Por Daniel Jadue
Nuestro país vive una crisis hídrica que hace décadas afecta al medio ambiente y su biodiversidad, al consumo humano y a nuestra capacidad de producción. Una dimensión que nos sitúa en un punto sin retorno donde la salud de la población, y en especial la de los sectores más vulnerables, se ve dramáticamente comprometida.
Mientras las autoridades de gobierno insisten en que la mascarilla, el encierro, el lavado de manos y las condiciones extremas de higiene son necesarias, en nuestro país al menos 2 millones de personas que no tienen acceso continuo al agua potable para vivir en condiciones mínimas, y mucho menos lograr protegerse adecuadamente del coronavirus.
La pandemia no solo ha desnudado aún más las desigualdades sociales de nuestro país, también ha develado que el acceso al agua en varias localidades es una cuestión de privilegios. El proceso constituyente en marcha nos da la oportunidad histórica de discutir respecto a los derechos de propiedad y uso del agua en Chile, incorporando además un enfoque sanitario que debe impedir la discriminación en su acceso a la población más vulnerable.
En medio de este escenario, el sistema de asignación de agua y la institucionalidad actual, diseñado sobre la base de un sistema de mercado de derechos de agua, ha agudizado un conflicto multidimensional que no responde a ningún criterio científico de disponibilidad del recurso hídrico para su distribución, permitiendo su uso indiscriminado, el derroche y la especulación por parte de quienes pueden pagar su valor de mercado.
Esto no solo ha puesto en jaque innumerables modos de vida que dependen del agua, sino además ha forzado la desertificación en vastas zonas del país, situación que ya nadie puede desconocer. Es indiscutible que la aplicación de las leyes del mercado a un recurso tan escaso e imprescindible como el agua ha terminado convirtiéndola en un bien transable, por lo que en la nueva Constitución debe quedar consagrada constitucionalmente como un derecho humano y no puede seguir siendo tratada como una oportunidad de lucro para el sector privado.
En este sentido, se requiere que la nueva Constitución establezca con claridad su importancia y su carácter inalienable respecto de la Nación. El agua no puede ser el monopolio de unos pocos, debe ser de Chile ¡pero de todo Chile! Y su uso debe ser regulado con ese foco, dando prioridad al consumo humano.
Esto no implica en ningún caso dejar a la industria sin posibilidad de acceder al agua, pero debe exigírsele a la misma hacer todos los esfuerzos para desarrollar los procesos productivos con los más altos estándares de ahorro y reutilización, aplicando los principios de la economía circular para reducir sus externalidades negativas tanto sociales como ambientales. Paralelamente, se debe dotar a los territorios de mecanismos de almacenamiento de agua respetuosos con el medio ambiente y de sistemas de recuperación de las napas subterráneas.
Por último, en el marco de un nuevo Proyecto de Desarrollo Nacional, deben dejarse claro los usos del suelo de cada cuenca en un instrumento de planificación regional, que permita identificar aquellas actividades económicas que son viables en cada territorio respecto de la capacidad de la cuenca hidrográfica. Estas, entre tantas otras medidas, podrán llevarnos como sociedad a un uso sustentable del agua, asumiendo la responsabilidad ineludible que tenemos con las futuras generaciones, responsabilidad que gran parte del mercado, no conoce o simplemente no quiere conocer.
Consagrar el agua como un Bien Nacional de Uso Público, democratizar el derecho a uso, fomentar su conservación y consumo racional, estimular y generar condiciones medioambientalmente sustentables para su almacenamiento es hoy un imperativo que no podemos soslayar.