La victoria de los talibanes tras dos décadas de guerra en Afganistán desataba este lunes el caos en el aeropuerto de Kabul, donde al menos seis personas morían mientras miles intentaban abordar, desesperadas, los vuelos de repatriación para huir del país. Mientras tanto, la mayoría de los Estados del Consejo de Seguridad de la ONU mostraban su honda preocupación por la violación de los derechos humanos en Afganistán tras el fulgurante triunfo de estos integristas islámicos.
Cómo y por qué ha caído Afganistán tan rápidamente en manos talibanes es ahora la gran pregunta. Estados Unidos y la OTAN responsabilizan al Gobierno afgano; otros apuntan a una entrega del país pactada bajo cuerda, mientras China, Rusia y el propio Estados Unidos se preparan para reconocer a los talibanes, inmersos ahora en una operación de blanqueamiento, conscientes de que las prisas por volver a las andadas no son buenas consejeras, sobre todo con las cámaras de televisión delante.
En el último medio siglo, Afganistán ha sufrido dos cruentas guerras. La primera –de 1978 a 1992–, enmarcada en la Guerra Fría entre el Bloque Capitalista liderado por Estados Unidos y el Bloque Comunista liderado por la Unión Soviética; esta segunda –de 2001 a este año 2021–, enmarcada en la Guerra contra el Terrorismo impulsada por George W. Bush –presidente de Estados Unidos desde 2001 hasta 2009– tras los atentados del 11S de 2001. Y ambas guerras están muy relacionadas.
Afganistán se independizó del Imperio británico en 1919, y fue una monarquía hasta que en 1973 se constituyó en una república. En aquel momento, la esperanza de vida en el país era de 42 años, la mortalidad infantil era la más alta del mundo, la mitad de la población sufría tuberculosis y una cuarta parte malaria, el 98% de las mujeres –que no tenían derechos– y el 90% de los hombres eran analfabetos, el 5% de la población poseía más de la mitad de las tierras fértiles y escaseaban las carreteras, las industrias –por cada obrero había siete mulás– y a menudo los alimentos.
En 1978 –es decir en plena Guerra Fría–, se produjo la Revolución de Abril o de Saur –liderada por el comunista Partido Democrático Popular de Afganistán– y con ella la constitución de la República Democrática de Afganistán, que pronto puso en marcha un ambicioso programa de reformas económicas, políticas, sociales y laborales; entre ellas, la igualdad de derechos entre hombres y mujeres –lo que anuló la obligación de utilizar velo para estas y las incorporó a la educación y el trabajo–, la alfabetización, la legalización de los sindicatos, la regulación del salario mínimo, la reducción del precio de bienes y servicios de primera necesidad o la eliminación de la usura.
El pueblo afgano y muy especialmente las mujeres afganas comenzaban a ver la luz, pero la República Democrática de Afganistán tuvo que enfrentarse desde el propio 1978 a la feroz oposición de los muyahidines, integristas musulmanes reclutados, armados, financiados y entrenados por Estados Unidos –como la Contra nicaragüense que entonces, e igualmente en el marco de la Guerra Fría, se enfrentaba a la Revolución Sandinista– dentro de la Operación Ciclón, una de las más largas –25 años– y caras –40.000 millones de dólares– de todas las implementadas por la CIA. Enfrente, la recién nacida República Democrática de Afganistán, apoyada por el Ejército Rojo de la Unión Soviética, que acudió al país a instancias y en auxilio de la república afgana y permaneció en él desde 1979 hasta 1989, es decir hasta vísperas de la disolución de la URSS.
“Freedom fighters”
Estados Unidos a los muyahidines no sólo los reclutó, armó, financió y entrenó; también los agasajó y jaleó públicamente. Ronald Reagan –presidente de Estados Unidos desde 1981 hasta 1989– llegó a recibir en 1985 en la Casa Blanca a sus líderes, y calificó a los muyahidines de “freedom fighters” [luchadores por la libertad]. “Ver a esos valientes afganos luchar contra modernos arsenales con simples armas de mano [en referencia a los punteros misiles tierra-aire Stinger que el propio Estados Unidos les había proporcionado] es una inspiración para quienes amamos la libertad”, llegó a decir sobre ellos, y se refirió a sus líderes como “los equivalentes morales a los padres fundadores de América”. El más conocido de aquellos muyahidines era el saudí Osama bin Laden, a quien Estados Unidos acabaría acusando de los atentados del 11S –registrados 16 años después de aquella reunión con Reagan– y matando.
La guerra entre los muyahidines y la República Democrática de Afganistán finalizó en 1992 con la victoria de los primeros y la constitución del Estado Islámico de Afganistán, marcado desde sus comienzos por las luchas entre muyahidines, hasta que los talibanes –la más integrista de las facciones de muyahidines, surgida en 1994– acabaron haciéndose con la mayor parte del territorio afgano y constituyendo en 1996 el Emirato Islámico de Afganistán.
Tras los atentados del 11S de 2001, Estados Unidos puso en marcha su denominada Guerra contra el Terrorismo, cuya primera operación fue invadir Afganistán al frente de una coalición de la OTAN para derrocar a los talibanes; lo logró, pero 20 años después del comienzo de aquella operación, los talibanes han vuelto al poder en Afganistán. La segunda operación fue invadir Irak –en este caso sin el aval del Consejo de Seguridad de la ONU– al frente de una coalición internacional para derrocar a Sadam Husein, otro antiguo aliado de Estados Unidos.
España –entonces bajo la Jefatura del Estado de Juan Carlos I y la presidencia del Gobierno de José María Aznar– ha participado directamente en ambas guerras.
En la de Irak, Aznar integró en marzo de 2003 el trío de las Azores junto a Bush y Tony Blair; España cedió al Ejército estadounidense su espacio aéreo y sus bases conjuntas sin restricciones ni condiciones, y el Ejército español mantuvo tropas en el país desde abril de 2003 –Estados Unidos, Reino Unido y España lograron que el Consejo de Seguridad de la ONU avalara la ocupación de Irak en mayo de 2003– hasta que José Luis Rodríguez Zapatero ordenó retirarlas en mayo de 2004. El trío de las Azores intentó justificar aquella guerra ilegal asegurando que Husein poseía armas de destrucción masiva, y Aznar llegó a decir en televisión en febrero de 2003 que “el régimen iraquí tiene armas de destrucción masiva, puede estar usted seguro y pueden estar seguras todas las personas que nos ven de que les estoy diciendo la verdad”. Tras la invasión y ocupación de Irak, se demostró que aquellas armas de destrucción masiva en realidad no existían, es decir se demostró que Aznar había mentido a sabiendas.
En la de Afganistán, los primeros militares españoles llegaron al país en enero de 2002 y los últimos volvieron a España el pasado mes de mayo; más de 19 años en los que han muerto 102, entre ellos los 62 fallecidos en el siniestro del avión Yakovlev registrado en 2003, los 17 muertos en el accidente del helicóptero Cougar registrado en 2005 o la soldado Idoia Rodríguez Buján, fallecida en un atentado con explosivos contra un convoy de blindados registrado en 2007 y primera mujer militar española muerta en una operación internacional. Además, documentos del Departamento de Estado de Estados Unidos desclasificados han revelado que el Gobierno de Aznar donó 17.000 toneladas de armamento al Ejército Nacional Afgano –auspiciado y controlado por Estados Unidos– y lo hizo ocultándoselo al Congreso.
Las invasiones de Afganistán e Irak –que, como Reagan la Operación Ciclón, Bush lideró en nombre de la “libertad”– se enmarcan en la misma “Guerra contra el Terrorismo” promovida por Estados Unidos. Por eso, que la foto de las Azores fuera tomada dos años después de la invasión de Afganistán no significa que ambos hechos no formaran parte de la misma operación.
Un mundo cada vez más multipolar
Si Afganistán 1978 se enmarcó en la Guerra Fría y Afganistán 2001 en la denominada Guerra contra el Terrorismo, Afganistán 2021 –la victoria talibán que ha puesto fin a la guerra más larga de la historia de Estados Unidos– se enmarca en un mundo cada vez más multipolar, con Estados Unidos zozobrando y China –que tiene frontera con Afganistán– pisándole los talones.
En cualquier caso, en su película de 2004 ‘Fahrenheit 9/11’ –ganadora de la Palma de Oro del Festival de Cannes y uno de los documentales más taquilleros de la historia–, Michael Moore da cuenta de las verdaderas razones que impulsaron a Bush a invadir Afganistán e Irak, y estas están más relacionadas con el petróleo, el gas y los intereses de empresas estadounidenses que con el objetivo de evitar atentados y por supuesto que con la “libertad” de afganos e iraquíes.
Dos décadas antes, la propagandística trilogía original de la saga ‘Rambo’ –protagonizada entre 1982 y 1988 por Sylvester Stallone– se había convertido en el brazo cultural de Reagan contra la República Democrática de Afganistán, enmarcada en la cruzada anticomunista liderada, de costa Este a costa Oeste del Pacífico, por el propio Reagan, la entonces primera ministra británica Margaret Thatcher y el entonces papa católico Karol Wojtyla.
Hoy todo el mundo es consciente de que los muyahidines, armados por Estados Unidos, fueron el germen no sólo de los talibanes –el propio líder talibán, el mulá Haibatullah Akhundzada, luchó en la guerra contra la República Democrática de Afganistán y el Ejército Rojo– sino también de Al Qaeda –fundada en 1988–, y que equiparar moralmente a su líderes con “los padres fundadores de América” –como hizo Reagan cuando en 1985 los recibió en la Casa Blanca– diría mucho de estos, pero absolutamente nada bueno.
Hoy todo el mundo es consciente también de que Estados Unidos no intervino en Afganistán –ni en 1978 ni en 2001– por cuestiones relacionadas con la “libertad”. Quizás por eso, Joe Biden ha dejado a un lado este lunes la palabrería de Reagan y Bush y ha reconocido que la “misión” de Estados Unidos en Afganistán nunca fue “construir una nación ni crear una democracia unida” sino defender sus intereses particulares, aunque ha restringido estos a la intención de evitar atentados en su territorio.
Mientras Estados Unidos da un paso atrás, Rusia se dispone a recuperar la influencia que un día tuvo la Unión Soviética en Afganistán, pero ese país no apunta a aquella república democrática que aumentaba los derechos de afganas y afganos sino a un emirato islámico, por mucho que unos y otros, desde dentro y desde fuera, intenten blanquearlo, que en ello están. Los burkas vuelven a los cuerpos de las mujeres y la oscuridad se cierne sobre el pueblo de Afganistán y en cierto modo también sobre el resto del mundo, inmerso en otra Guerra Fría aunque esta vez sin contendiente soviético.
Por Javier Lezaola
Medio asociado a El Ciudadano : https://luhnoticias.es/