ADVERTENCIA: El presente texto constituye un ejercicio fundamentado en las denuncias hechas por diversas mujeres que se han sentido violentadas, en algún momento, por Andrés Roemer. Constituye una sátira contra este pseudocomunicador y pseudointelectual fifí y de ningún modo pretende funcionar como un manual ni hacer apología del abuso sexual. Por el contrario, tiene por objetivo denunciarlo.
Desciendes de tu camioneta frente al World Trade Center y ordenas al chofer presentarse en el mismo punto un par de horas después. Esperas en el lobby, donde recibes en tu celular un mensaje de joven candidata a becaria.
«Estoy a unos minutos, Doctor. No tardo». Te relames los labios. Todo ese esfuerzo de imaginación invertido en el sótano de tu mansión en la Colonia Roma está a punto de rendir frutos; ese sótano que te gusta comparar a la torre-biblioteca del castillo de Montaigne, o a la torre de Hölderlin, pensadores no acostumbraban escribir a ras de suelo.
Dos décadas separan de tu edad a la candidata a becaria. Sin embargo, a pesar de que nunca has intentado cruzar tales océanos de tiempo rumbo a la conquista de una criatura tan tierna, tienes confianza en que Afrodita resolverá a tu favor.
Cinco minutos pasan ya de la hora convenida; un aguijón de inquietud horada tu orgullo. ¿Podrían volverte a dejar plantado, tal como te sucedió más de una vez cuando eras joven? Cuando el otoño de tu vida se afirma, Andrés, hay ciertos placeres que van escapando del alcance de la mano del hombre mortal. Sin embargo, vale la pena preguntarse, ¿eres tú un hombre mortal?
Después de todo, no en balde te quemaste las pestañas en la juventud tal como lo hiciste. No cualquiera estudia una licenciatura en Derecho en la UNAM mientras se hace otra licenciatura en Economía en el ITAM, consigue en ambas summa cum laudes y vive para contarlo. Después de eso, los dos años en Harvard te parecieron hasta relajados, sin que por eso dejaras de obtener el premio Don K. Price por distinción académica.
La potencia de tu mente era y sigue siendo la fuente de tu orgullo y de todos quienes te rodean. Una mente siempre hambrienta, pidiendo substancia, demandando nueces de cáscara dura para fracturarlas y degustar así su interior pulposo.
Sin embargo, cuando eras un estudiante de universidad, no era tu mente lo único que hacía demandas. También tenías un cuerpo, por supuesto sensible y necesitado de caricias y atenciones cuya procuración no pudiste conseguir durante aquellos años, ya que el estudio absorbía todo tu tiempo.
Te registe disciplinadamente por el principio del deber, ignorando las súplicas del principio del placer. Pero tus hormonas no entendían de axiomas económicos ni de elementos de jurisprudencia y las poluciones salpicaban tu ropa de dormir. No era fácil concentrarse en los fundamentos económicos de las políticas públicas con aquellas pieles femeninas de texturas imposibles disputando tu atención contra los esquemas que los docentes dibujaban en el pizarrón.
Los minutos transcurren en el lobby del World Trade Center y aunque no es la primera vez que reservas mesa en Bellini, el restaurante de la cúpula giratoria, llamas para aclarar que estás en la planta baja esperando a tu acompañante.
Nervioso, caminas en círculos y viene a tu recuerdo la noche previa a un examen de Optimización Dinámica, cuando estudiabas en soledad mientras todo el campus bailoteaba en una fiesta de San Valentín. Tú te debatías contra un libro de texto de redacción menos que pulcra; además, la concentración te fallaba. En tu grabadora, la voz de Morrisey cantaba que era humano y que merecía ser amado como cualquier otro. Los conceptos del libro de texto permanecían herméticos como un tratado cabalístico.
Al fin, apoyaste los codos en el escritorio, te jalaste los cabellos y al fin lo reconociste: gustoso cambiarías una F en Optimización Dinámica por estar en la pista de baile, zangoloteándote con el resto de los estudiantes, viendo las pieles de las muchachas derramar gotas de sudor mientras acoplaban sus cuerpos al tuyo. Intentaste consolarte una vez más apostando la mirada al largo plazo en que serías una de las voces más sonoras de la intelectualidad mexicana o incluso internacional.
En ese punto, un trueno resonó, seguido del sonido y el aroma de la lluvia sobre el pasto. En el cuarto contiguo al tuyo, comenzaron a producirse los gemidos de una mujer acompañados del rechinido rítmico de un colchón. Con el corazón contrito, pensaste:
«Cuando termine este largo periodo de preparación y consiga al fin mi torre de marfil, seré ya un hombre entrado en años y no sé si resultaré apetecible a estas muchachas que tanto deseo«.
«Cada cosa a su tiempo», respondió una oscura voz dentro de ti, Andrés Roemer Slomianski, una voz atronadora, fuera del tiempo y el espacio, y a la vez en cada partícula de los hombres justos. «Enfócate ahora en resolver con excelencia este tramo del camino. Después podrás hacerte de una mansión señorial, por ejemplo, en la Colonia Roma. En el sótano de aquella mansión, podrás acondicionarte un espacio consagrado a la exaltación de los sentidos y hasta la dilatación de los esfínteres más renuentes.
«Y en ese sótano tendrás a tu disposición mullidos sillones, tersas alfombras, una televisión de gran formato con sonoras bocinas. Y libros, muchos libros sobre la experiencia amatoria y sus repercusiones fisiológicas, espirituales, filosóficas. Y muchas botellas con los más finos licores. En ese recinto, con todos esos elementos orquestados para la interpretación del waltz más lúbrico, recibirás a las más frescas muchachas disponibles en tu dilatada órbita.
«En ese santuario, no se te podrán negar. Será ahí que te otorguen todas aquellas dulzuras a que por ahora no puedes acceder. Y te las entregarán de una forma o de otra, porque entonces, bien lo sabes, tendrás poder. Y con el poder viene el privilegio de no tomar un NO por respuesta. El privilegio de la credibilidad absoluta de tu palabra y la invisibilización de la voz de cualquiera de tus víctimas». La palabra «víctimas» te provocó un escalofrío. ¡Eras aún tan tierno!
La oscura voz se detuvo al tiempo que los gemidos. Pocos segundos después se escucharon risas y el abrir y cerrar de la puerta en el cuarto de junto. Te sentiste confundido. ¿Realmente existía esa voz fuera de tu cabeza? ¿No te estarías quedando esquizofrénico? Una pétrea erección se afirmaba entre tus pantalones; habrías sido capaz de violar a un puercoespín si hubiera cruzado por tu habitación en aquel instante. Por tu rostro corrían lágrimas.
Y por tu rostro corren lágrimas ahora, décadas después, en el lobby del World Trade Center, y el fuego entre tus piernas persiste, inextinguible como el brío del sátiro, ígneo como el ambiente del Sheol.
Quince minutos han pasado de la hora de la cita con la becaria.
Tal vez la oscura voz tenía razón.
Ahora, con varios libros en tu palmarés, puedes jactarte de la protección de uno de los hombres más ricos de México, dueño de medios de comunicación y hasta de su propio banco.
Ahora, con un premio nacional de teatro bajo el brazo, con una acreditación del servicio diplomático en la guantera, estás en posición de organizar con el apoyo de una cadena televisiva de cobertura nacional algún ciclo de conferencias con los intelectuales en boga, hacértelo subsidiar con decenas o centenares de millones de pesos por un gobierno estatal y de paso utilizar la luminosidad de ese proscenio para contactar con jóvenes mujeres a quienes hechizar, o al menos emocionar con alguna promesa hasta hacerlas concurrir a aquel sótano tuyo, envidiable para el mismísimo Marqués de Sade.
Y, quién sabe, tal vez en el periodo refractario, ya satisfecho, tras haberlas despachado con algún fajo de billetes profiláctico, mientras aún sigues sin más prenda que tus calzones y tus calcetas a rombos, hasta puedas ordenar tus notas en un libro titulado: «Sexualidad, derecho y política pública». Ya imaginas su premisa central:
«El Estado debe debe entender por inversión en cultura facilitar la mayor cantidad de dinero posible a pensadores de intelecto superior y buen gusto, para que de esta forma organicen foros culturales para gente bien, se despachen a gusto para sus necesidades personales y de paso puedan enganchar con efectividad a las mujeres que les dé la gana y de esta forma mantener, con tan delicado y femenino estímulo, la potencia excepcional de su pensamiento».
A media carcajada, un pequeño rostro de ojos miel te interpela:
-Estoy apenadísima, doctor Roemer. Por favor, discúlpeme, pero el tráfico estaba imposible».
-Lo imposible es un despropósito epistémico, Licenciada -respondes, socarrón, ofreciéndole tu brazo. -¿Me permite?