Por Macarena Ripamonti y Jaime Bassa
No es fácil hacer encajar a las mujeres en una estructura que,
de entrada, está codificada como masculina.
Lo que hay que hacer, es cambiar la estructura.
Mary Beard
El carácter paritario de la Convención Constitucional abre un nuevo ciclo histórico en lo relativo a la estructura del poder político y social, que debe materializarse en la implementación de una democracia paritaria que permita superar la exclusión estructural de las mujeres en la construcción del Estado y en el desarrollo de la vida pública.
Lo anterior supone no sólo abrir o asegurar espacios para su participación política; significa superar la distinción entre la vida pública y la vida privada y reconstruir las relaciones de poder social, a partir de un reconocimiento y redistribución de las tareas de cuidado y reproducción de la vida, así como redefinir qué es un asunto públicamente relevante.
Para el cumplimiento de este objetivo es clave el reconocimiento constitucional de los derechos sexuales y reproductivos y del trabajo doméstico y de cuidado, junto con el fortalecimiento de los derechos laborales y de seguridad social.
La Constitución de 1980 no reconoce a las mujeres como sujetos políticos, no las contiene ni identifica; por el contrario, busca subsumirlas en la supuesta neutralidad lingüística del término “personas” que reemplazó la androcéntrica expresión “hombres” en el artículo 1º, pero continúa invisibilizando la existencia de las mujeres en la realidad política.
Pero no solo el lenguaje excluye la experiencia de las mujeres; también lo hace el tipo de sociedad que pretende construir el texto constitucional, a través de su imposición durante la dictadura. Se trata de un tipo de sociedad donde la familia heterosexual es su núcleo básico, definiendo el rol de la mujer como madre y cuidadora. Su figuración política es como madre de familia; todo intento por renunciar a dicho rol ha sido fuertemente castigado por un orden legal cuyos fundamentos se encuentran en la Constitución.
De la misma forma, el actual texto constitucional se opone a aquellos derechos que durante décadas han sido demandados por el movimiento feminista y otros sectores que buscaban impulsar transformaciones: mientras se peleaba por el divorcio y el reconocimiento de la diversidad de familias, la Constitución protegió a la familia nuclear; mientras se luchaba por la incorporación igualitaria al trabajo, la Constitución solo contempló el derecho la libre contratación y la libre retribución; mientras se luchaba por el reconocimiento constitucional del derecho a una vida libre de violencia y consagración de los derechos sexuales y reproductivos, la Constitución solo ha protegido, genéricamente, el derecho a integridad física y psíquica, priorizando la protección legal de la gestación.
El establecimiento de una democracia paritaria no se limita a un catálogo de derechos constitucionales, sino que requiere poner al feminismo como eje central de la reconfiguración constitucional e institucional. Esto implica, decíamos, una redefinición de lo público y lo privado, que en el contexto de la creciente privatización de todas las tareas de reproducción y cuidado de la vida supone la vuelta al clásico asunto de los derechos sociales, que ahora, desde una perspectiva feminista, desborda la figura del hombre trabajador.
La paridad en la democracia, así como la participación de los pueblos originarios, debería aportar la perspectiva de aquellos grupos vulnerados que han sido históricamente excluidos del ejercicio del poder, a la hora de determinar las bases de nuestra sociedad y el fundamento de unos derechos que deberían ir más allá de la abstracción de la libertad individual que hoy exalta neoliberalismo.
La presencia y participación de las mujeres en el proceso constituyente no es -ni puede ser- meramente nominal. Si bien la paridad permitirá asegurar la participación política de las mujeres en el proceso de elaboración de la nueva carta fundamental, esto no garantizará que las demandas feministas queden consagradas en el texto. Tampoco garantizará que nuestra estructura social y política se configure desde una democracia paritaria que vaya más allá de propuestas de participación equilibrada de mujeres y hombres en los procesos de deliberación política.
Debemos avanzar hacia una solidaridad real, que socave las concepciones tradicionales de los roles socialmente aceptados y permita establecer responsabilidades compartidas, tanto en el ámbito público como en el privado o doméstico. Es el momento de apostar por una redistribución total del poder, configurando una nueva democracia, paritaria, que vaya más allá de repartición equilibrada de cargos y escaños, permitiendo la participación en igualdad de condiciones para las mujeres y disidencias de nuestro país y, así, establecer los cimientos para que el enfoque de género y de derechos sea incorporado en las políticas públicas.