Egipto, como Chile, como Argentina: el regreso de la guerra sucia

Cuando Salvador Allende, el presidente socialista democráticamente elegido de Chile, fue derrocado por las fuerzas armadas del país –con conocimiento, y posible ayuda, de la CIA—el 11 de septiembre de 1973, se suicidó antes que rendirse

Egipto, como Chile, como Argentina: el regreso de la guerra sucia

Autor: mauriciomorales

Cuando Salvador Allende, el presidente socialista democráticamente elegido de Chile, fue derrocado por las fuerzas armadas del país –con conocimiento, y posible ayuda, de la CIA—el 11 de septiembre de 1973, se suicidó antes que rendirse. Para entonces, la Fuerza Aérea de Chile ya había bombardeado el palacio presidencial, donde aquel había decidido plantar la última resistencia. Cuando se aclaró el humo, el nuevo líder del país, comandante en jefe del Ejército general Augusto Pinochet, dijo a sus compatriotas que había dado el paso de remover a Allende de su carga en nombre de la patria para salvarla de terroristas marxistas. “Las Fuerzas Armadas de chile han actuado hoy solamente por la inspiración patriótica de salvar al país del tremendo caos en el había sido arrojado por el gobierno marxista de Salvador Allende”, declaró. En los días y semanas y meses que siguieron al golpe, miles de personas fueron cazadas, atrapadas, apresadas, torturadas y matadas. Sus cuerpos fueron escondidos por, en muchos casos, verdugos secretos, todo en nombre de la “libertad” y de “la patria”.

Tres años después, los militares de la Argentina, inspirándose en Pinochet, derrocaron a la presidenta Isabel Perón e implantaron una junta que supervisaba el “proceso de reorganización nacional” que se aseguraba necesario para salvaguardar al país del creciente caos social y de la “subversión” marxista. Pero El Proceso, como fue llamado, enseguida se hizo conocido como la “guerra sucia” en la que los militares argentinos, como los de Chile, utilizaron sus poderes para detener, torturar, ejecutar y desaparecer a todo sospechoso de oposición ideológica. Entre quince mil y trenta mil personas fueron asesinadas.

En Chile, Pinochet mismo gobernó durante diecisiete años y cuando su gobierno se convirtió en sinónimo de represión en todo el mundo, un gran porcentaje de sus compatriotas aceptaban la creencia de que él era todo lo que se alzaba entre ellos y un mundo de caos y anarquía. En la Argentina, también, muchos ciudadanos comunes aceptaron lo que fuera que los militares dijeran o hicieran, mirando hacia otro lado durante lo peor de las matanzas, en la creencia de que era necesario de algún modo. En el mismo período, se cometían atrocidades similares bajo la presunción de combatir el comunismo en los vecinos Uruguay, Paraguay, Bolivia, Brasil —y también Chile—, mientras los militares en el poder cooperaban unos con otros en un programa secreto llamado Operación Cóndor. Para cuando acabó, decenas de miles de personas habían muerto. En todo ese tiempo, sucesivos gobiernos norteamericanos miraron hacia otro lado mientras se ejecutaba la matanza o, en algunos de los más vergonzosos episodios, aconsejaron y asistieron a quienes la realizaban –todo en nombre de defender un objetivo mayor, el de la “libertad” occidental de cara al represivo imperio comunista del Este liderado por la Unión Soviética. Los periodistas que cuestionaban lo que ocurría o denunciaban las matanzas como violaciones a los derechos humanos a menudo morían; los periodistas extranjeros eran escarnecidos por su interferencia o por su disposición a creer “las mentiras de los terroristas”.

La Unión Soviética ha desaparecido hace tiempo, por supuesto; también las juntas latinoamericanas, pero la región todavía lidia con su legado traumático. Políticos de izquierda han llegado al poder en la mayoría de los países del Cóndor y los oficiales que alguna vez se vieron a sí mismos como salvadores patrióticos están siendo juzgados y sentenciados a largos períodos de prisión por las atrocidades que cometieron. A medida que surge el imperio de la ley, los miembros de sociedades que alguna vez aceptaron el terror e incluso lo justificaron despiertan de su sueño.

Los islamistas de hoy pueden ser los marxistas de ayer, parece: pasibles de ser matados en nombre de abstractas construcciones de ley y oren. En Egipto, unos militares con presunciones de grandeza que han conocido mayormente la derrota en el combate exterior y han servido como instrumento de la represión doméstica, hoy llevan la batuta, dos años y medio después de haber accedido a una ostensible demanda de una “revolución del pueblo” para desplazar al dictador del país (o, más bien, de los militares) Hosni Mubarak. Ahora, apenas siete semanas después de que depusieran por la fuerza al líder de la Hermandad Musulmana Mohamed Morsi —quien fue elegido democráticamente poco más de un año atrás—, los abogados de Mubarak han anunciado que fue absuelto de cargos de corrupción y podría ser liberado bajo custodia en la semana.

Los generales, mientras tanto, justifican una cada vez más sangrienta represión contra los seguidores del ex partido en el poder, la Hermandad Musulmana, acusándolos de ser terroristas. Inmediatamente después de las espantosas matanzas, el miércoles (14 de agosto de 2013), de más de 600 egipcios, incluyendo a muchos simpatizantes civiles del depuesto Morsi, el vocero del Ejército, Ahmed Ali, declaró: “Cuando se lidia con el terrorismo, las consideraciones de los derechos civiles y humanos no son aplicables”. El Ministerio del Interior anunció que el Ejército y la policía serían autorizados a utilizar “munición viva” para tratar con las personas que se anticipaba se reunirían en las calles del Cairo para el Viernes de Rabia (del 16 de agosto de 2013). Los manifestantes, añadió el gabinete en una declaración aparte, habían cometidos actos de “terrorismo y vandalismo”. Al menos cien personas murieron ese día, muchos de ellos en la mezquita Al Fatah, donde se habían refugiado miembros de la Hermandad Musulmana y desde la cual algunos respondieron al fuego de las fuerzas de seguridad. Muchos más murieron el sábado. Hasta ahora, tres líderes del partido que hasta hace un mes estaba en el poder han perdido miembros de su familia. El martes (20 de agosto de 2013), los militares anunciaron que habían capturado a Mohammed Badie, guía espiritual de la Hermandad Musulmana y lo hicieron ante las cámaras de televisión como alguna suerte de trofeo de guerra o, quizás, un miembro de alguna auténtica organización terrorista como Al Qaeda. En realidad eso era lo que se sugería y, en respuesta, algunos medios egipcios graznaron de júbilo por el arresto.

Si bien Morsi no es, quizás, un Allende, la demonización post-golpe de él y su partido político es un proceso morbosamente fascinante de observar: lo que sorprende es la rapidez con la que ocurre. Después de la sangrienta guerra civil española, en los ‘30s, llevó muchos años de terror de Francisco Franco para convertir a los sobrevivientes de la República previa en “bandidos” en la imaginación popular. Para los ‘50s, ése era el término que usaba todo el mundo.

El terror militar sin límites de Egipto y el lenguaje que se utiliza para justificarlo recuerda al peor de los legados humanos. Es la clase de declaración realizada no por ejércitos comunes, sino por aquellos que han abrazado convicciones ideológicas que les hacen fácil disparar a gente en las calles, incluso civiles, si se cree que están con los terroristas –o lo que sea que se decida llamarlos. Hay muchos egipcios que comparten la violencia del Ejército y la apoyan con sus propias pandillas paramilitares. Y hay miembros de la Hermandad Musulmana que se adoptan el rol dibujado para ellos al descartar la idea de que todavía tienen un lugar en la política electoral y adoptar la violencia. Dos hechos traen malos augurios: la sospechosa muerte, el domingo (18 de agosto de 2013), de 36 manifestantes detenidos en una camioneta de la policía y la ejecución, el lunes, de 25 cadetes de policía en la península del Sinaí. (Durante meses ha existido un desbaratamiento de la seguridad a medida que islamistas armados, no necesariamente ligados a la Hermandad Musulmana, ganaban fuerza y lanzaban ataques. Los apologistas de los militares señalan la creciente falta de ley en el Sinaí, en la frontera con Israel, como una razón para no cortarles la ayuda; pero vale la pena observar que buena parte de esa falta de ley ocurría bajo la vigilancia de estos mismos militares, dado que comenzó con la deposición de Mubarak, no antes).

Hay una característica del tipo “móntenla y ellos vendrán” en la violencia de Egipcio, y no es difícil ver cómo los tumultos de hoy podrían llevar no sólo a una guerra sucia sino a una guerra civil total. Azuzar una yihad no es una cosa abstracta o elusiva: hay un elemento yihadista en Egipto y en todo el Medio Oriente, sin mencionar los bordes de la Hermandad Musulmana, y se encenderá y arderá si se dan las condiciones. Y la semana anterior, los militares han provisto esas condiciones.

Hasta ahora, la política de los Estados Unidos en Egipto ha sido como el novato en un rodeo –intentando montar el toro y no caerse. Pero no son tan nuevos en esto. En América Latina, donde varias generaciones de dictadores veniales fueron mimados con el tibio abrazo de Washington, el ajuste de cuentas todavía está en marcha. En años recientes, gracias al capaz padrinazgo de los Castro y a la generosidad en subsidios petroleros del difunto Hugo Chávez, de Venezuela, los regímenes políticos antinorteamericanos han prendido en media docena de países de todo el hemisferio. La complacencia norteamericana con los dictadores latinos, en otras palabras, nos ayudó a atravesar la Guerra Fría, pero a un costo alto y perdurable. No es por nada que Edward Snowden pidió asilo a Venezuela y a Nicaragua.

Durante un tiempo era posible perdonar a la Casa Blanca de Obama por su indecisión, su tibio enfoque de esperar por una respuesta racional en el volátil Egipto post-Mubarak . Pero no es suficiente cancelar las maniobras militares conjuntas Bright Star entre Estados Unidos y Egipto que estaban programadas para septiembre y no tocar los 1300 millones de dólares en ayuda militar anual al régimen (casi la mitad del cual ya ha sido entregada este año), mientras se retira casi 250 millones en ayuda económica. Si la violencia militar egipcia contra sus propios ciudadanos es inaceptable, el presidente Obama no tiene otra opción que tomar la única acción moral disponible: cortar totalmente la ayuda militar. Esto no “salvará” a Egipto, pero tampoco los harán las Fuerzas Armadas egipcias. Si los Estados Unidos aún tienen alguna influencia, sería mejor aplicada sobre los auténticos patrocinadores financieros del general Sisi: Arabia Saudita, Kuwait y los Emiratos Árabes Unidos. ¿O hemos entrado realmente en –o regresado a—la era de la realpolitik de Kissinger y realmente queremos a los militares allí para reprimir duro y siempre, sin más disfraces? Si hemos perdido las guías morales, podemos mirar hacia Siria. Eso es la realpolitik. Pero, como los Estados Unidos, debemos dejar claro qué estamos haciendo y por qué. No podemos pagar por las balas y luego suspirar sobre las víctimas que causan.

 

Por Jon Lee Anderson

Fuente: El Puercopespín

 


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