El 9 de agosto de 1982, en la ciudad suiza de Ginebra, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) realizó la primera de sus reuniones de trabajo sobre población autóctona. Doce años después, en 1994, la Asamblea General de la misma ONU eligió el 9 de agosto como Día Internacional de los Pueblos Originarios del Mundo. Este día sirve desde entonces para celebrar anualmente a casi 500 millones de indígenas que representan el 5% de la población mundial.
Sobran las razones para la celebración de los pueblos originarios del mundo. Una de ellas, la que aquí nos interesa, es que nos enseñan otra forma de ser humanas y humanos, una forma diferente de aquella devastadora que en sólo medio siglo ha creado continentes de basura sobre los océanos, ha provocado la mayor extinción de especies desde la época de los dinosaurios y ha exterminado a más de la mitad de poblaciones de vegetales silvestres y de animales salvajes. Mientras nosotros destruimos el planeta y ponemos en peligro nuestra propia supervivencia en el futuro, los pueblos originarios nos ofrecen un ejemplo de convivencia más equilibrada y armoniosa con la naturaleza.
Un reciente informe de la ONU, por ejemplo, ha caracterizado a los pueblos originarios latinoamericanos como “los mejores guardianes de los bosques”, demostrando con datos duros cómo impiden la deforestación de sus territorios y así “mitigan el cambio climático”. Los indígenas cobijan a la naturaleza, la defienden contra nosotros, amortiguan los golpes mortales que le asestamos y compensan en parte los daños inmensos que no dejamos de infligirle. Es así como frenan un poco la vertiginosa espiral destructiva que nos está llevando hacia nuestra propia extinción como humanidad.
Los pueblos originarios nos protegen de nosotros mismos. Por esto, por todo lo que les hemos arrebatado y por mucho más, estamos en deuda con ellos. Desde luego que jamás podríamos pagar la enorme deuda que hemos contraído, pero sí deberíamos al menos reflexionar en ella cada 9 de agosto. Esta reflexión anual podría ser una buena forma de celebrar a quienes han sido y siguen siendo tanto nuestras víctimas como nuestros benefactores.
Una celebración reflexiva de los pueblos originarios nos exige, ciertamente no idealizarlos ni denigrarnos, pero sí revalorizarlos y cuestionarnos. Tenemos que hacer un examen de conciencia, un balance de nuestros errores y de los aciertos de los indígenas, preguntándonos qué son ellos y qué somos nosotros para que estemos tan endeudados con ellos y para que necesitemos que nos protejan de nosotros mismos. Esta pregunta no presupone forzosamente que haya diferencias naturales, constitucionales o esenciales entre las razas humanas, pero sí plantea la cuestión de las divergencias y contradicciones existentes entre diversas formas culturales de subjetivación. Estamos aquí en el terreno de la cultura, el de la etnología y la antropología, pero también en el de la subjetividad, que es o debería ser el de la psicología.
Los psicólogos están entre los profesionistas que más pueden aportar en una celebración reflexiva de los pueblos originarios. Este aporte puede ser muy significativo, pero siempre y cuando parta del reconocimiento de que hay otras formas culturales de subjetivación además de aquella noroccidental moderna, indisociable del capitalismo y hoy prevaleciente en el mundo, a la que se refiere la mayor parte de nuestro saber psicológico. De lo que se trata, en otras palabras, es de aceptar que nuestra psicología es particular y no universal, culturalmente determinada y no independiente de la cultura, lo que no será admisible sino para muy pocos psicólogos y no precisamente los culturales o transculturales, que suelen reducir las diferencias entre culturas a simples variaciones de los mismos temas europeos y estadounidenses.
Los psicólogos mayoritarios, los que siguen pretendiendo poseer un saber universalmente válido sobre la subjetividad, no están en condiciones de entender el profundo sentido psicológico de lo que celebramos cada 9 de agosto: el de la existencia de otras configuraciones culturales de la subjetividad que difieren de aquella individual asertiva, agresiva, destructiva, posesiva, acumulativa y competitiva que se asocia con el sistema capitalista y que está devastando actualmente el planeta. Esta forma devastadora de subjetivación es una entre otras, no es la única posible, no es nuestro destino inescapable, como lo evidencian los pueblos originarios que saben ser sujetos de otro modo que nosotros. Al celebrarlos a ellos, tenemos que celebrar también la esperanzadora evidencia de que el ser humano puede ser otro, que no está condenado a ser eso que somos, eso que lo destruye todo a su paso por el mundo.
Conviene recordar que eso que somos tiene su origen histórico en el ávido y arrogante blanco europeo heredero de varios legados culturales, entre ellos: el grecorromano de esclavismo, conquista imperial, desnaturalización de lo humano y racionalización de lo irracional; el judeocristiano de universalismo, intolerancia, individualización de los sujetos y extracción de sus almas para dominar sus cuerpos; el bárbaro y feudal-medieval de violencia, privilegio y abuso; y el burgués-moderno de represión, privación, apropiación privada, explotación del semejante e insaciable acumulación de riqueza. El engendro subjetivo de estos valiosos legados se apropió del mundo entero y se dedicó a saquearlo y arrasarlo mientras imponía su especial modelo de subjetividad. La humanidad entera debió renunciar a su diversidad y rehacerse a imagen y semejanza del supuesto hombre universal.
La imposición colonial del modelo subjetivo europeo, correlativa de la expansión global del capitalismo, hizo que la blancura biológica se trascendiera en una blanquitud simbólica bien descrita por Bolívar Echeverría y hoy compartida por no-indígenas blancos, amarillos, negros y morenos de todos los rincones del mundo. Cualquiera puede ser ahora el sujeto simbólicamente blanco del que se ocupa la psicología. Es por esto que los psicólogos y las psicólogas pueden hacer carrera y ganarse la vida en todos los rincones de la tierra, o más bien casi todos, pues los hay en los que aún se resiste contra la subjetivación dominante, a veces bajo la influencia de concepciones indígenas de la subjetividad incompatibles con el saber psicológico europeo y estadounidense.
La psicología noroccidental dominante no tiene casi nada relevante que decir, por ejemplo, ante el modo particular en que el sujeto es concebido por los pueblos originarios mesoamericanos que aún viven en México y Centroamérica. Para estos pueblos, como he intentado mostrarlo en un libro publicado recientemente, la subjetividad resulta irreductible al objeto del saber psicológico: no está artificialmente objetivada, ni encerrada en el interior del individuo, ni separada con respecto al cuerpo y al mundo. La concepción indígena mesoamericana de la subjetividad, mucho menos forzada y reduccionista que la psicológica dominante, suele ser la de algo tan mundano y corporal como psíquico o anímico, tan comunitario como individualizado, e inseparablemente unido a los demás seres del universo, ya sean materiales o espirituales, humanos o no-humanos, animales o vegetales o incluso minerales.
El reconocimiento de la unidad inseparable con el resto de la naturaleza explica en parte el respeto de los pueblos originarios mesoamericanos hacia el entorno natural. Estos pueblos no han olvidado que destruir un ecosistema significa destruirse a sí mismos, destruyendo una parte de su más íntimo núcleo subjetivo, de aquello que los antiguos nahuas denominaban teyolía, que era un alma compartida entre los diversos seres del universo, todos ellos representados como ramas de un mismo árbol. Cada planta o animal del bosque y cada integrante humano de una comunidad constituyen aquí las últimas ramificaciones de un mismo tronco del universo que de algún modo está contenido en el centro del corazón de cada ser.
Huelga decir que no hay manera de pensar el concepto de teyolía con las categorías de la psicología europea-estadounidense que hoy en día estudiamos en Latinoamérica. Estas categorías tan sólo podrían traducir un concepto semejante al cercenarlo, simplificarlo y disolverlo en las banalidades psicológicas de siempre. Nuestra psicología debería transformarse radicalmente, hasta el punto de trascenderse y superarse a sí misma, para ser capaz de concebir algo que no cabe en ella ni en ninguna otra de las estrechas casillas científicas especializadas en las que se ha dividido el saber en la tradición moderna occidental. Hay que entender que la división del saber forma parte del problema, siendo como un aserradero en el que se corta y se tritura el árbol del universo para convertirlo en tablas, trozos, virutas y aserrines que luego pueden ya sea desecharse o bien manipularse, utilizarse, explotarse y venderse.
Después de haber talado y fraccionado el árbol con toda su vida y su extrema complejidad, tan sólo nos quedan sus partes inertes y demasiado simples, entre ellas la psicológica. No hay en la psicología ninguna reminiscencia ni del teyolía ni de todo lo demás que un indígena sabe discernir en el árbol. Tan sólo hay el exiguo saber de los especialistas en psicología y el sujeto que le corresponde: el objetivable y objetivado, el centrado y atrapado en sí mismo, el desvinculado y desnaturalizado, el vaciado interiormente de su comunidad y de la naturaleza. Es el mismo sujeto asertivo, agresivo, destructivo, posesivo, acumulativo y competitivo al que ya nos referimos. Es el normalizado por y para el capitalismo. Es el sujeto que está devastando el mundo y que se nos ha obligado a ser: el único reconocido por un saber psicológico fundado en la ignorancia de todo lo que está en juego en las sabidurías ancestrales de los pueblos originarios.
Lo mejor que podemos hacer las psicólogas y los psicólogos ante la sabiduría de los indígenas es primeramente celebrarlos por no haber asimilado nuestra ignorancia, por no estar ciegos, por ser capaces de ver el árbol del universo y sus ramas humanas, alcanzando así una concepción de la subjetividad más fiel y menos dañina que la nuestra. Luego, tras la celebración anual del 9 de agosto, deberíamos adoptar dos principios de conducta en relación con los pueblos originarios: por un lado, no llevarles ya nuestra psicología, dejar de obstinarnos en instruirlos y evangelizarlos con ella; por otro lado, esforzarnos en escucharlos atentamente y aprender algo de todo lo que sólo ellos pueden enseñarnos acerca de la subjetividad. Lo que nos enseñen quizás nos permita contribuir a proteger el mundo, como lo hacen ellos, al cultivar a un ser humano diferente del reproducido y promovido por la psicología.
Por David Pavón-Cuéllar
Texto publicado en el blog de la Red Iberoamericana de Investigadores en Historia de la Psicología (RIPeHP por sus siglas en portugués), el 9 de agosto de 2021
Publicado el 9 de agosto de 2021 en el blog del autor.