La Nueva Capital Administrativa (NCA) de Egipto, anunciada hace cinco años, no es un espejismo. Se está levantando visiblemente en mitad del desierto, a cincuenta kilómetros de El Cairo, y echará a andar en los próximos doce meses.
El primer ministerio ya está listo, el Gobierno en pleno, muchas embajadas y agencias internacionales, así como parte de las clases pudientes, acamparán en este búnker vallado y ajardinado, tan vasto como el centro de El Cairo, pero lejos del caos de la plaza Tahrir, informó el diario La Vanguardia.
La nueva capital contará con todo un distrito dedicado a las artes y las ciencias. Más allá de la Gran Ópera –en la que deberá caber Aída– contará con teatros, cines y museos. Sus fachadas acogerán también el primer bosque vertical de África, en tres edificios de Stefano Boeri.
No ha sido cosa de la lámpara de Aladino, sino de una empresa faraónica, menos egipcia que china. Lidera el proyecto CSCEC –en exclusiva en el distrito de oficinas– junto a las constructoras del ejército. CSCEC es la misma empresa que levantó dos hospitales en Wuhan en diez días, así como nueve de cada diez rascacielos chinos.
El mariscal Al Sisi tiene prisa, y las inmobiliarias, también. La ardua rehabilitación de El Cairo histórico ni se plantea. Y las preocupaciones ecológicas quedan para mañana. Para hoy, piscinas particulares en el desierto, tras lomas de campos de golf.
El posible nombre de la ciudad, Wedian (vaguadas), define la topografía. Suena además tan árabe como chino, como quizás el futuro de la región, clave para el proyecto de las Nuevas Rutas de la Seda. Todos los predecesores del mariscal Abdul Fatah al Sisi –excepto Mohamed Morsi, al que derrocó al cabo de un año– intentaron descongestionar El Cairo con ciudades de nueva planta, pero ninguna de esta ambición. La apuesta egipcia es ahora de tal magnitud que no puede fallar.
El desierto, no urbanizable durante milenios, ha sido desprecintado. El Estado ha llegado a conceder terrenos a promotoras a cambio de que realicen alguna de las obras públicas que sus finanzas –bajo las condiciones draconianas del FMI o el Banco Mundial– ya no pueden costear.
Al Sisi quiere dejar su sello y captar a los inversores del Pérsico, a los repatriados egipcios y a la comunidad extranjera en general, evocando lo que representó Heliópolis hace un siglo.
El proyecto inicial fue presentado en Sharm el Sheij hace cinco años, por un consorcio cercano a la constructora emiratí Emaar y SOM, un veterano despacho de arquitectura estadounidense. Seis meses más tarde, Al Sisi, contrariado por la lentitud, les arrebató el proyecto y se lo dio a los chinos. Tras tiras y aflojas, una visita del presidente Xi Jinping selló el acuerdo. China ha adelantado 35.000 de los 45.000 millones de dólares presupuestados, con un ojo puesto en el canal de Suez y su Zona Económica Especial, que ha de contar con cuatro puertos y polos –de Ain Sojna a Port Said.
Puestos a empezar la casa por el tejado, antes de echarla por la ventana, lo primero que se terminó fue la Gran Mezquita Al Fatah al Alim y una no menos impresionante catedral copta de la Natividad, en mitad de un vacío metafísico. A falta de fieles, estos fueron acarreados en autocar desde una universidad para la inauguración.
En su parte más capitalina, se descubre el parecido con el programa arquitectónico del National Mall de Washington, que firmó –aunque nunca vio– Pierre Charles L’Enfant. En Egipto, no será por falta de obeliscos. Con la diferencia de que el palacio presidencial de Al Sisi será varias veces mayor que la Casa Blanca. El Parlamento se mudará justo detrás. Antes lo harán los treinta y ocho ministerios, el primero de los cuales, el de Finanzas, a modo de piloto, ya está terminado.
No será tampoco por falta de dinero para arquitectos de relumbrón. Pero no es ese el modelo, quizás por su vulnerabilidad ante la opinión pública. La notoriedad buscada es de libro de los récords. En este caso, el rascacielos más alto de África, ochenta plantas, a cargo de CSCEC, que culminó en su día Burj Doha, un pepinillo de Jean Nouvel a mayor escala que la torre Glòries.
El signo de los tiempos es que, hasta mitad de los noventa, las ciudades satélite egipcias buscaban una salida al problema de vivienda de las clases medias y trabajadoras. Pero desde entonces, primero con Mubarak y ahora con Al Sisi, la gran escapada es para las clases más acomodadas, mientras que se abandona El Cairo a la superpoblación, los embotellamientos y la contaminación.
Las ciudades modelo promovidas por Gamal Abdel Naser y Anuar el Sadat tenían en mente al egipcio medio. Al primero se debe la cuadrícula racionalista de Ciudad Nasr –Victoria– para las clases medias, aunque luego se haya masificado. Mientras que el segundo inspiró ciudades dormitorios para estudiantes, Seis de Octubre, o familias obreras, Diez de Ramadán.
El Cairo seguirá siendo la mayor metrópoli egipcia –podría doblar su población en treinta años, de veinte a cuarenta millones–, pero se aspira a desacelerar su crecimiento. Entre los anzuelos de la nueva capital –que podría albergar cinco millones–, un Central Park de diez kilómetros, atravesado por un río artificial, con tres grandes áreas correspondientes a tres perfiles. En una, jardín botánico, campo beduino y mezquita. En otra, deporte al aire libre. Otra, ocio y restaurantes, cerca de las oficinas.
Asimismo, en el 2021, no solo se inaugurará el Gran Museo Egipcio en Guiza, sino también el Museo de la Nueva Capital Administrativa, que ya está casi a punto, con 8.500 metros cuadrados y dos obeliscos –de San Hajar– a modo de pórtico, rodeados de flores de loto y papiro. Este también alojará tesoros de su patrimonio, desde el esplendor faraónico hasta el grecorromano, islámico, otomano y copto. Un cementerio hallado recientemente, del rey Toto, ha sido trasladado allí desde Sohag.