Augusto Boal, dramaturgo, director y teórico teatral brasileño, marcó nuevos rumbos para el teatro moderno. La publicación de su libro Teatro del oprimido, en 1974, hizo visible su propuesta teórica y práctica del teatro invisible y convirtió al espectador en parte activa del espectáculo.
La influencia de sus enseñanzas y su activismo se vislumbra en la actualidad tanto en América Latina como en Europa, no solamente por los Centros Teatrales del Oprimido fundados por él, la Organización Internacional del Teatro del Oprimido, que aglutina a grupos de más de 20 países, la efervescencia del teatro popular a partir de los setenta, y la idea del teatro como agitador social, sino también por las herramientas teóricas y pedagógicas que desarrolló para que un sinnúmero de grupos dieran rienda suelta a su imaginación, concibiendo al espacio escénico sin la línea divisoria entre espectador/actor, más allá del concepto de la cuarta pared.
Por supuesto que Bertold Brecht es un gran inspirador para estas nuevas corrientes de los setenta en América Latina: Augusto Boal, en Brasil, y Enrique Buenaventura, en Colombia, con el Teatro de Creación Colectiva, por mencionar un par. Augusto Boal da una vuelta de tuerca al teatro épico y al efecto de distanciamiento impulsado por Brecht- para que el espectador entre a la ficción teatral sin olvidar su conciencia crítica; Boal convierte al espectador en actor para que su conciencia se vuelva acción y de ser un espectador pasivo actúe frente a la situación que se le plantea. Ambos quieren remover las conciencias (Teatro de la liberación), pero desde diferentes trincheras, que responden, claro, a la época histórica en que se dan.
Boal, como en la guerra de guerrillas o la del mosquito (pica y échate a correr), adentra a sus actores en un espacio real, pongamos el ejemplo de las cajas de un supermercado, y éstos protestan y alegan frente a un problema que se suscita. Provocan y crean revuelo haciendo participar a los que husmean por ahí y en un momento dado los actores desaparecen y el conflicto permanece, volviendo protagonistas a los espectadores. Esto mismo lo estaba implementando en Chile, en 1973, el Teatro el Aleph, dirigido por Óscar Castro, introduciendo a actores en las largas colas que se hacían frente a la escasez de alimentos, para hacer ver que el bloqueo norteamericano era el causante y no el gobierno; pero la llegada de Pinochet quebró la iniciativa y los mandó al exilio.
El activismo de Augusto Boal también lo llevó al exilio y a la tortura en 1971 y diseminó su semilla en los países que estuvo: en Perú implementó una campaña de alfabetización, en Argentina montó obras de teatro, en Francia dio clases en La Sorbona igual que en Norteamérica. Entre muchas otras acciones. En los ochenta, Boal vuelve a Brasil y sin descanso escribe, monta obras y trabaja con su grupo junto a organizaciones que luchan por la libertad y la igualdad. La comedia musical fue un género que cultivó mucho como elemento de agitación (qué diferente concepto al que se tiene aquí en México de la comedia musical) y grupos en Europa siguieron sus pasos. De los casos más representativos está el grupo catalán La Cubana, dirigido por Jordi Milán, que desde los ochenta causó sensación con su teatro invisible en las calles. En los Juegos Olímipicos de Barcelona sorprendió con Cubana marathon dancing, un espectáculo con más de 60 actores y más de cuatro horas de duración. Sus propuestas se fueron alejando de lo político y acercándose a lo popular. Así también le sucedió a La fura dels Baus, quedándose en un teatro de la provocación.
Y la semilla de Augusto Boal fue germinando en medio de intereses disímbolos, mezclándose con el performance y otras formas de teatro alternativo. Su teatro invisible parece estar más visible que nunca. Como señaló Ariel Dorfman ante su deceso, el pasado 2 de mayo: “Su muerte es invisible porque sigue él dentro de miles y miles de hombres y mujeres y niños que encontraron en sus obras y sus dichos y su vida la iluminación para hacerse ellos mismos los muy visibles protagonistas de su destino”
Estela Leñero
Revista Proceso – México