Notas a partir de la coyuntura
Afiches pegados durante la romería al cementerio general a 41 años del golpe de Estado de 1973, 7 de septiembre 2013. Fotografía de Sergio Sebastian.
I.
Un fantasma recorre la política: el fantasma del Golpe. Todas las fuerzas de la vieja transición se han unido en santa cruzada para acosar a ese fantasma: la Concertación y la Derecha liberal; el Cardenal, el poeta y el profesor de derecho constitucional; Auth y Escalona; los progresistas del Frente Amplio y los izquierdistas del PC. Es un fantasma, y aunque inmaterial, es poderoso. El Golpe -o su fracaso, que deviene en guerra civil- es “el alfa y el omega” de cualquier ejercicio de memoria respecto a los procesos de cambio en Chile. La sombra oscura del General Pinochet, que cubre todo el pasado del golpismo, que termina siendo el referente global del Golpe de Estado infame, anuncia que en este tiempo de cambio también merodea, como espectro casi hecho carne, los límites del proceso constituyente en Chile y de todo cambio en marcha. No se nombra, pero está al medio de cada debate. No se nombra, pero está ahí, y cuando ante el acoso de un fantasma, ofrecemos el hacer como que no existe, el resultado es parecido al de tapar el sol con un dedo.
Desde el acuerdo del 15 de noviembre de 2019 y hasta estos días de mediados de 2021, en que la única norma parece ser el vértigo y la inestabilidad de lo que antes parecía eterno en su quietud, el fantasma del Golpe ha obrado a modo de faro de advertencia de los peligros de su praxis, para algunos, y como anuncio de la proximidad de la salvación, para otros. Como sea, después de 1973, la historia de Chile y de la región continental nunca más puede leerse en la inocencia del que ignora los hechos de aquel año. Así, el Golpe -militar, derechista, conservador, pues no es un abstracto instrumento universal sino una forma de lucha de exclusiva de una clase- es la certeza de los grupos más reacios al fin del ciclo neoliberal, sin duda; pero, y esto es lo más importante de resaltar, no es ni un gatillo liberado de seguros, ni una herramienta sin subjetividad propia.
II.
Un golpe, entonces, empieza de a poco. Un golpe no es solo la acción violenta que lo culmina en forma espectacular. Cuando los tanques dejan los cuarteles, casi nunca es una apuesta ciega. Los golpes que fracasan no son pocos, pero son la minoría. Sus condiciones de fracaso son las mismas de su posibilidad: la existencia de un bando político irreductible en democracia y que genera una situación insoportable para el grupo golpista. Es la existencia intratable de masas votantes, leales a la democracia, en tanto número movilizado y en tanto poder legítimo, el principal escollo del Golpe. Pero en algún momento de la zaga golpista exitosa, ese escollo se ha reducido y ya no puede resistir ante la apuesta por las armas, y se ve débil, sin respaldo suficiente. Es cuando su suerte está echada. El peso del hecho aplasta al derecho. Todo ese golpismo y su sabiduría ad-hoc, lamentablemente, es una tradición abyecta y escondida de las elites, una sabiduría negra, fantasmal, pero que bien sabemos que está ahí.
Hoy no es posible un Golpe, el arco de fuerzas que lo permitiría no existe. Pero eso no quita que no es la estrategia permanente de un sector de la oligarquía, el más nostálgico de la Dictadura y más refractario de la democracia. Con el golpe han tanteado en un par de ocasiones recientes -entre el 20 y el 21 de octubre, y después del 12 al 15 de noviembre, de 2019-, y casi sin ocultarlo. Pero no han logrado más que tanteos. Un coup d’etat, a pesar de los delirios de “gerente golpista” de buena parte de la derecha chilena, es una operación política de masas y no un recurso permanentemente disponible. Requiere una construcción que pasa tanto por producir una mayoría efectiva que convenza a sus ejecutores de estar actuando con un mínimo de respaldo social, así como de descomponer la mayoría social y política que respalda la democracia y a las instituciones legítimas. Se ha indicado que el Ejército no estaba dispuesto a una intervención mayor que la realizada las primeras semanas después del 18 de octubre, pues temían a los efectos judiciales a mediano y largo plazo, y sabían que el presidente era incapaz de garantizarles impunidad, pues ni Pinochet había podido. A pesar de lo acotado de la justicia transicional respecto de los crímenes y violaciones a los DDHH de la Dictadura iniciada con el golpe de 1973, el ejemplo del par de centenares de militares y policías condenados por tales hechos parece haber tenido efecto. Por otra parte, la mayoría política y social no tenía -ni tiene- ningún ánimo de respaldar salidas rupturistas a la crisis actual, y aquello debió entenderlo la derecha más pinochetista y también la otra, y recientemente la mayoría de la izquierda radical.
Entonces, no se puede ni ser inocente ni exagerado, sino atento. El Golpe es una posibilidad real cuando la política latinoamericana hace crisis; algunas veces más real que otras, pero es una posibilidad latente en el fin y el cabo de nuestra historia.
Los golpes empiezan antes de la balacera final, se despliegan de a poco, cuando el bando golpista va convenciendo al resto de que es la única salida; y que la violencia traumática resultará finalmente menos costosa que perderlo todo. Es lo que indica Ricardo Yocelevzky respecto de la DC entre 1970 y 1973, cuyo desplazamiento estratégico fue de la oposición democrática a la UP hacia el golpismo más o menos culposo. Sin ese desplazamiento, tal vez el golpe no hubiese ocurrido, o probablemente no con el respaldo de masas y capas medias que tuvo cuando ocurrió, ni con el aislamiento político y social de Allende y la Unidad Popular. Tampoco podría haber ocurrido sin la paulatina y sostenida degradación de la legitimidad institucional desde por lo menos 1969, a la que contribuyó, con una mezcla de frivolidad e inocente confianza estratégica, el bando “golpeado” en 1973. Un bando en el gobierno, sin las armas de su lado, es solo eso; no es “el” poder del Estado. Por último, el Golpe de 1973 no podría haber ocurrido sin la serie de golpes en la región que fue avalando tanto su marcha como la institucionalización de la Dictadura; y que contaron con el fuerte respaldo de los Estados Unidos. Y es que entre 1960 y 1980, en la región sudamericana hubo 21 golpes militares en ocho países. En lo que va del siglo XXI, seis países han vivido procesos de ruptura institucional o destituciones de gobiernos, algunas han sido golpes de estado militares (como el caso boliviano de 2019 y el fallido golpe venezolano de 2002), y otras, han sido procesos políticos que han sido calificados como “golpes blancos” (como el de Brasil en 2016 y el de Paraguay en 2012).
III.
El golpismo es una tendencia permanente en las clases dominantes locales, es el alma antidemocrática, irreductible, colonialista y radicalmente antipopular. Es el sector que nunca ha aceptado la participación ciudadana en los asuntos del Estado. Las banderas borbonas con que desfiló una minoría radical de la derecha durante la campaña electoral del plebiscito de 2020, pueden verse pintorescas, y lo son. Pero también son un “retorno de lo reprimido”: la memoria de la colonia, de la hacienda, de la esclavitud, del reino contra los indios, de la última frontera de su civilización contra nuestra barbarie. El golpismo retorna porque quiere revertir o interrumpir el tiempo abierto desde octubre de 2019; el tiempo de la pregunta estratégica para toda la sociedad chilena, aquella de cómo será el pacto social que permita la paz y contenga la vida en común. El sector que se ve seducido por la carta golpista tiene hoy por objetivo estratégico dislocar o hacer imposible la Convención Constitucional (CC). Es la estrategia de una minoría, pero que sabe bien que debe hacerse mayoría antes de golpear.
Hay un sector de la izquierda que no cree en dicha estrategia, que no lo cree posible. Que no nota que la derecha perdió en las urnas y en el campo de la cultura, pero no ha perdido el capital, y todavía es el actor favorito de los aparatos ideológicos del Estado y de las Fuerzas Armadas. Las principales palancas del poder, siguen en sus manos. Creer que debido a su minoría electoral actual son un actor intrascendente, posible de ser humillado y sometido a la burla, es caer en el electoralismo reduccionista de la complejidad, y negarse a observar la lucha de clases como un fenómeno multidimensional y a la vez total, no reducido a una única instancia político-institucional. Creer que la CC contiene y da cuenta de toda la política, de toda la lucha de clases, es un error de apreciación propio de principiantes. La CC es un espacio dentro de un universo de relaciones sociales de clase; es una de sus canchas, probablemente una muy espectacular y tensa; también la de nivel más político, o sea estratégico. Pero una más. Imaginar que la mayoría dentro de la CC, que es una instancia sin armas ni dinero, y cada vez menos tensionada por las masas populares, es una mayoría que se traduce inmediatamente en poder de clase, es infantil. Por el contrario también hay errores. Así, imaginar la idealización romántica de la CC, promover el ejercicio de negar al fantasma golpista porque tal vez “se volvió buena persona”, y tratar dicho espacio como si fuese la asamblea republicana que por fin y sin choques, refunda la paz ciudadana, es un error de optimismo, igual de infantil, o bien simple retórica thermidoriana. Si es un despropósito tratar al golpismo como si fuese el movimiento de una palanca táctica y no como una estrategia política de difícil construcción; también lo es el tratarlo como si no estuviese conscientemente intentando dicha construcción. La relación con la derecha más golpista debería ser una muy cuidadosa, que impida que su sector más decidido produzca alianzas mayoritarias, y que lo aísle de las masas más críticas de la CC. Que a la vez que no le permita usar su golpismo apenas sugerido como chantaje, manteniendo en evidencia su marginalidad y violentismo. Para la izquierda, este trance político en particular, el período constituyente, no se gana ni con diplomas al mejor alumno, ni con la soberbia de triunfador novato, sino que se gana aislando al golpismo, evitando que rompa la única trinchera de crisis que se ha abierto en casi un siglo. Aunque suene mediocre, es realista: después de décadas de derrota y casi aniquilación, el bando popular y la izquierda deberían sentirse triunfadores de este ciclo si evitan perder y se mantienen como subjetividad crítica de larga duración.
IV.
Tal vez sean tiempos en que el triunfo sería recuperar para las clases populares la capacidad ciudadana. No el mito burgués, sino el poder proletario de ser mayoría. Ganar este ciclo sería dejar de pensar la política a la defensiva, dejar de hacerlo a nivel de masas. Proponer estrategias que salgan de la jaula dorada de la derrota heróica, del glamour de la víctima. En fin, superar la apelación a poderes ajenos, y pasar a la ejecución del poder propio, popular. La des-ciudadanización actual de las mayorías populares y de buena parte de la militancia, esa que se hace evidente cuando se piensa primero y antes que todo, en cómo quedará el nombre propio en la derrota, y no en cómo jugarse la vida y la historia por la victoria; es la forma en que permanece hoy la represión de la Dictadura. Es también uno de los rostros del fantasma del Golpe. Pues, para la oligarquía, fue la autonomía popular la que les hizo insoportable la democracia del siglo pasado. Entonces, hay que hacer la crítica del opuesto del fantasma del golpismo, o sea, de la credulidad en el absoluto de “esta” democracia y no en su reforma en marcha; de la credulidad en su carácter de dominio total, y en la negativa a observar y aprovecharla como contradicción. La fe -propia de esclavos- en lo impenetrable y compacto del dominio, a pesar de toda sus notorias y oportunas grietas, le deja la cancha abierta a los peores oportunistas que abundan en las filas de izquierdas, aquellos que no cargan mitos sobre la política, ni le temen al pecado de aprovechar para sí los espacios que pueden tomar en el Estado. Si la política de izquierda no plantea realmente un conflicto clasista respecto del Estado, entonces no es lucha por el poder, sino baile de sillas musicales, un juego para rebarajar a los mismos actores y evitar que con la crisis de la elite se hunda todo el buque institucional. Entonces el vacío del derrumbe de la transición es copado velozmente por los más dispuestos, oportunistas de clases medias, o bien golpistas, marchando sobre las ruinas de los pobres remedos de estrategias que ha ofrecido la izquierda. No hay profecía más autocumplida que aquella del actor principal que no hace absolutamente nada salvo anunciar su propia derrota, con alaridos tan fuertes que le indican el camino triunfal a su atontado enemigo.
Es posible derrotar a la derecha, en este ciclo. Pero no es posible ni totalmente, ni para siempre. Y no se hará simplemente golpeándola en la CC con cachetadas de payaso. Así solo se agita el fantasma del golpe, crece su apoyo entre quienes nunca han confiado en la política popular y ante ella hoy son minoría frustrada. No se derrota en la CC a la derecha, pues allí no están los fundamentos de su poder. Es más probable que desde ese espacio se le pueda comenzar a detener, a arrinconar su desmedido poder de clase. Desde allí se puede, y también fuera de ella, neutralizando su capacidad de desborde. Se puede lograr evitando que el irreductible bando golpista, nostálgico del Reyno de Chile, consiga aliados de relevancia, y a la vez, sumando activamente a la mayoría popular al bando de la reforma, sin estridencias sino con cálculo y entusiasmo realista. Aprender a no perder, a permanecer como contradicción, evitar la solución del orden burgués e imponer la democracia con la lucha de clases dentro, han sido siempre caminos exitosos, seculares y no milenaristas, proletarios más que de enajenados pequeñoburgueses, para el mejoramiento de la vida popular a costa de la ganancia de los patrones.
Por Luis Thielemann H.
Historiador, académico y parte del Comité Editor de revista ROSA.
Publicado originalmente el 1 de agosto de 2021 en revista Rosa.