Por Sergio Arancibia
Cinco millones de personas no tienen en Chile acceso a internet en el hogar. De ellos, hay 3,4 millones de personas que no tiene conexión a internet ni en el hogar ni en el celular. Quedan, por lo tanto, 1,6 millones que tienen conexión a internet pero solo por la vía del celular, lo cual es más caro y casi prohibitivo para los sectores de más bajos ingresos.
No tener conexión a internet implica, en el Chile de hoy, no tener acceso a teletrabajo ni a estudios a distancia, entre otras cosas. Quedan colocados, por lo tanto, en una situación laboral de minusvalía. Una parte del mercado de trabajo, cada vez más usada, les queda vedada. La posibilidad de capacitarse, por la vía de cursos a distancia, es una posibilidad que tampoco les es posible. Incluso las tareas de los cursos formales de carácter presencial son más difíciles de hacer con excelencia y profundidad si se carece de acceso a internet.
Los que no tienen internet están en esa situación porque son pobres, y el no tener internet los ayuda a permanecer en la situación de pobreza. Un estudio reciente realizado en España llegaba a la conclusión que los trabajadores pierden cada tres años el 40% de sus capacidades, pues ellas quedan rápidamente superadas por técnicas digitales más avanzadas, lo cual hace que sus habilidades y capacidades previas, si no se renuevan y adquieren técnicas y conocimientos de más cercana generación, sirven cada vez menos en el mercado laboral.
En Chile, los sectores sociales ABC1, tienen casi en un 100% acceso a internet en el hogar, con planes ilimitados. La digitalización de los procesos productivos es hoy en día una tendencia imparable, que exige una masa laboral que pueda dialogar fluidamente con esos procesos. En la educación, a todos los niveles, desde el kinder hasta el doctorado, no solo con la pandemia, sino desde tiempo antes, la digitalización es también un proceso imparable. El acceso a internet sustituye a las bibliotecas y a las enciclopedias de antaño.
En la medida en que exista en el país una masa de varios millones de personas que no tienen acceso a internet, al lado de otros que gozan de ese acceso en forma plena e ilimitada, la brecha digital, social, cultural y económica se acrecienta, lo cual significa que se crean en la sociedad fuerzas y tendencias que empujan a que los pobres sigan siendo pobres y a que los ricos sean cada vez más ricos. En otras palabras, la brecha digital acrecienta, por lo tanto, la mala distribución del ingreso y las grandes diferencias sociales que caracterizan al país.
Pero esto hay soluciones, por lo menos parciales. En muchos países – no solo desarrollados sino incluso en nuestra propia América – todos los alumnos, desde la primaria, cuentan con un computador facilitado o regalado por el sistema escolar, en calidad de instrumento de trabajo asignado para su uso y disfrute. Eso genera una familiarización temprana con el mundo digital y una incorporación de esos instrumentos en sus procesos de aprendizaje. Todo ello debe ir unido, desde luego, con la difusión o universalización de la banda ancha, así como de capacitación en las escuelas para usar ampliamente todo ese instrumental, por docentes y por alumnos.
Este tema digital no es, quizás, tema para ser discutido o introducido en los debates constitucionales en que estamos insertos, pero si es, en cualquier caso, un tema de debate en el campo de las políticas nacionales, no solo en el campo de las políticas educacionales, sino en el campo de las políticas de desarrollo, si las tuviéramos. De lo que se haga o se deje de hacer en este campo dependerá en alta medida la forma y la profundidad con que Chile se insertará en los circuitos productivos, tecnológicos, comerciales, culturales y políticos del mundo contemporáneo, durante el resto del siglo XXI.
*Artículo publicado originalmente en El Clarín Chile, el 02 de noviembre de 2020.