Al final de su Ética Nicomáquea, Aristóteles daba paso a lo que consideraba necesariamente como la culminación de ella, esto es, el ejercicio de la Política (la Politeia, la que se ocupa de las cosas de la ciudad –de la polis), en cuanto a que se trata de la ciudad (o Estado) ideal. Pues, en su Política, Aristóteles postula ese ideal, luego de examinar todos los gobiernos posibles con sus debidas constituciones y posibles desvíos o errores. No entraré aquí a una descripción detallada o crítica del tratado de marras, sino que me limito a destacar que, en su último libro, el VIII, trata de la Educación, y en el último capítulo de ese libro octavo, que es muy breve, pero lo suficientemente claro, establece la importancia de la música en la educación y conducta de los ciudadanos. Mensaje para nuestros políticos, dicho sea de paso.
Ahora bien, ¿por qué traigo a colación estos episodios y proyecciones del viejo Aristóteles? Porque, luego del develamiento, por parte de Maquiavelo, de lo que es el universo político en el proceder y en la conducta real de los príncipes, el deber ser de lo político quedó relegado, por decirlo así, no sólo a los meros enunciados aristotélicos –ya nombrados someramente al comenzar esta columna– sino que al ejercicio de la astucia, del cálculo y al despliegue de la fuerza como la base real y razonada de todo eso. Podría objetarse que eso siempre ha sido así, y que la reflexión aristotélica caería dentro de lo que llamaríamos utopía –en muchos sentidos más encomiable que la de su maestro Platón en La República, sin duda–, porque a lo largo de la historia humana, el animal humano termina siendo lo que siempre ha sido, un depredador, como el que más, no el animal político o social que pretendía el viejo Aristóteles.
Pero, una vez más, ¿a qué viene todo esto, sobre todo en el momento actual de nuestro país? Existe una razón muy simple: hemos olvidado, expresamente o no, el objetivo de toda política, esto es, ocuparnos de las cosas de la polis de tal manera que idealmente los ciudadanos vivan mejor en el ejercicio de la virtud, según Aristóteles, o en la dialéctica abierta entre la producción y el consumo adecuados, que se resume en algo tan simple como el conocido “de cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad”, como postula la óptica marxiana e incluso libertaria de lo social y de lo económico.
No voy a entrar en las necesarias reflexiones y disquisiciones sobre la condición humana, ni tampoco en aquellas sobre el cómo conducir nuestras vidas, lo cual nos remite a la ética, claro. Lo que interesa aquí, luego de ese breve rodeo por los postulados aristotélicos y por las develaciones de Maquiavelo, es tratar de comprender por qué hemos llegado a este despliegue obsceno de demagogia, sobreexposición, frivolidad y torpeza, por no decirlo de otra manera tal vez más directa o, sencillamente, citar los lúcidos versos del tango Cambalache. Ya que ni siquiera nos sirve como herramienta el trillado concepto de gatopardismo. Ahora nos encontramos, por un lado, frente a un despliegue de la fuerza desquiciada para hacer frente a la comprensible e ineludible indignación ciudadana después de décadas de saqueos, estafas, atropellos y mentiras por parte de la llamada clase política que, como se supo luego de la “derrota” de la Dictadura, en realidad prefirieron aprovecharse de las delicias de la hegemonía del género económico y del neoliberalismo que aquella había instalado. Eso ya es sabido, aunque los descerebrados que nos gobiernan hablen de enemigos poderosos e invisibles, que estarían asesorados por los nuevos agentes del desorden, sean alienígenas o venezolanos de Maduro, porque no sería serio o no sería creíble, aunque nunca se sabe, hablar de la invasión secreta de los norcoreanos o de los chinos, a falta de los ya inexistentes soviéticos o de los debilitados cubanos. Pero, por otro lado, como diría Gramsci, en ese claroscuro se cuelan los monstruos, pero ahora los nuevos monstruos tienen rostros más amables: son las y los demagogos, faranduleras, las y los opinólogos y otros y otras iluminadas. Algunos se hacen pasar por tipos que evolucionan no desde el Opus Dei sino que dentro de él a las filas de la socialdemocracia (¿esta sería su versión posmoderna?). Otras tratan de mostrar su mejor cara, disimulando los rasgos innegables de la psicosis en su mejor versión a la Hitchcock, dirigiendo furiosa y democráticamente el tránsito de su comuna en medio del “estallido”. Las de más allá se contagian con esto de disfrazarse de personajes de manga japonesa para correr desaforadas por los pasillos del Congreso. Pero también los hay discípulos o discípulas desembozados de oncle Adolf y del doktor Goebbels, cuando una de ellas, supuesta licenciada en filosofía, pregunta qué fue del joven que se lanzó a nadar en el Mapocho, haciendo gala de un osado sentido del humor, digno de esos incomprendidos tiranuelos que fueron Amín Dada o Bokassa, sin ir más lejos, porque hasta Calígula tenía su dignidad. Sin hablar de aquellos que muestran un discurso vacío y lleno de lugares comunes, pero que tratan de apropiarse de lo que sea para poder lograr sus objetivos de transformarse en indiscutidas autoridades de la nación. Aunque lo lamentable en todo esto, es que también hay una fila de egos a los que se les nubló la vista y la razón, y siguen jurando que van a cambiar la “vieja política” cuando la verdad es que la “vieja política” los cambió a ellos. Una “vieja política” que no tiene que ver con los enunciados utópicos o no de un Aristóteles y ni siquiera con la denuncia o develamientos que hiciera Maquiavelo porque todos ellos y todas ellas son de una torpeza rayana en la idiocia, aunque “sufran de pensamiento hablado” o de “falta de filtro”, o de encapricharse con un personaje al que hay que descalificar a toda costa, lo que los hace unos idiotas enternecedores, en suma.
Porque de pronto nos encontramos con una especie de prurito masivo por la cosa cívica, con todos queriendo ser candidatos a lo que venga, preparados o no, eso no importa porque después de todo, allí estarán las instrucciones que darán los viejos o “nuevos” partidos de la vieja política. Y no importa que el bendito sistema electoral que nos rige no sólo sea injusto, sino que es también un enredo de proporciones para que al final sigan ganando los que tienen plata o los que están de lleno en las maquinarias partidistas. Al final no importa el qué ni el cómo ni el por qué, mientras el sistema que favorece a la clase política sea preservado, aunque se vistan de progresistas o de demócratas convencidos. y es lo que ahora tenemos: un cambalache que de ese claroscuro de donde surgen estos nuevos monstruos, tratan de definir lo que puede ser el futuro de este país. Que indudablemente de política salida de la ética o de la voluntad transformadora, es más que obvio, tendrá bien poco.
Por Cristián Vila Riquelme
(candidato independiente a concejal por La Serena)
Algarrobito mayo 2021