde escribió: «Huya usted, que le conviene»). Por su parte, Benjamín Vicuña Mackenna culpa al Director Supremo sólo como «consentidor». El viajero inglés John Miers, que estuvo en nuestro país algunos años después de los sucesos, cuenta en su libro «Travels in Chile and la Plata», tomo II págs 90-91, acerca de la confesión del asesino de Rodríguez y como sin vergüenza alguna no titubeaba en contar la manera en que dio muerte al patriota chileno, recibiendo por ello el pago de 70 onzas de oro (unas 240 libras esterlinas).

En una carta escrita por O’Higgins y dirigida al general San Martín, le expresa lo siguiente: «Manuel Rodríguez es bicho de mucha cuenta. El ha despreciado tres mil pesos de contado y mil anualmente, porque está en sus cálculos que puede importarle mucho el quedarse. Convengo con V. el que se haga la última prueba; pero en negocios cuya importancia es de demasiada consideración, es preciso proceder con tiento. Haciéndolo salir a luz, luego descubrirá sus proyectos, y si son perjudiciales se le aplicará el remedio». A buen entendedor pocas palabras, las intenciones contra el húsar por parte del Capitán General eran muy claras, como claro era que Rodríguez no se prestaría jamás para el juego de la Logia Lautarina y sus proyectos en América, proyectos que se llevaron la vida de no pocos patriotas comprometidos con una verdadera concepción democrática respecto al significado de la guerra independentista.

Cuando nos acercamos al bicentenario de nuestra independencia la figura de Manuel Rodríguez Erdoyza sigue viva en la memoria del pueblo chileno, ese mismo sector mayoritario, que sabe reconocer a sus verdaderos héroes. El guerrillero se mantuvo siempre en contacto con los sectores más marginados de su época, lo que le permitió un conocimiento cercano de las dichas y desventuras del pueblo trabajador. No poseía los prejuicios ni la hipocresía tan característica en muchos personajes provenientes de su misma clase social y que tanto daño le han hecho a nuestro país. También fue una excepción con su actitud rebelde, cuando participó, como diputado por Talca (1811), en un Congreso compuesto por «un poderoso núcleo de los eternos conciliadores que forman la esencia del carácter chileno…». Su carácter era el de un hombre libre, lo que por consecuencia le traería el encono de la parte más conservadora de la sociedad, entre los que se incluía Bernardo O’Higgins, al respecto, escribe Latcham: «Uno era la fuerza libre de la naturaleza, el desborde rico de los ímpetus espontáneos; el otro significaba la sumisión a las normas consagradas y a las razones de estado».

Durante su juventud, la mala situación económica de Rodríguez, tras terminar sus estudios y sus relaciones fraternales con la baja plebe (por estas razones Bernardo María Barrére, informador de Chateaubriand lo define, prejuiciosamente, como un hombre de «costumbres depravadas») fueron, también, un impedimento para que en reiteradas ocasiones le fueran obstaculizadas sus pretensiones de desempeñarse como académico e incluso negarle que pudiera doctorarse. La oligarquía jamás perdona ni perdonará a quienes poseen un espíritu forjado por los conceptos de justicia y libertad.

Luego del asesinato, el cuerpo de Rodríguez fue abandonado y sus pertenencias repartidas como botín entre sus asesinos. Gracias al peón Hilario Cortés, testigo casual de los hechos, que dio aviso a don Tomás Valle subdelegado de Til-Til, pudo éste recoger su cuerpo destrozado por las bayonetas y los perros para darle digna sepultura bajo el altar de la Capilla de Til-Til. Posteriormente, el 25 de mayo del año 1895 sus restos fueron trasladados al Cementerio General en Santiago. Se cuenta que, en un momento, se trató de hacer desaparecer el cuerpo de Rodríguez, pero no pudieron conseguirlo. Como tampoco han logrado que su figura legendaria sea olvidada por el pueblo chileno, que sin lugar a dudas lo ha convertido, mayoritariamente, en el héroe popular por excelencia. Ningún personaje de la historia de Chile tiene más afecto entre nuestros compatriotas que el ilustre guerrillero.

Alejandro Lavquén


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