Por Sergio Arancibia
En el articulado de la reforma constitucional – que permitió realizar un plebiscito para determinar si los chilenos querían o no reformar la constitución que hasta este momento nos rige – se estableció que esa eventual reforma constitucional tenía que respetar o dejar tranquilos los fallos judiciales y los tratados internacionales firmados y ratificados por Chile. Esta última condición – dejar incólumes los tratados internacionales – es una cuestión que causa generalizada inquietud sobre todo en relación a los múltiples tratados de libre comercio que Chile ha suscrito en los últimos 30 años.
Sin embargo, no todos los tratados de libre comercio tienen la misma significación para la economía chilena presente y futura. En lo sustantivo, en su parte propiamente comercial, los tratados de libre comercio establecen el no pago de aranceles, en un país, para las mercancías provenientes de los otros países firmantes del acuerdo. Si uno de los países firmantes es un país que exhibe alto desarrollo tecnológico y alta productividad, sus mercancías entrarán a Chile con bajos costos y con cero arancel, lo cual implica que nuestro país difícilmente podrá llegar en algún momento a producir esos mismos productos dentro de su propio territorio, pues se genera una situación de competitividad negativa para Chile. Se trata, en definitiva, de un comercio libre, pero que no se desarrolla entre iguales. En estos casos los tratados de libre comercio nos condenan a producir y exportar en forma permanente cobre, frutas, maderas y otros pocos recursos naturales con escaso grado de manufacturación, y adquirir en los países socios los bienes manufacturados de más alta tecnología y productividad, lo cual inhibe su producción local.
Pero con los tratados de libre comercio firmados con los países de América Latina y el Caribe, ALC, la situación es diferente. Con la mayoría de los países de la región, el grado de desarrollo tecnológico e industrial no es muy diferente, y por lo tanto, el libre comercio entre todos ellos genera una situación de competitividad entre países que no son exactamente iguales, pero que son bastante parecidos, miembros todos de la gran familia de los países en desarrollo.
Tenemos, por lo tanto, que no todos los TLC son iguales. Pero el TPP1 -que vincula entre sí a los países de la cuenca del Pacífico – merece una mención especial. Con ese tratado, que no es solo de libre comercio, el daño posible a la economía chilena es de marca mayor. Este implica, entre otras cosas, que las políticas económicas que lleve adelante el país -no solo las eventuales expropiaciones, sino las políticas económicas en general – no pueden afectar las ganancias de los inversionistas extranjeros, provenientes de los países firmantes del acuerdo, que se hayan instalado en el país, so pena de conflictos, arbitrajes y/o de pago de indemnizaciones. Se trata de una pérdida de soberanía, de una consolidación del statu quo, y de la imposibilidad de políticas futuras de desarrollo, muy difíciles de aceptar. Ese tratado, que está firmado por Chile pero no está vigente, pues no ha sido ratificado por el Parlamento, merece ser rechazado en forma categórica.
Pero los tratados de libre comercio no solo establecen normas en materia comercial. También, la mayoría de ellos establecen acuerdos en materia de protección de inversiones – o se firman paralelamente tratados específicos sobre esta materia – que son tanto o más peligrosos que las propias normas comerciales, y que merecen ser abordados con mucha atención en las discusiones constitucionales y/o de futura política económica. Pero de ello, precisamente por su alta importancia, vale la pena hablar en otro artículo relativo específicamente a esta materia.
Artículo originalmente publicado en la edición digital del diario El Clarín (Chile) el 12 de noviembre de 2020.