El afán por localizar los malestares y proceso mentales es un antiguo sueño científico. Sus diferentes despliegues se han entroncado a lo largo de la historia con teorías consideradas en su época como investigaciones de vanguardia, pero que al pasar el tiempo develaron profundos errores y alcances que operaban como dogmas científicos que superaban lo que podemos decir sobre el ser humano. Una de estas doctrinas fue la frenología , que a comienzos del siglo XIX es propuesta por el neuroanatomista alemán Franz Joseph Gall.
Gall aseguraba poder determinar el carácter y rasgos de la personalidad sobre la base de la forma del cráneo y del cerebro, siendo pionero en estudiar las localizaciones de las funciones cerebrales. Su doctrina sentó la noción de que el cerebro es la residencia de las facultades intelectuales y morales. Junto a varios científicos se esforzaron en las décadas siguientes por delimitar en la superficie del cerebro una serie de zonas para definir las sedes de las facultades humanas, teoría que atendió las formas y dimensiones del cráneo como procedimiento diagnóstico. De esta forma, se abrió un proyecto científico cuyo esfuerzo principal sería mapear el cerebro, definiendo zonas geográficas asociadas a determinadas respuestas o estados mentales.
Durante todo el siglo XIX la frenología tuvo su apogeo. Se desarrollaron manuales neuroanatómicos y mapas de las funciones cerebrales. En estas representaciones se buscaba establecer la sede que ocupa en el cerebro cada comportamiento humano. El supuesto que movilizaba dicha doctrina era que el cerebro es la sede de la mente. Dicho enfoque permitió conocer que algunas áreas del cerebro están comprometidas con determinadas funciones, como el hallazgo del centro del habla, hecho por el fundador de la craneometría, Paul Broca; o la distinción de la afasia sensorial, realizada por el neuropatologista Karl Wernicke, quien localiza dicho trastorno en la circunvolución temporal izquierda del cerebro. Investigaciones posteriores en torno de la neurosífilis que efectivamente mostraban lesiones en el cerebro reafirmaron este enfoque localizacionista respecto de molestias y procesos mentales.
Dichos descubrimientos permitieron a la ciencia psiquiátrica en formación poder estar a un mismo nivel que las otras ciencias biomédicas de la época, al mostrar la relación entre una lesión y un comportamiento específico. Sin embargo, para principios del siglo XX pese a que cientos de cerebros de pacientes psiquiátricos fueron analizados, la gran mayoría de las categorías diagnósticas de la psiquiatría no eran capaces de demostrar una relación orgánica. Si un médico abría el cadáver de alguien muerto de cáncer, efectivamente podía mostrar los daños de la enfermedad, no así un psiquiatra cuando intentaba convencer de que la esquizofrenia es una enfermedad. El cerebro de una persona etiquetada con dicho diagnóstico era similar a las personas normales.
LAS UTOPÍAS MÉDICAS A PARTIR DEL ELECTROENCEFALOGRAMA
A fines del siglo XIX el asombro ante la electricidad, hizo que no pocos científicos decepcionados por la frenología, vislumbraran la posibilidad de escudriñar dentro de nuestras cabezas con la nueva tecnología. La estabilización de los Rayos X en 1895 por Wilhelm Conrad Röntgen, cuyo uso se masificó como herramienta de diagnóstico en los hospitales en la década de 1920, estimuló también la aplicación de nuevas tecnologías provenientes del mundo industrial en las prácticas médicas, relación que llegó para quedarse.
En 1924 Hans Berger presentó el electroencefalograma, registrando la actividad eléctrica cerebral de su hijo. Por primera vez se obtenía un registro de lo que pasa al interior de nuestras cabezas. El historiador de la medicina Cornelius Borck, quien traza la emergencia del campo de electro-psicología durante la Alemania de Weimar, destaca que la prensa celebró la electroencefalografía como un dispositivo de lectura mental y que poco a poco dicha tecnología fue ajustada por los neurocientíficos de la época. Entre el asombro y el escepticismo, el electroencefalograma fue siendo adaptado como instrumento diagnóstico (1).
Borck cuenta que para la década de 1930 no pocos investigadores del cerebro estaban convencidos de que las ondas registradas ofrecerían una visión directa de la vida mental. Las transformaciones en el uso de la tecnología indican un cambio cultural en el que la electricidad cambió su rol de ser la fuente de energía de los aparatos experimentales para convertirse en un medio de procesos psíquicos. Al mismo tiempo, el público lego parecía bastante dispuesto a aceptar este dispositivo como una máquina de lectura mental que registraba, por medio de la electricidad, algunos signos secretos pero significativos de la cabeza.
Se trataba de una nueva forma de iluminar el alma, sostiene Borck. En su recepción pública el electroencefalograma fue percibido como una tecnología que proporcionaba un nuevo acceso a un reino de signos secretos de la psique. Al hacerlo, contribuyó a la reconstrucción gradual de la vida psíquica en el imaginario cultural como patrones de señales eléctricas. El mismo autor destaca que el desarrollo de la electropsicología demostró tanto el potencial imaginativo como la versatilidad histórica de la electricidad y la psique. El electroencefalograma obtuvo así una enorme atención en la prensa y fue rápidamente apropiado por otras disciplinas que buscaban consolidarse como la psicología. Así también fue utilizado para medir orientaciones vocacionales y en pruebas psicológicas.
LA ÉPOCA DORADA DE LAS NEUROIMÁGENES
Desde la década de los 60 y, por sobre todo, a partir de fines de la década de los 80 hubo una transición de las imágenes utilizadas en biomedicina, de estar basadas en principios de óptica a ser producidas por computadores. En este contexto surgen las neuroimágenes que conocemos actualmente, como la tomografía por emisión de positrones (PET), la tomografía computarizada por emisión de fotón único (SPECT) y, más recientemente, la imagen por resonancia magnética funcional (fMRI), que es actualmente la más utilizada (2).
Dichas tecnologías, a diferencia del electroencefalograma, cuya superficie de inscripción era bidimensional, ofrece una representación del cerebro en tres dimensiones y permiten añadir colores a la representación.
El NeuroSPECT es capaz de medir los pequeños aumentos del flujo sanguíneo en una determinada región del cerebro. Es decir, muestra la presencia de la sangre en un punto concreto, la que contiene algo más de oxígeno que en otro. La actividad es primero medida y posteriormente visualizada. La medición es representada así en la imagen que acaba siendo publicada en los artículos científicos.
El neurofisiólogo e historiador de las ciencias Michael Hagner observa que se establece un correlato entre el flujo sanguíneo y la actividad neuronal, pero con un intervalo de tiempo entre ambos que no es posible determinar con exactitud, es decir, por el momento no es posible establecer un correlato confiable entre ambas variables. Agrega que “estas observaciones conciernen únicamente a los procesos físicos del cerebro. En qué modo este aumento mínimo del flujo sanguíneo puede estar vinculado a la actividad mental es una cuestión abierta”(3).
Si bien el SPECT es útil para diagnosticar enfermedades que tienen un correlato orgánico, como accidentes cerebrovasculares, tumores y una variante de la enfermedad de Alzheimer conocida como demencia temporal frontal, para gran parte del estamento médico no tiene utilidad diagnóstica, menos aún para medir proceso mentales. Jeffrey Alan Lieberman, presidente de la Asociación Americana de Psiquiatría en el periodo 2013 -2014, comparó el uso de SPECT como una moda, al igual como fue la frenología para el siglo XIX (4).
El efectismo de las imágenes neuronales plantea la interrogante de que si realmente estamos viendo la mente en acción o estamos siendo seducidos por imágenes producidas con ese efecto. Se trata de una tensión entre la supuesta transparencia de la imagen y su naturaleza construida que diversos autores recientemente han puesto en discusión.
EL SUJETO CEREBRAL EN LA CULTURA CONTEMPORÁNEA
El supuesto de que podemos visualizar los procesos cerebrales producto del desarrollo de tecnologías de neuroimagen reduce la compresión de nosotros mismos a los procesos biológicos de nuestro cerebro. Se trata de un determinismo esencialista que si bien tiene sus raíces en discusiones de fines del siglo XVIII respecto de la sede del alma, cobra vigor en las sociedades industrializadas y altamente medicalizadas desde mediados del siglo pasado, en las que emerge la figura del ‘sujeto-cerebral’, según plantean Fernando Vidal y Francisco Ortega, editores de Neurocultures (2011) y autores de Being brains. Making the cerebral subject (2017).
Ambos autores han reflexionado respecto a la emergencia en el paisaje intelectual desde el siglo XVII, en pleno desarrollo de la modernidad occidental, de la reducción de la clásica discusión respecto del ‘ser’ y del ‘yo’ a un cerebro. No se trata de cualquier órgano del cuerpo humano, porque dicho órgano constituye el locus por excelencia de la identidad personal. Argumentan que desde fines del siglo XIX, la visualidad ha sido comparada con transparencia epistémica y personifica la inmediata presencia del objeto representado. La imagen del cerebro obtenida por SPECT es asumida así en las representaciones masivas contemporáneas como una fotografía de los procesos cerebrales. Dichas representaciones esconden que son construcciones mediadas, asumiéndose como transparentes y de objetividad inequívoca Como si se tratara de la búsqueda científica del alma, acabamos describiéndonos y entendiéndonos a nosotros mismos y a los demás como algo reducible al cerebro, retirando así explicaciones sociales a los problemas y dando fundamentos neurobiológicos al malestar destacan (5).
Angel Martínez Hernáez, antropólogo médico, llama la atención respecto de “esta concepción de lo humano defiende que uno es lo que es su cerebro y que el comportamiento puede reducirse, en última instancia, a un mundo de fenómenos neurales que explica nuestros deseos, voluntades, decisiones, y, también, nuestras aflicciones”(6).
Martínez agrega que “el papel que tuvieron en otro momento las explicaciones sociales y psicológicas para dar cuenta del malestar y el comportamiento ha dejado paso a un relato sobre factores biológicos y neurotransmisores. El sufrimiento ha adquirido un rostro neuronal, de tal modo, por ejemplo, que el duelo y la tristeza pueden ser reducidos a un funcionamiento anormal de la serotonina”. De esta forma, en esta inteligibilidad reduccionista sobre nuestros afectos, “la causa de sus problemas está en sus neurotransmisores”.
Francis Crick, uno de los autores de la teoría de doble hélice del ADN, también reflexiona que en esta comprensión de lo humano, la alegría y el sufrimiento, la intencionalidad, la identidad y el libre albedrío son considerados como “el comportamiento de un gran número de neuronas y sus moléculas”(7). Advierte sobre el reduccionismo de esta perspectiva que reduce la personalidad a los procesos biológicos que ocurren al interior del cerebro,
Vidal y Ortega comentan que pese a las tecnologías de visualización han transformado las neurociencias cognitivas, el aumento gigantesco en la cantidad de documentos de neuroimagen no se ve acompañado por una contribución proporcional a la comprensión de la mente. Al mismo tiempo, destacan que se ha aplicado de manera extensiva a temas relacionados con la persona, la sociedad y la cultura, siendo su impacto más significativo el impulsar el surgimiento y justificar la existencia de las neurodisciplinas. Así sus principales efectos más que avances científicos han sido culturales, sociológicos y económicos, deviniendo las neuroimágenes, en palabras de dichos autores, en fetiches contemporáneos cuyo poder se deriva de la creencia de que dichas tecnologías ofrecen una ‘ventanas a la mente’.
Esta biologización de los problemas sociales implica una exclusión de lo social a la hora de entendernos nosotros mismos. Martínez observa que la reducción de la experiencia humana se emparenta con el despliegue de la psicofarmacología en las últimas décadas. Se subjetivizan así las aflicciones, nombrándoselas ahora como depresión; sus supuestas causas se atribuyen a una disfunción serotoninérgica; y los tratamientos los entrega la industria farmacéutica en sus diversos formatos, ya sea Prozac, Seroxat o Citalopram.
Además Vidal y Ortega concuerdan en que este tipo de realismo fotográfico proporcionado por las neuroimágenes realiza una importante labor ideológica, ya que excluye la dimensión social tanto de la personalidad como de la ciencia. Destacan que las neurociencias y sus neuroculturas relacionadas prosperan en el contexto social y moral de la autonomía como un valor, donde se pone énfasis, sobre la elección individual, la iniciativa, el logro y la auto-propiedad, y donde todos tenemos que decidir y actuar como un empresario libre de sí mismo.
Mauricio Becerra Rebolledo
El Ciudadano
CITAS
(1) Borck, Cornelius: Electricity as a medium of psychic life: electrotechnological adventures into psychodiagnosis in Weimar Germany. Science in Context, 2001. Vol. 14 (4). P. 565-590.
(2) La historia del desarrollo de la tomografía es contada por Hutton B.F.: The origins of SPECT and SPECT/CT. Eur J Nucl Med Mol Imaging. 2014 May. Vo. 41 (1). P. 3-16.
(3) Hagner, Michael: Cómo funciona la mente: la representación visual de los procesos cerebrales. ARBOR Ciencia, Pensamiento y Cultura, 2010, mayo-junio, Vol. 743. P. 435-447.
(4) Bernstein, Richard. Why Has PBS Promoted Controversial Shrink Dr. Daniel Amen? Observer. 8 de marzo de 2016.
(5) Vidal, Fernando; Ortega, Francisco. Being brains. Making the cerebral subject. Fordham University Press, New York, 2017.
(6) Martínez Hernáez, Angel: Antidepresivos y neuronarrativas en la era del sujeto cerebral. Texto presentado en la XI Jornada de Debate de la Fundación Nou Barris ‘L’ús de la medicació, ús de la paraula. La clínica en la infancia i l’adolescència avui’, el 15 de marzo de 2013.
(7) Crick, Francis. La Búsqueda científica del alma: una revolucionaria hipótesis para el siglo XXI. Debate, Madrid, 1994.