Continúan las evacuaciones a contrarreloj en Afganistán, pero solo los que han colaborado con el Ejército de EE.UU. o cualquier otro ejército extranjero podrán salir del país. Solo ellos y sus familias. Sin embargo, hay millones de afganos ‘sin contactos’ que también quieren huir y se han convertido en los parias. ¿Quién les escucha a ellos?
Latifa Sakhizada no ha colaborado con el Ejército español ni con ningún otro ejército durante los últimos veinte años de guerra y ocupación en Afganistán. Tampoco lo han hecho ninguno de sus cuatro hermanos o sus tres hermanas. Pero también quieren salir del caos y el horror en el que se ha convertido su país en apenas unas horas.
Ella y su familia solo son un ejemplo de los millones de afganos que probablemente no tendrán la suerte de ser evacuados por las tropas internacionales, aunque el escalofrío, y el miedo, sean el mismo para todos.
La familia de Latifa pertenece al grupo étnico de los hazara, una minoría proveniente de la región central de Afganistán y que principalmente son musulmanes chiíes.
Los talibanes (organización terrorista proscrita en Rusia) les odian. «Ellos matan a los hazara, son nuestros enemigos. Durante los últimos veinte años han asesinado a nuestra gente en los colegios, las mezquitas, en los hoteles; por las carreteras del país o en manifestaciones en la calle. Es un genocidio hazara», cuenta Latifa desde su casa de Kabul, donde lleva escondida junto a su familia desde que los talibanes tomaron el control de la capital el 16 de agosto.
Latifa tiene 25 años y el virus de la polio la dejó con la pierna derecha prácticamente inservible cuando era una niña. No necesita silla de ruedas para su vida diaria, porque puede apoyarse en un bastón o incluso caminar sin ayuda externa, pero sí la usa cuando necesita hacer largos recorridos, cuando va a pasar muchas horas fuera de casa o cuando hace deporte, porque forma parte del equipo de baloncesto femenino de Afganistán.
Hablamos en presente: «puede apoyarse», «hacer largos recorridos», «necesita»; aunque la joven es consciente de que no podrá volver a realizar ninguna de estas actividades si no sale del país urgentemente o si los talibanes no desaparecen.
En primera persona desde el infierno
Su enfermedad, en lugar de achantarla, la impulsó a estudiar «Prosthetics and Orthotics» (Protésico y Ortopedista, una especialidad dentro del ámbito de la medicina reconocida en algunos países), y antes de la llegada de los talibanes al poder su vida cotidiana consistía en sacar adelante sus estudios y trabajar para el Comité Internacional de la Cruz Roja ayudando a otras personas con una situación similar a la suya.
Pero ahora lleva diez días encerrada en casa. Las calles, según cuenta la joven, están desiertas: «Cada vez hay más negocios cerrados y las mujeres han desaparecido de la vida pública. Yo intento no pensar mucho, pero estoy muy mal. No duermo, no como. Intento leer libros para pasar el tiempo, pero no puedo», explica a través de una conversación de WhatsApp tras el intento infructuoso de hablar por teléfono con esta misma aplicación.
«Mi internet está cada día peor, no sé porqué», se justifica la joven, que anhela su vida de hace tan solo unas pocas semanas. Una vida en la que aparte de trabajar o estudiar también podía viajar (y lo hizo a «varios países como Indonesia o Tailandia»).
«Ahora no podré conseguir ninguno de mis objetivos o sueños en la vida», asegura.
En su casa viven once personas. Latifa, su madre, sus hermanos y hermanas y unos sobrinos. Son los hombres, en concreto alguno de sus hermanos mayores, los únicos que se aventuran a salir a la calle para comprar comida para subsistir, aunque los precios no paran de aumentar y su maltrecha economía doméstica cada vez sirve para menos.
Su padre murió este año 2021 como consecuencia de un derrame cerebral que también puede achacarse a la persecución que históricamente ha sufrido su grupo étnico (los hazaras) por parte de los talibanes.
«Mi hermano mayor se fue a Irán junto a su familia en busca de una vida mejor porque aquí no encontraba un buen trabajo, y en el camino, un grupo de talibanes les asaltaron y secuestraron a sus dos hijos pequeños, mis sobrinos. Pidieron un rescate de 250.000 afgani (unos 2.500 euros)».
La familia, aunque de escasos recursos, lo pagó. Latifa pidió dinero prestado a sus compañeros de trabajo y a su jefe de Cruz Roja, y entre todos consiguieron reunir la cantidad, pero cuando su padre se enteró de la extorsión sufrió el derrame y murió pocos días después en el hospital. Latifa conserva unas fotografías de ella junto a su padre postrado en la cama durante sus últimas horas, y no duda en compartirlas a través del teléfono con esta reportera. La imagen impresiona. El padre luce cetrino y cadavérico, como si estuviese advirtiendo del espanto que llegaría solo unos pocos meses después.
La joven solo rompe su clausura cuando se embarca en la peligrosa tarea de intentar llegar al aeropuerto junto a su familia. En estos días lo ha intentado hasta en cinco ocasiones. Todas han sido infructuosas y cada vez se hace más difícil y peligroso llegar.
Los afganos que no han colaborado con tropas extranjeras también tienen derechos
Una de las últimas veces que fue hasta el aeropuerto de Kabul mandó a nuestro chat un mensaje de audio cuando le pregunté qué tal le había ido y cuál era la situación allí. En el mensaje se le quebraba la voz y me decía que lo sentía mucho, pero que ahora no podía responderme porque no estaba en un buen momento. Que mejor hablábamos en la noche.
Estaba volviendo a casa exhausta, con hambre, con sed y cada vez más desesperanzada. Acababa de pasar horas bajo el sol agolpada frente a un muro de personas desesperadas como ella que solo tratan de no morir en vida, o de no morir, literalmente, probablemente asesinadas a manos de sus verdugos, ahora gobernantes del país con la mayor producción de opio del mundo (el 90%).
El opio es el mayor sustento económico de los talibanes y en 2001, cuando EEUU llegó, las plantaciones de esta sustancia en Afganistán ocupaban 74.000 hectáreas. Solo entre 2016 y 2017 (cuando las tropas aún no se habían retirado), estos cultivos crecieron en 120.000 hectáreas, ocupando un total de 328.000.
EE.UU. consume el 94% de los opiáceos que se producen en el mundo y cada día mueren 44 personas en este país como consecuencia de sus efectos. Eso, veinte años después de su guerra contra el terror, o contra los talibanes, o contra sus armas de destrucción masiva.
Cuando Latifa envió al teléfono estos mensajes, los talibanes acababan de anunciar que no habría más evacuaciones después del 31 de agosto, y que a partir de ahora solo los extranjeros podrían salir. Las últimas noticias, sin embargo, aseguran que los vuelos comerciales sí continuarán más allá del último día del mes: «Las personas con documentos legales pueden viajar a través de vuelos comerciales después del 31 de agosto», ha informado en su perfil de Twitter el portavoz de la oficina política de los talibanes, Suhail Shaheen.
Los extremistas no quieren que los afganos se vayan porque los necesitan para sacar adelante su Emirato Islámico. Quieren evitar a toda costa la fuga de cerebros cualificados (y también la de la mano de obra barata), que serán fundamentales para construir algo parecido a un país que ahora está bloqueado y cada vez más aislado del mundo.
La Comunidad Internacional todavía no reconoce a los talibanes como un Gobierno legítimo, aunque varias voces relevantes como la de la canciller Angela Merkel o la del presidente ruso Vladimir Putin ya han resaltado la necesidad de entablar un diálogo con el grupo terrorista. Por su parte, el Fondo Monetario Internacional (FMI) ha anunciado que ha suspendido el acceso de Afganistán a los recursos de la institución (unos 375 millones de euros).
Además, funcionarios afganos y estadounidenses han asegurado que la mayoría de los más de 8.000 millones de euros en activos del banco central afgano se mantienen fuera de Afganistán, y la Administración Biden ha asegurado que no estarán disponibles para los talibanes.
En su última intentona hacia el aeropuerto de Kabul para tratar de salir como sea de su destino presente, Latifa, embutida en la parte trasera de un camión junto a su familia al completo, ha cogido un pañuelo rojo y otro amarillo y los porta en la mano. Están sucios y desteñidos, y se ven claramente los agujeros en el medio de la tela.
A sus oídos también llegaron las declaraciones de la ministra de Defensa, Margarita Robles, dirigiéndose a los afganos que habían colaborado con España. A ellos les dijo a través de una rueda de prensa en televisión que debían llevar al aeropuerto un pañuelo rojo o gritar «España» una vez estuvieran allí, para que los soldados españoles en el terreno pudiesen identificarlos. Todo ello debido al cada vez mayor caos que reina en el aeropuerto de Kabul y a las dificultades de acceso por culpa de los peligrosos controles talibanes.
El jefe de Estado Mayor de la Defensa, el almirante general Teodoro Esteban López Calderón, fue todavía más crudo que la ministra: «Deben llegar por su cuenta y riesgo», dijo. Y que cada uno llegue como pueda. La falta de fe duele más cuando se presta atención a su rostro pálido guardando el tipo en el uniforme impoluto para las cámaras.
Cuando Robles hizo estas declaraciones, muchos se sonrieron desde casa por lo inverosímil que parecía sonar una técnica tan rudimentaria para llevar a cabo una evacuación. Días después, y ante la incapacidad de hacerlo de otro modo, esta manera muy poco propia del siglo en el que vivimos, se ha convertido en la única forma desesperada de entendimiento entre el Ejército español y los cientos de miles de afganos rotos en abatimiento, como Latifa y su familia.
No. Ni ella ni sus hermanos y hermanas han colaborado nunca con los militares de ninguna tropa extranjera y cuando le pregunté si tenía algún tipo de relación con España, su respuesta rompe el alma: «No… Solo veía al Real Madrid por televisión».
El tiempo se agota. España está barajando incluso adelantar la fecha para poner fin a su permanencia en Kabul y terminar con las evacuaciones lo antes posible. En las últimas horas, además, los países aliados están alertando del riesgo de un «atentado terrorista» inminente y están pidiendo a sus connacionales que abandonen las inmediaciones del aeropuerto.
Mientras tanto, han comenzado a hacer negocio en el terreno algunos contratistas privados, como el ex Navy Seal, Erik Prince, que a puesto a disposición de los desesperados vuelos privados para salir del país a cambio de 6.500 dólares el precio del billete. Ofrece incluso servicio de transporte hasta el aeropuerto por un plus adicional.
Latifa escribió un último mensaje: «No nos han dejado pasar. Nos han dicho que nuestros documentos no son legales».
Cortesía de Esther Yañez Illescas Sputnik