A cuarenta años de la muerte de la República

Salvador Allende, ese día 11 de septiembre, se convirtió en un gigante moral, no sólo para América Latina, sino también para el mundo entero

A cuarenta años de la muerte de la República

Autor: Sebastian Saá

Salvador Allende, ese día 11 de septiembre, se convirtió en un gigante moral, no sólo para América Latina, sino también para el mundo entero. Es difícil encontrar a una persona de mi generación, en cualquier país del mundo, que ese día no se haya conmovido con la batalla de La Moneda y el gesto heroico y consecuente del Presidente, en contraposición con Augusto Pinochet, que ha encarnado, a través de la historia, la peor alimaña que haya producido el género humano.

Junto a la muerte de Allende, acaecida hacia las dos de la tarde de ese fatídico día, falleció la república de Chile, para reemplazarla por una monarquía neoliberal, regentada por la Concertación y la Alianza. Lo que los sociólogos describen como “la revolución pinochetista” no es más que el travestismo de los líderes de la Concertación, del socialismo latinoamericanista, al más miserable y cruel de la explotación por el mercado, convirtiendo la vida humana en general en bienes de consumo y que iniciaban en el darwinismo de “sálvese quien pueda”.

Salvador Allende encarna, a mi modo de ver, dos grandes concepciones valóricas: la primera, la república laica y pluralista – no en vano, su personaje más admirado era su abuelo, Ramón Allende Padín, llamado “el rojo”, debido a sus convicciones laicas – y, la segunda, la relación entre el socialismo y la democracia, entendida como una interacción dialéctica, en que la una se nutre de la otra. Cualquier persona que siga y profundice en los discursos de Allende, podrá constatar la insistencia de su concepción de la vía chilena al socialismo, en base a métodos democráticos y, además, subrayando el pluralismo – la idea de la alianza entre laicos radicales, marxistas y cristianos revolucionarios -.

El Presidente Allende perteneció a la generación de los años 30, cuando un grupo de jóvenes idealistas – socialistas y anarquistas en la FECH, y cristianos, en la U. Católica – jugaron un papel fundamental en la caída de Carlos Ibáñez del Campo y que más tarde produjo políticos brillantes en el Parlamento y en el Ejecutivo. En la época republicana, el senado y la cámara de diputados eran verdaderas escuelas cívicas: los jóvenes que se iniciaban en la política preferían ir a la galería del senado a escuchar a Radomiro Tomic, a Salvador Allende, a Eduardo Frei Montalva y a Raúl Ampuero, entre otros valiosos oradores, que asistir a “la rotativa de un biógrafo” – como llamaban a las salas de cine en ese entonces -. Hoy, a nadie se le ocurriría asistir a la “torta de moka” construida bajo las órdenes del tirano a escuchar monosílabos e incoherencias, además de mutuos apitutamientos.

Mis padres, Rafael Agustín Gumucio y Marta Rivas eran directos amigos de la familia Allende, aun cuando habían tomado caminos distintos – La Falange y el socialista, respectivamente -. En la república, a diferencia de la monarquía presidencial, existía verdadera amistad cívica y, además, Chile era un país mucho más pobre, sencillo, menos atropellador y prepotente como el de hoy, en que los políticos eran auténticos servidores públicos y “no se servían al público”, por consiguiente, la sociabilidad era más abierta, cercana y humilde. Desde mi infancia he conocido muchos personajes – hoy figuras históricas – tanto políticos, como escritores; Salvador Allende gozaba de un sentido del humor y una forma de reírse de sí mismo, que hoy, en el Chile pedante y frívolo, ha desaparecido; le encantaba disfrazarse de distintos personajes y entraba, muchas veces, por la ventana de la casa de mis padres, aterrando a todos sus moradores – un día cuando nos invitó a su casa, en Algarrobo, conocimos “el huasito” una chalupa que, ni siquiera, se le podría dar el nombre de bote y que la derecha lo denunciaba como un lujoso yate -.

La visión pluralista de la Unidad Popular era defendida con dientes y muelas por Salvador Allende y le costaba entender por qué el Mapu, una escisión de la Democracia Cristiana, insistía en definirse como marxista-leninista cuando debiera haber sido el canal que agrupara a los cristianos por el socialismo. Algo parecido le pasabas con la Izquierda Cristiana que, de reformismo, propio de la Democracia Cristiana, se pasó al ala más izquierdista de la Unidad Popular.

Uno de los aspectos, muy importante por cierto, de la actuación de Allende en su gobierno dice relación con el respeto de la deliberación al interior de los partidos que integraban la UP, como en las decisiones que debía tomar el gobierno respecto a cada coyuntura; se trataba de hacer lo contrario de la forma de conducir el Estado por parte de los reyezuelos llamados Presidentes de la república – por ejemplo, Eduardo Frei Montalva nombró a su gabinete en un fundo, en los alrededores de Santiago, con poca consulta a su partido único, mientras que Salvador Allende lo conformó con el acuerdo de todos los partidos de la Unidad Popular -.

Quizás, un buen homenaje a Allende sería emprender la refundación de la república y en este plano no hay donde perderse: el camino es convocar a una Asamblea Constituyente, por medio de la cual el pueblo, único detentor de la soberanía popular, construya una Carta Magna que fije las reglas de la segunda república de Chile, esta vez, ojalá, revolucionaria y social.

Por Rafael Luis Gumucio Rivas

Clarín


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