Por Marcos Uribe Andrade
Hace unos días, exactamente el 06 de febrero de 2021, en el sector de Compu, Chiloé, Ariel muere trágicamente. Su muerte impacta a todo el sector y a todos aquellos que conocen quién fue Ariel: hijo de José Santos Lincomán, poeta y famoso lonko mayor williche, incansable luchador por los derechos y reivindicaciones de su etnia y de su comunidad. Hijo también de doña María Alicia Inaicheo, compañera inclaudicable en las luchas de su pueblo. Ariel fue parte y fundador de un famoso grupo de música que aporta a la sonoridad del archipiélago, valiosas obras musicales creadas a partir de los poemas de su padre. En la década de los 80, mientras el archipiélago se hundía en la oscuridad, arrastrado por los designios de la ignominia fascista del Estado, Ariel y los Remeros de Compu sonaban y encendían faroles de esperanza y resistencia, reinstalando el valor de los destellos de su pueblo.
No hace mucho encontré a Ariel en el camino de Compu adentro, justo frente al cementerio donde descansan los vecinos navegantes de la eternidad, habitando sus pequeñitas casas de madera que los deudos ofrendan a la tiradura del tiempo. Nos reconocimos después de muchos años de no vernos y hablamos de la arqueología de nuestros pasos.
Ariel cruzaba las generaciones en los zapatos de la sencillez total de sus días y compartía de cerca con nuevos músicos, escueliados y autodidactas, de veinte y más; vivía sin pretensiones mayores el día a día en los intersticios del calendario de los amigos de la vida, con su guitarra, sus recuerdos y esperanzas, que ya no eran exactamente suyas: eran las esperanzas tras los párpados desolados de los años, que no pueden ser para siempre tan mezquinos, aunque a él ya solo le quedara saludarlas con el pañuelo de una despedida, a las orillas de un muelle.
Hablamos con Ariel, de los registros que seguramente esperan empolvados en las bodegas de las radios, en grabaciones de encuentros de cantores, en los extramuros del poder brutal de la exclusión. En fin, por ahí, entre los archivos de amigos y amigas, que guardaron para el recuerdo en las flaquezas de la memoria del mañana.
Hablamos de las muchas veces que lo mataron, a él y a los Remeros también. Entre esos episodios recordamos uno que para mí fue una enseñanza inolvidable y brutal, cuando ambos éramos jóvenes veinteañeros, entregados a la lucha por recuperar espacios de libertad.
Ya no tengo el dato preciso, pero debe haber sido por el año 84. No hace falta entrar en el detalle del contexto histórico, pero para quienes aún no nacían, les cuento que cruzábamos el período más brutal de esa década, bajo la dictadura cívico-militar. Aún se sembraba muertos a diario por las esquinas de los barrios, en las carreteras, en los campos. Ese año – si es exacto mi recuerdo- la radio La Voz de la Costa y FREDER (Fundación Radio-Escuela para el Desarrollo Rural) organizaron un Encuentro del Canto Popular y Campesino. En esos años estos eventos eran valientes, porque no era extraño ser atacados por fuerzas de la represión. FREDER era un buen patrocinador: una fundación dependiente de la Iglesia Católica, que de algún modo servía de garantía y parapeto ante la furia fascista.
Para ese evento viajamos desde distintas regiones del país. Desde Chiloé, recuerdo a los Remeros de Compu y a los Talleres Culturales Chiloé, que era la organización a la que yo pertenecía y en la cual nos agrupábamos algunos músicos y otros artistas. El evento se realizaba en un gimnasio de Osorno, al que podían asistir unas dos mil personas.
En bambalinas nos juntamos a compartir y afinar instrumentos, en un gran salón de espera, junto a una estufa a leña, de esas que se usan en las cocinas del sur. Nos sentamos todos, unos 25 músicos o más, en una banca que recorría la pared alrededor de ella. Dialogábamos y compartíamos una mateada, a la espera del espectáculo.
De pronto bajo el dintel de la puerta del salón, se dibuja una estampa blanca. Era el hombre que aseguraba la taquilla; que portaba en sus hombros la fama: un «artista de talla mayor» del que no daré detalles de identidad, por respeto a su posible profunda vergüenza y arrepentimiento sincero.
El hombre de cabellos largos y rubios se acerca con respeto y humildad a quien estaba en la punta de la extensa banca y comienza a saludarnos de beso y mano, a cada uno de nosotros, pero salta a los tres muchachos de rasgos evidentemente williche. Continúa saludando a todo el resto de los músicos presentes. Muchos quedamos sorprendidos y paralizados… la verdad es que nadie externalizó nada y solo nos limitamos a sentir en privado el filo de la daga que cortó el ambiente: la noche se encargaría de la justicia divina.
El público ovacionó y pidió otra y otra, y otra más a los Remeros de Compu, que se impusieron como el mejor número del encuentro, por las razones que puedan o quieran imaginar. El evento cierra tibiamente con el «invitado especial».
De vuelta todos en el salón de la mateada, nos abrazamos unos con otros. No recuerdo si el blanco y rubio artista fue abrazado por alguien. Sí recuerdo la vergüenza en su rostro: él había querido dar muerte a los Remeros de Compu con el sólo acero de la indiferencia; de alguna manera les mató y les mató una vez entre muchas, como muchas veces la discriminación mató a Ariel.
Ariel recordó el hecho sin rencor, con algo de indiferencia, como quien ve la lluvia de todos los días, el frío de los inviernos; el frío de los gobiernos, como cantó Violeta, que también nos dejó un día de comienzos de febrero, de un año que pudo ser cualquiera.