Por: Fernando Sagredo Aguayo
Es conocido el rol que el poeta y escritor Roberto Bolaño jugó en el proceso de la UP en Chile. Sus biógrafos, con mayor o menor énfasis, reconocen en el mítico viaje que el autor de Los Detectives Salvajes realizara a Chile durante el sangriento golpe de estado de 1973 una experiencia crucial en su construcción autobiográfica. De allí se sabe que Bolaño estuvo detenido algunos días en Los Ángeles y que fue liberado, gracias a la intervención de un viejo conocido. Todo esto, por supuesto, eleva su impronta moral al lugar de una axiografía para quienes comparten o vivieron la experiencia de la vía chilena al socialismo.
El rol del escritor y el artista en política, a diferencia de lo que puede creerse desde un examen superficial, sobre todo hoy, en la época del homo economicus, es decidor. Prohombres legendarios del surrealismo, corriente a la que Bolaño suscribió tempranamente, como Artaud, Tzara y Brecht, eran enfáticos al asumir una posición de clase, un bando y modo de ser de la Literatura al servicio de las causas políticas. Walter Benjamín, dirá que el modelo de escritor burgués debe desaparecer y dar paso al escritor proletario, el creador que no es más un átomo descolgado y contemplativo de la realidad, sino un intelectual revolucionario al servicio de la masa. Bolaño lo deja claro no sólo en la mayor de sus obras, sino también, en Nocturno de Chile, Estrella Distante y La Literatura Nazi en América. Allí convive no sólo el retrato y la toma de posición como campo de batalla entre una literatura dorada y civilizada, acomodaticia del poder, frente al desparpajo salvaje de los jóvenes poetas del D.F. sino también, la risa y el develamiento de la verdadera naturaleza del mal en los infames escritores devotos del fascismo.
Volver a uno de los nudos críticos del canon bolañesco resulta indispensable hoy en medio de los giros que viene dando el desarrollo de la política nacional y latinoamericana. Es evidente que no replicamos, al menos en este ciclo, las contiendas propias de la guerra fría y que al alero de la teoría del subdesarrollo, acompasaban las revueltas de Arturo Belano y Ulises Lima, frente a Octavio Paz, el escritor mexicano por excelencia, sin embargo, es justo decir que corren buenos tiempos para el despliegue de las fuerzas de izquierda en nuestro continente. La liberación de Lula y su virtual ventaja en las próximas elecciones, el triunfo de Fernández en Argentina, el corto interregno del golpismo en Bolivia y la vuelta al poder del MAS, además del avance de las fuerzas indígenas en Perú con Castillo, y en Chile, la protoconfiguración de un bloque de izquierda despegado de la gubernamentalidad neoliberal, indican que existe un kayros, un tiempo oportuno que es necesario domeñar. Es el tiempo de los poetas y los artistas, el recodo axial que la literatura de Bolaño tuvo que vivir al revés, desde el fin de los proyectos globales, el golpismo y la caída de las ideologías, pero que hoy se endereza y como la propia literatura del chileno, se reivindica con el paso del tiempo. La “potencia plebeya” como diría el intelectual orgánico y ex vicepresidente de Bolivia Álvaro García-Linera, comienza su proceso de articulación al margen de cualquier teleología, y sobre el anarquismo del mercado. Todo esto requiere de gestos como el del joven Bolaño en su viaje a Chile tras el fatídico septiembre del 73. No obstante, el apalancamiento del capitalismo y su construcción de subjetividades ancladas en el principio de individualismo, defensa a la propiedad privada, y un liberalismo ralo, son máculas que han calado profundo en la población, prueba de ello, es la propia expresión de escritores que como Vargas Llosa, la némesis perfecta de un Arturo Belano, recurren a la mitología anticomunista para advertir, desde sus tribunas privilegiadas que un candidato como Castillo “traerá pobreza y censura” a Perú, además de invocar bajo la más siniestra de las especulaciones, un golpe de estado tras el triunfo del profesor y líder sindical peruano. Vargas Llosa es por supuesto, un liberal que juega al gatopardismo y que exacerba hasta el sumun, el ideal de intelectual neutral y convenido únicamente a una curiosa racionalidad depurada. En Chile los ejemplos son vastos, desde un Jorge Edwards dando cuenta que el sustrato de clase es incompatible con las causas comunes tras su novelada visita a La Habana, hasta un Rafael Gumucio, intelectual de aire burgués encerrado en su halo de genio oscuro. No es novedad que el surrealismo, el compromiso político en el arte y la literatura, son cada vez más escasos, y que quienes se proyectan en ello, pagan el costo en el mapa neoliberal. Sin embargo, todo parece indicar que el tiempo para que los poetas vuelvan a escribir sus manifiestos con y desde el pueblo, ha llegado. Es por ello que frente al movimiento de la vieja burguesía y aristocracia de las letras como la que encabeza Vargas LLosa, la pregunta inevitable es ¿Qué pensaría Bolaño de todo esto? ¿qué pensaría el primer y el último Bolaño, el poeta de las reyertas literarias en el D.F y el escritor consagrado de Blanes? Sabemos que el escritor chileno era un gran polemista, como justamente le gustaba afirmar al autor de La Fiesta del Chivo. Es en ese sentido, que nos aventuramos a recoger la premisa bolañesca por antonomasia: “El oficio de la literatura está poblado de canallas”.
Fernando Sagredo Aguayo
Mag. Filosofía Política
Mag. en Educación, curriculum y Evaluación. Universidad de Santiago.