En Bogotá hace 73 años, el 9 de abril de 1948, fue asesinado Jorge Eliécer Gaitán, apóstol de la paz y el mayor líder del pueblo colombiano de todos los tiempos. No era el primer crimen de la oligarquía, ni mucho menos, y desde entonces se repite todos los días. El asesino ha disparado contra Gaitán 26.740 veces, y cientos de miles de veces más contra todo aquel que se le parezca o lo recuerde, y sigue disparando hoy contra los y las manifestantes que protestan contra las medidas neoliberales del uribismo en el poder.
La oligarquía ha convertido a la hermosa Colombia, tan fértil y laboriosa, en una inmensa fosa común, y el odio institucionalizado divide a las personas como si la bala fuera el camino más corto entre sus corazones. El uribismo es la última versión de esa hoy narco-oligarquía, totalmente entregada al Imperio que la utiliza para sus fines y le impone el neoliberalismo que no es otra cosa que el capital que no reconoce otra ley que del lucro a costa de todo lo demás.
Casi un siglo de lucha armada, que nadie podía ganar, terminó en el desarme de las FARC en una paz amañada que sigue matando pero no impide que las mayorías se rebelen contra la política hambreadoras de Iván Duque, máscara cosmética de la calavera de Uribe. Mientras escribo esto la revuelta ruge en las ciudades de Colombia porque –como decía Trotsky- “la revolución es imposible hasta que se vuelve inevitable” y las multitudes que inicialmente protestaban contra una reforma tributaria ahora piden la cabeza del presidente.
Es imposible prever lo que ocurrirá en los próximos días y semanas, pero vale la pena recordar lo que escribía el Cardenal de Retz a un noble francés sobre el pueblo alzado durante la revuelta de La Fronda en el Paris del Siglo XVII: “Señor, yo sé que los tomáis por nada porque la Corte está armada, pero permitidme que os diga que su poder es diferente a todos los poderes que conocemos, porque reside en su imaginación: en efecto, llegado un punto pueden hacer todo lo que creen poder hacer”.
Duque retrocede matando, esperando que el miedo calme la furia popular: ¿podrán las mujeres y hombres de Colombia hacer lo que creen poder hacer? ¿Llegará el momento en que los gringos, la oligarquía y/o los militares consideren prescindir de su sanguinolento payaso para calmar el furor del pueblo? ¿Cuántas veces más deberá caer acribillado Jorge Eliecer Gaitán en las calles de Bogotá, Cali, Bucaramanga, Palmira y otras tantas ciudades, para que Colombia alcance una paz que no sea la paz de los sepulcros? Y lo más importante: ¿Si este movimiento decae, será para siempre o sólo por el tiempo necesario para repetirse con más fuerza?
Lo que está en juego no es sólo el destino de esa hermosa Nación situada entre el Pacífico y el Caribe, sino el destino de Latinoamérica amenazada por el uribismo al servicio del Imperio y la derecha continental. Nadie debe desentenderse de lo que hoy pasa en Colombia, porque con el tiempo nadie escapará a sus consecuencias.