El sol de noviembre se pierde en el horizonte de La Peligrosa, un paraje rural de 25 familias ubicado en Chaco, al norte de Argentina. Son las siete de la tarde de un martes y el cielo es una postal de lienzos naranjas. El olor a tierra húmeda y a pastizales quemados anticipan un verano caluroso en el Impenetrable, una de las zonas más vulnerable del país sudamericano. A partir de las nueve de la noche los caminos de ingreso se perderán de vista y el silencio se complementará con el sonido de animales autóctonos. Nueve familias de esta pequeña comunidad ─desprovistas de un tendido eléctrico en su terreno─ se prepararán, además, para su convivencia diaria con la oscuridad.
La situación se repetirá con otras 36 familias en diez parajes de la periferia chaqueña. Esta noche ─y las que vendrán─ no tendrán luz. No habrá razones, entonces, para conservar el alimento en una heladera, ni para refrescarse con un ventilador cuando la temperatura supere los 40 grados, ni para tener un celular o una computadora. No habrá razones para instalar una bomba de agua potable y, de una buena vez, dejar de rogarle al cielo por lluvias que luego beberán desde baldes y botellas plásticas. No habrá razones en el Impenetrable, solo ─hay─ calamidad. A menos que alguien haga algo.
A menos que Guillermo Catuogno ─39 años, ingeniero electrónico e investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)─ haga lo que más disfruta: salir del laboratorio, juntarse con diferentes ONG y usar a la electricidad como aliada en su lucha por iluminar. Por dar luz y energía renovable a comunidades mapuches de la Patagonia, por permitir que escuelas y pobladores en cerros de la provincia de San Luis accedan a Internet y que parajes del Chaco tengan, por primera vez en 60 años, una instalación eléctrica. Guillermo resume lo anterior en una pregunta: «¿Para qué investigamos los científicos si no vamos a generar un cambio real en las personas?»
Según el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC) en Argentina hay, al menos, un millón de personas que no tienen acceso a una red eléctrica. La problemática se agudiza, aún más, en las zonas rurales aisladas y de difícil acceso. Allí los costos de instalación y mantenimiento de un sistema convencional, es decir, un tendido extenso de cables y postes de luz conectados a una central de corriente, se encarecen demasiado.
Aquel territorio inhóspito y vetado de inversiones por parte de las grandes compañías eléctricas encuentra en las energías renovables una posibilidad de avance. Basadas en el uso del sol, el viento y el agua como fuente de carga, estas proveen el voltaje suficiente para que la luz, por fin, llegue. En forma de aire, rayos ultravioletas o ambas, a través de equipos tecnológicos ─a veces más sofisticados; otras no tanto─, en medio de estepas o sierras, pero llega. Sin embargo, con eso, no es suficiente.
«Vos no pode ir a un lugar por primera vez, instalar un equipo, dejarlo prendido y volverte. Hay que entablar un lazo social con los pobladores. Escucharlos, aprender de sus costumbres y hacerles saber que ellos también pueden mantener un panel solar o un aerogenerador», explica Guillermo Catuogno, quien además es ingeniero electrónico y profesor universitario. También, desde este año, es embajador en el Comité de Actividades Humanitarias para América Latina y el Caribe del Instituto de Ingenieros Eléctricos y Electrónicos (IEEE), una organización mundial que reúne a académicos de todo el mundo con el objetivo de intercambiar experiencias en el campo de la innovación tecnológica.
Ciencia solidaria
La primera vez que entró como voluntario a un comedor caritativo de su provincia ─San Luis─ Guillermo tenía 19 años. Estaba por comenzar la carrera de ingeniería electrónica en la facultad y su vocación social por ayudar a los demás se había despertado. Tras recibirse a los 26, se fue a Córdoba para empezar un doctorado en energía eólica. Ese verano de 2007, durante el receso de sus estudios, se animó a más: viajó con una ONG al norte de Salta y vivió por un mes en La Estrella, una comunidad aborigen. «Con muy poco, se ayuda muchísimo. En ese viaje entendí que quería desarrollar proyectos para mejorar las condiciones de vida de las personas. También me interesaba la carrera científica, así que fui de apoco hasta complementar las dos pasiones», recuerda.
Al año siguiente, en 2008, viajó con la misma organización hacia Puerto Iguazú, Misiones, y se instaló en la comunidad guaraní de Mbororé, una zona árida en el límite con Paraguay. Esta vez, su trabajo tenía que ver con la potabilización del agua. El único lugar en donde los pobladores podían llenar sus baldes y botellas era desde la canilla de un pequeño centro sanitario, sin embargo, lo que salía estaba atestado de bacterias. Los niños sufrían de diarrea y los más grandes se descomponían. Hasta que pudieron adquirir un equipo que purificaba el sistema, pero necesitaban a un experto que los ayudara a instalarlo.
Guillermo conectó el dispositivo sin complicaciones y el agua fluyó limpia en medio del calor húmedo. El acceso a la energía era un problema grave, eso estaba claro, pero para el joven ingeniero, en donde había un paraje desértico con sol o viento constante, había también una fuente inagotable de carga, tensión y voltios. Lo suficiente para proveer de electricidad a un pueblo entero. Solo le restaba probarlo.
En 2012, tras terminar su doctorado en Córdoba, Guillermo viajó a Magdeburgo, Alemania, para cursar un posdoctorado en control de aerogeneradores. Estos dispositivos, conocidos como «molinos de viento» son torres de entre unos 25 y 100 metros en cuya punta hay tres hélices ─finas y livianas─ que, al girar por la corriente del aire, producen energía sustentable que entra a una red de distribución eléctrica. En los países ricos de Europa, mayormente, se usan en granjas, colonias de menonitas para el turismo ecológico.
En Argentina, en cambio, se utilizan para proveer de servicios básicos a pueblos históricamente ignorados por el Estado nacional. Según el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI), el país tiene la mayor tasa de pobreza en territorio aborigen de toda Latinoamérica. «Yo podía haberme quedado en Alemania como investigador ─sigue Guillermo─. Pero me tenía que olvidar de la implementación de equipos en zonas que realmente lo necesiten. Digo ¿cuál es el desafío ahí entonces? ¿para quienes investigamos nosotros? Esa pregunta me la hago siempre: ¿para quién?».
La respuesta, más tarde que nunca, llegaría en 2017, cuando comenzó a trabajar junto a una ONG dedicada a generar energías eólicas en diferentes pueblos del país. La organización ‘500 R.P.M’ (que es una referencia a la unidad energética –Revoluciones Por Minuto– mínima para que un motor arranque) se dedica a brindar soluciones sociales para la electrificación rural y el uso productivo mediante la implementación de energías renovables. El investigador y la ONG se pusieron a trabajar juntos de inmediato en un proyecto para electrificar una escuela rural en Puertas del Sol, un pueblo de sierras ubicado en San Luis, luego de ganar una convocatoria del Ministerio de Educación de esa provincia.
«La escuela tenía luz por un grupo electrógeno que funcionaba a combustible y les alcanzaba para prenderlo solo algunas horas ─explica el científico─. Como el clima es ambiguo, propusimos la instalación de un sistema de energía híbrido con paneles solares y aerogeneradores para aprovechar el viento. Y ganamos», detalla.
El colegio, además, era el único punto del sitio con una red débil de Wifi. Por lo que, con el antiguo sistema, los pobladores podían acceder solo algunas horas a Internet. Ahora, en cambio, su conexión es ilimitada. Los alumnos están más comunicados con sus profesores y la enseñanza puede afianzarse. Asimismo, por iniciativa de la ONG, los dispositivos sustentables fueron construidos por estudiantes de un colegio técnico ubicado a 30 kilómetros de Puertas del Sol. De esta manera, la construcción de este tipo de tecnología puede enseñarse y permite, también, que haya más personas capacitadas para su arreglo en caso de que sea necesario.
En 2018, Guillermo y 500 R.P.M ganaron una segunda convocatoria nacional, pero esta vez su proyecto se trasladó a la Patagonia. En la ciudad de Esquel, Chubut, los especialistas adecuaron un sistema eléctrico con energía puramente eólica en una escuela ubicada en la estepa árida de Costa del Lepá, dentro de una comunidad mapuche. En 2019, volvieron a obtener su tercer concurso ─esta vez internacional y más ambicioso─ que llevaron adelante en la misma provincia patagónica.
Allí instalaron un sistema de bombeo de agua impulsada por turbinas de aerogeneradores en una zona rural. Este año, y a pesar de la pandemia, también se adjudicaron un proyecto similar al último. Pero postularse y ser elegidos para llevar adelante sus planes energéticos no siempre es la tarea más difícil. «La devaluación de los fondos que ganamos es uno de nuestros mayores problemas porque de eso depende que compremos los materiales», señala Luciana Proietti, directora de 500 R.P.M. Y agrega: «Hay burocracia en los certámenes. Suelen tardar en depositarnos el dinero y sabemos que en Argentina el peso pierde valor todos los días».
Otro de los retos que destaca Proietti es el mantenimiento de los equipos una vez instalados. Su programa contempla capacitaciones para los usuarios finales, esto es, enseñar a la máxima cantidad de gente la operación básica de un aerogenerador o panel solar. Sin embargo, los conocimientos de los pobladores a veces no llegan a un nivel suficiente. Por eso también se contactan con las escuelas industriales que estén más próximas y les ofrecen participar con diferentes cursos.
El Impenetrable chaqueño
En abril, Guillermo debería haber viajado a la Patagonia para ultimar detalles sobre uno de los proyectos que obtuvieron con la ONG. La pandemia, claro, suspendió sus planes, pero no sus ansias de seguir construyendo un futuro mejor para las comunidades periféricas. En los primeros días de abril, tras el inició de la primera etapa de la cuarentena, el científico se encontraba sentando en el sillón de su casa cuando su hermana le comentó sobre una serie documental que había visto por YouTube: ‘Hambre de futuro’.
El reportaje audiovisual contaba la experiencia de distintas familias en los pueblos más vulnerables del país. La falta de agua potable y luz, el hacinamiento en las casas, el calor, todo lo había conmovido. Entre los entrevistados del capítulo apareció Juan Chalbaud, director de la ONG Monte Adentro, dedicada a la asistencia social de los parajes de Tres Isletas, una localidad cercana al Chaco Impenetrable. Guillermo, entonces, no dudó y lo contactó. Se presentó, le habló sobre su experiencia con 500 RPM en el sur y su conocimiento en las energías renovables.
«Desde un primer momento Guille se mostró muy interesado en las cosas que suceden acá y se puso a trabajar para presentar algún proyecto en conjunto», recuerda Juan Chalbaud. «Hoy somos sus ojos. Es la única manera que tenemos de explicarle nuestro contexto para que con eso pueda diseñar los planes de trabajo para alguna convocatoria», puntualiza.
El primer proyecto que el investigador presentó, y que ya avanzó a una segunda instancia de aprobación (en total son cuatro), consiste en la instalación de un tendido eléctrico con paneles solares. La iniciativa beneficiará con luz a unas 36 familias en diez parajes de la periferia chaqueña. Además, para su mantenimiento, se creará una cooperativa de trabajo que se encargará de cobrar ─a quien pueda pagar─ un aporte mínimo que sostenga a toda la conexión. Los fondos del certamen, en caso de ganar, serían de unos 200.000 dólares, suma que el ingeniero considera suficiente para combatir el déficit energético de Tres Isletas.
La segunda convocatoria a la que aplicaron con Monte Adentro, y en la que resultaron ganadores, fue a mediados de octubre. La propuesta consiste en electrificar dos centros comunitarios de La Peligrosa, un asentamiento de nueve familias sin ningún tipo de acceso a una fuente de energía. «Confío que el 2021 va a ser un gran año. La pandemia nos mostró las desigualdades más grandes que hay en todo el mundo», dice Guillermo. «Y esa es la grieta que la ciencia tiene que corregir. Porque, en definitiva, ¿a quiénes ayudamos nosotros sino?».
Cortesía de Facundo Lo Duca RT
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