El artículo propone una crítica desde el marxismo a la teoría eco-socialista del decrecimiento basada en tres ejes principales: 1) por un lado, argumentamos que esta corriente se basa de un planteamiento fundamentalmente errado que confunde la causa última de los problemas de extralimitación ambiental, que no es el «crecimiento» en abstracto sino la lógica económica capitalista que lo gobierna, una lógica ciega que impide la regulación consciente y democrática de la economía; 2) en segundo lugar, consideramos que propone una solución socialmente injusta y reaccionaria, pues reparte responsabilidades por igual, hace recaer el coste de la reconversión ecológica sobre la clase trabajadora e impide aprovechar las enormes capacidades científico-técnicas acumuladas por la humanidad; 3) en tercer lugar, consideramos que constituye un proyecto esencialmente utópico por dos motivos: no establece unos fundamentos institucionales y económicos verdaderamente alternativos al capitalismo; y es inviable porque acaba aceptando la misma producción mercantil que está detrás de la degradación ambiental. Como conclusión, se reivindican las posibilidades de la planificación económica socialista en las condiciones tecnológicas actuales como verdadera alternativa a la crisis eco-social global.
En el libro Marx y el comunismo en la era digital (Nieto, 2021) hemos expuesto los fundamentos económicos, institucionales y tecnológicos que serían necesarios para construir un modelo de economía socialista planificada, viable y eficiente capaz de dar respuesta a la crisis eco-social mundial en curso.
Esta propuesta, que hemos denominado ciber-comunismo, se sitúa en las antípodas del anticapitalismo reaccionario (o “socialismo reaccionario”, como lo llamaron Marx y Engels, 1848) que rechaza el progreso tecnológico, aboga por una vida austera y pretende volver a un mundo de reducidas comunidades rurales autosuficientes basadas en la pequeña producción (mercantil, por supuesto). Esta es, en esencia, la propuesta eco-socialista del “decrecimiento”, una suerte de eco-primitivismo de corte neo-malthusiano que goza de un predicamento ascendente en el movimiento ambientalista actual. El argumento central para sostener tal proposición es la supuesta imposibilidad de desvincular o “desacoplar” totalmente (y no solo en términos relativos) el crecimiento económico (medido por el PIB o por cualquier otro indicador del tamaño de la actividad productiva) de su impacto ambiental negativo en forma de emisiones de gases de efecto invernadero, contaminación, pérdida de biodiversidad o agotamiento de los recursos naturales (2). Para evitar la amenaza de colapso ecológico planetario a la que nos enfrentamos no quedaría otra, en consecuencia, que decrecer, volviendo a formas más primitivas de producción y de vida en sociedad, y una vez retrocedido al nivel deseado, permanecer indefinidamente en él, manteniendo la economía en un “estado estacionario”, sin crecimiento.
Aunque quizás a primera vista el planteamiento decrecentista pueda tener cierto atractivo, por la aparente radicalidad tanto del diagnóstico como de la solución propuesta, lo cierto es que presenta problemas y contradicciones insolubles que conducen a un callejón sin salida.
1. EL DECRECENTISTA ES UN PLANTEAMIENTO FUNDAMENTALMENTE ERRADO
Y lo es porque desenfoca los problemas y, en consecuencia, es incapaz de ofrecer una solución económicamente viable y socialmente justa a la crisis eco-social en curso. En vez de centrar la atención tanto de las causas de los males actuales como de su posible solución en la forma de organización económica de la sociedad, en las relaciones de producción capitalistas y en la irracionalidad del mercado, lo hace en el “crecimiento económico”, la “civilización industrial”, el “productivismo” o incluso en la tecnología. El problema desde esta perspectiva residiría más bien en una supuesta hybris humana, en nuestra tendencia congénita a la desmedida, una pulsión que el capitalismo habría exacerbado y que deberíamos tratar de domar si se quiere evitar el desastre. Sin embargo, como hemos venido argumentando a lo largo de todo el libro, es la anarquía mercantil, la imposibilidad de gobernar racionalmente una económica de base privada, lo que impide que el desarrollo económico pueda ser no solo respetuoso con el entorno natural sino también capaz de garantizar el bienestar general y sostenido de la población.
Como ya hemos dicho, la clave argumental en el discurso decrecentista es la supuesta imposibilidad de “desacoplar” completamente el crecimiento económico del consumo depredador de recursos naturales, la contaminación y la destrucción de los ecosistemas. Sin embargo, lo cierto es que ya hubo desacoplamiento absoluto (y no solo relativo) y a escala global (y no solo para los países más desarrollados) en diferentes ámbitos. Analizando problemas ambientales del pasado reciente hoy ya resueltos, o en vías de hacerlo, vemos que todo pudo lograrse gracias a la inversión y cierta “planificación” públicas, y no del mercado. Algunos ejemplos son la restauración progresiva de la capa de ozono dañada por la emisión de gases CFC, o la eliminación de la lluvia ácida causada por el dióxido de azufre, o también la reversión de la deforestación (aunque es cierto que con importantes desigualdades regionales). Todo ello demuestra que aunque difícil, sin duda, el desacoplamiento no es imposible.
Como ha señalado acertadamente Leigh Phillips (2019), la única duda es si se puede generalizar a todos los sectores, o a un número suficiente de ellos como para asegurar la sostenibilidad ambiental. Lo único realmente cierto es que el desacoplamiento general es imposible bajo el capitalismo, pero no bajo otra forma de organización de la producción más racional y democrática. Esto y no otra cosa es lo que en verdad certifica el informe “Decoupling debunked” (2019) elaborado por la European Environmental Bureau (EBB), muy citado por los partidarios del decrecimiento, cuando confirma que no hay evidencia empírica de que el crecimiento económico se esté desligando de la degradación medioambiental… ¡en el capitalismo!
“Decrecer”, en cualquier caso, es una consigna abstracta y vacía, incapaz de concretar qué tipo de producción debemos reducir, cómo se podría implementar en un mundo de complejísimas interdependencias industriales (que se extienden más allá de las fronteras nacionales) y quiénes habrían de soportar los diferentes recortes. Al plantearse como simple inverso del crecimiento de la producción y el consumo de bienes y servicios, se asume acríticamente el marco metodológico y contable de la teoría económica convencional basada en el reduccionismo monetario, frente a una contabilidad económica en términos físicos como la que hemos propuesto en el capítulo anterior. Y es que, en sí mismo, el decrecimiento de los agregados monetarios como el PIB solo modera el deterioro ambiental o la generación de emisiones, como sucede en los periodos de recesión económica, pero no los evita (3). Por eso decrecer no puede ser ninguna solución. La reconversión ecológica de la economía requiere una masiva inversión tecnológica, potenciar ciertas actividades productivas (en detrimento de otras) así como ampliar infraestructuras, sistemas de transporte público o explotar nuevas fuentes de energía y de recursos, todo lo cual es incompatible con el decrecimiento entendido como fórmula general. Del mismo modo que un pleno desarrollo humano exige también ampliar los servicios sanitarios (desde consultas médicas y pruebas diagnósticas a intervenciones quirúrgicas), la educación, la cultura, la atención a la dependencia, la construcción de viviendas o los equipamientos urbanos. Crecer todo cuanto sea posible en toda esta amplia gama de actividades debería ser siempre una meta irrenunciable para lograr una sociedad justa y orientada al libre desarrollo personal en un marco de sostenibilidad ambiental.
Para contextualizar algo más la discusión, conviene recordar que la historia climática y ambiental de nuestro planeta no es estática sino una transformación dinámica constante, con una compleja sucesión de eras geológicas y superposición de distintos ciclos climáticos que tienen causas diversas (solares, oceánicas, etc.). El conjunto de condiciones benignas de las que depende la especie humana, aquellas que se definieron en los últimos 10 ó 20 mil años coincidiendo con el fin del último periodo glacial, son excepcionales en la historia de la Tierra. Así que preservar estas específicas condiciones ambientales y climáticas “templadas” que son valiosas para los humanos (pero no, desde luego, para otras especies, muchas de las cuales se extinguieron en el camino), tratando de evitar o paliar la amenaza de una nueva glaciación (o de cualquier otro evento geoquímico adverso) que comprometería nuestra supervivencia, debería constituir siempre una meta irrenunciable como especie. Sin embargo, este propósito resultaría imposible de alcanzar sin crecimiento, en una economía de estado estacionario, y sin una decidida intervención del hombre sobre las condiciones climáticas. En todo caso, es muy probable que la acción humana haya modificado ya antes el clima. Distintas investigaciones apuntan a que la generalización de prácticas agrícolas primitivas, hace ahora entre 5.000 y 7.000 años, logró alterar la dinámica natural del clima hasta el punto de haber evitado una nueva glaciación que debería estar ocurriendo en nuestros días. Esas prácticas agrícolas tempranas incluyeron la deforestación masiva de Europa, la introducción de grandes asentamientos agrícolas en lo que hoy es China o la expansión de los arrozales en Asia, y habrían sido responsables de la emisión significativa de gases de efecto invernadero. Este hecho pone de relieve que el problema no sería tanto la capacidad humana de alterar el clima como el hecho de que esto haya sido siempre un efecto colateral no intencionado de nuestra actividad económica. Pero por primera vez en la historia hoy poseemos las capacidades necesarias para intervenir de forma consciente y mantener las condiciones climáticas específicas que hacen posible la vida humana, evitando fases de temperaturas extremas. Lo único que lo impide es el sistema económico obsoleto y primitivo en el que aún vivimos, que no permite aprovechar las enormes capacidades tecnológicas, científicas y materiales para establecer una relación metabólica racional con la naturaleza.
El problema de la sostenibilidad ambiental no reside, por todo lo señalado, en el crecimiento en cuanto tal sino en la muy particular lógica económica que lo conduce. Es la irracionalidad del mercado, con su funcionamiento ciego e ingobernable, basado en el estrecho criterio de la rentabilidad, quien genera desequilibrios de todo tipo, crisis de sobreproducción, derroche generalizado y extralimitación ambiental. Resulta imposible revertir el actual deterioro ecológico y reducir las emisiones de CO2 sin acabar antes con los procesos irracionales que son consustanciales al funcionamiento mercantil: especulación financiera, sobrecapacidad instalada, industria del lujo, obsolescencia programada, generalización de artículos desechables, publicidad e invención continua de nuevas necesidades, consumismo, urbanismo depredador, sistema de transporte privado, burocratismo o militarismo ligado al imperialismo. Así, por ejemplo, en vez de fabricar bienes duraderos, reparables y mejorables, se invierten ingentes cantidades de recursos en hacer justo todo lo contrario. Son este tipo de fenómenos los que impiden un verdadero desarrollo económico racional y ecológicamente sostenible. El mercado constituye una estructura económica rígida que no permite enfrentar con eficacia los enormes desafíos globales, ya que limita drásticamente nuestras elecciones productivas, que son sistemáticamente subordinadas al imperativo de maximización de las ganancias, y las desconecta de las posibilidades tecnológicas y materiales existentes. Puede decirse que el mercado no nos permite hacer todo lo tecnológicamente posible sino solo aquello que es económicamente rentable. Las decisiones relevantes que afectan al medio ambiente no están en manos de la sociedad sino en las de los accionistas de las distintas corporaciones.
Por si todo ello fuera poco, debemos añadir que el decrecimiento representa una propuesta poco eficiente desde el punto de vista económico, ya que tratar de volver a formas más primitivas de organización económica como son las basadas en la pequeña producción y la autosuficiencia generaría enormes deseconomías de escala y duplicidades irracionales en el consumo de recursos. Una ruralización como la que pregonan sus partidarios traería inmensas ineficiencias en transporte, distribución, infraestructuras, producción de energía o servicios públicos, en la medida en que cada equipamiento atendería a un número menor de personas. De hecho, las sociedades más primitivas han tenido casi siempre una huella ecológica per capita mucho mayor que la actual sociedad industrial. Con una población mundial cercana a los 8.000 millones de personas, la ruralización de la sociedad que defienden muchos decrecentistas implicaría extender los asentamientos humanos por prácticamente toda la corteza terrestre, algo incompatible y contradictorio con la propuesta de “renaturalizar” o preservar la “mitad de la tierra” en estado virgen que piden algunos de ellos como política de geoingeniería natural con la que contrarrestar las emisiones de carbono. Las ciudades pueden ser más eficientes que esta disgregación rural porque permiten importantísimas economías de escala y reducen el impacto ambiental directo sobre el territorio, algo que se potenciaría definitivamente con un urbanismo planificado que revierta la dispersión masiva que encuentra su expresión más extrema e irracional en EEUU.
En definitiva, entendemos que sería un auténtico disparate y un suicidio colectivo renunciar al enorme potencial científico y material alcanzado por la humanidad, por más distorsionado que se encuentre hoy al seguir sometido a las irracionales reglas de la asignación mercantil. La emancipación humana solo podrá llegar de la mano de una mayor racionalidad económica, nunca de una menor, lo cual exige necesariamente el control planificado y democrático de la producción.
2. EL DECRECIMIENTO ES UN PROYECTO SOCIALMENTE INJUSTO.
Al no fijar la atención en las relaciones sociales de producción y la irracionalidad mercantil, se convierte en un enfoque que reparte responsabilidades a todos por igual, sean ricos o pobres, trabajadores o capitalistas, regiones colonizadas o potencias imperiales. Del mismo modo, oculta quiénes soportan realmente los mayores costes de la crisis climática y de la destrucción de los ecosistemas, que siempre es la población con menos recursos.
Decrecer significa, por definición, rebajar los niveles de producción y de consumo, y por tanto también el nivel de vida de las personas. Sus defensores suelen matizar que se trataría en realidad de redistribuir la producción y el ingreso mundial para elevar los de los países y regiones pobres mientras se reducen los de los países ricos. Pero como ha recordado Leigh Phillips (2019) a partir de datos de Branko Milanovic (Banco Mundial), si la renta media mundial en 2018 era de unos 5.500 $, esto supondría un brutal retroceso del nivel de vida para la inmensa mayoría de la población de los países ricos. Pensemos que en España la renta media para ese mismo año fue de 28.000 $, por lo que una redistribución de tal calibre supondría una reducción del nivel de vida de hasta el 80%! En todo caso, y sin entrar por el momento en la imposibilidad de imponer tal redistribución masiva del ingreso sin haber abolido antes la propiedad privada de los medios de producción (lo cual presupone la existencia de un gobierno comunista mundial, ¡un detalle menor!), lo cierto es que esto no puede constituir nunca una solución real, ya que reducir el consumo de unos para aumentar el de otros dejaría el saldo global al mismo nivel, que es justamente lo que se supone incompatible con la sostenibilidad ambiental. Pero es que si además la población mundial se estima que continuará creciendo, aunque de forma cada vez más lenta, hasta estabilizarse previsiblemente en un futuro no demasiado lejano en torno a los 10 mil millones, ¿qué se piensa hacer con toda esa gente adicional? ¿Se tiene alguna propuesta seria que no implique un auténtico genocidio?
Por mucho que también se intente precisar que solo tendríamos que reducir las actividades “innecesarias” o el consumo considerado “superfluo” (¿cuáles serían esas necesidades?, ¿quién lo decide? ¿sin cuestionar de raíz la propiedad privada?), este planteamiento desconoce por completo las densas y complejas interrelaciones de las economías contemporáneas. En realidad, como ya explicamos en el capítulo II, el salario de los trabajadores es un ingreso que cubre por término medio sus necesidades de reproducción normal en la sociedad en la que viven. El componente de consumo superfluo y compulsivo inducido por la publicidad que podría suprimirse para el trabajador medio es algo cuantitativamente residual después de haber hecho frente al pago del alquiler (o la hipoteca), las facturas, la alimentación, las medicinas o el transporte. Ninguna reducción significativa de los niveles de producción y consumo como la que piden los partidarios del decrecimiento puede lograse ciñéndonos al llamado consumo “superfluo” de los trabajadores, que son los que conforman la inmensa mayoría de la población.
En esencia, el decrecimiento constituye un neo-malthusianismo que sitúa en último término el problema de la depredación ambiental en una supuesta sobrepoblación, por el sobreconsumo que llevaría asociado, y no tanto en el tipo de sistema económico en el que vivimos. En efecto, para que el crecimiento pueda llegar a ser considerado como un problema ecológico debe remitir siempre a un determinado nivel demográfico que se considera “excesivo”. Lógicamente, el crecimiento económico con una población mundial muy reducida no implicaría en principio graves trastornos al medio natural. Así que hablar del problema del crecimiento en las condiciones demográficas actuales es lo mismo que decir que “sobra gente”. Por eso el decrecimiento es una idea sumamente peligrosa que debemos combatir de manera resuelta. Sirve en bandeja a las fuerzas de la reacción la posibilidad de marcar la agenda política. Al buscar la causa de los problemas actuales lejos de las relaciones sociales de producción y de las estructuras de poder imperantes, abre la puerta a los recortes sociales y la austeridad –impuestos esta vez en aras de combatir la crisis climática– o incluso al eco-fascismo, a las propuestas de segregación social y nacional para acaparar los recursos naturales fundamentales a costa de imponer privaciones al resto.
No es ninguna casualidad que algunos de los pioneros de la economía ecológica, con su obsesión por el límite de los recursos y el tamaño de la población, llegaran a ser abiertamente partidarios del nativismo racista, como fue el caso de Garrett Hardin. Puede ser trivialmente cierto que la Tierra nunca podrá albergar en condiciones dignas a, pongamos, 25.000 millones de seres humanos, porque la economía es entrópica, no circular, y la energía y los materiales no pueden reciclarse completamente. Pero esto está muy lejos de admitir que los casi 8.000 millones actuales no puedan aspirar hoy, y en un futuro próximo, a una mejora sostenida de sus condiciones de vida sin comprometer con ello el entorno natural.
A medida que las contradicciones sociales se agraven en las próximas década dentro de un escenario mundial de escasez de muchos recursos básicos y con migraciones climáticas masivas, cualquier discurso público que no tenga como eje central combatir el capital, y se centre por el contrario en el “crecimiento” y la “población”, se situará quizás involuntariamente, pero inevitablemente de manera objetiva, al servicio de la reacción, o incluso del eco-fascismo (al que muy probablemente pueda mutar el actual negacionismo liberal).
3. EL DECRECIMIENTO ES UN PROYECTO ESENCIALMENTE UTÓPICO, NO FACTIBLE.
Y ello en un doble sentido: i) En primer lugar porque es una propuesta imprecisa que no se sustenta en ninguna fórmula concreta de organización alternativa de la economía. Sus defensores no logran esbozar siquiera mínimamente los fundamentos económicos e institucionales que permitirían articular de un modo coherente la alternativa que proponen, como tampoco especifican nunca la estrategia para alcanzarla (¿parlamentaria y gradualista quizás?). Cuando buscamos alguna idea en este sentido solo encontramos vaguedades, buenas intenciones… y mercado, siempre el mercado, más o menos idealizado y más o menos “compensado” con algún contrapeso institucional “democrático”.
¿Pero cuál sería el mecanismo básico de asignación de recursos y coordinación económica que proponen, el mercado o el plan? Y ligado a ello: ¿quién decidiría sobre el excedente social, cada empresa por su cuenta, como corresponde al mercado, o el conjunto de la sociedad a través de procesos de deliberación y decisión democrática a distintos niveles? No hay respuesta alguna. Lo que sí queda claro es que sus partidarios –hasta donde conozco, sin excepción– no proponen ninguna fórmula institucional concreta alternativa al mercado. Recordemos que el mercado, según demuestra Marx (1867), es ante todo una estructura de producción basada en productores privados que toman decisiones de forma independiente los unos de los otros y que socializan su actividad intercambiando sus productos. Y a este esquema nunca se le opone realmente nada.
Por ejemplo, Ted Trainer, uno de los autores de referencia en este movimiento con su libro La vía de la simplicidad (2017), propone construir “economías locales pequeñas altamente autogestionadas”, como si esto fuese alguna fórmula precisa para articular la división del trabajo de una sociedad mínimamente desarrollada. ¿Pero qué grado de autosuficiencia y bienestar puede asegurar una economía pequeña como la que propone? ¿Cuántos bienes y servicios distintos podría llegar a producir? Construir, supongamos, un tren de tecnología punta o un hospital avanzado, presupone ya una división del trabajo y unas interrelaciones industriales que desbordan cualquier economía regional. Aquí al menos este autor es honesto y reconoce que su propuesta implicaría reducir el nivel de consumo actual de los países industrializados nada menos que un 90%!. Y cuando buscamos algún principio articulador de la economía local autosuficiente que propugna, comprobamos que Trainer defiende tranquilamente los mercados (eso sí, con “control social”). En su libro no tiene empacho en defender el mercado y al mismo tiempo aspirar a que no rijan la lógica del beneficio, ni la competencia, ni las “fuerzas del mercado”, ni el individualismo, sino justo todo lo contrario, la cooperación, la solidaridad y la democracia. Todo junto.
Por su parte, Tim Jackson, otro autor influyente con su libro Prosperidad sin crecimiento (2011), en realidad no propone absolutamente nada más allá de una socialdemocracia clásica pero pintada de verde. Ni siquiera sabe, según admite sin complejos, si la economía del decrecimiento que defiende seguiría siendo o no capitalista.
Giorgos Kallis, profesor de Ecología Política y otro referente del movimiento, se pregunta “bajo qué condiciones, podemos asegurar el bienestar humano y la igualdad sin crecimiento”, y entre las posibles reformas institucionales para conseguirlo nombra lacónicamente “el reparto del trabajo, una renta básica garantizada o un impuesto sobre la renta máxima” (2019: 112). Y ahí lo deja. Todo el supuesto radicalismo eco-socialista se queda en eso. La verdad que cuesta tomar en serio todas estas ideas y planteamientos.
En una economía compleja como la actual, con una división del trabajo hiper-desarrollada y donde se elaboran decenas de millones de productos distintos, ¿tienen idea los decrecentistas sobre cómo se podría decrecer, volviendo a comunidades rurales autosuficientes, sin que ello suponga un brutal retroceso en los niveles de vida de la mayoría de la población? Parecen no ser nada conscientes de la naturaleza y envergadura del problema económico al que nos enfrentamos. ¿Y cuál sería el sustituto del mercado, si es que creen que debe haberlo, para coordinar esa división del trabajo tan compleja? ¿Acaso proponen un mercado pero con control administrativo sobre los precios, las cantidades a producir, el margen de beneficio o la autonomía empresarial para adquirir los insumos? A esto hay que responder que conforme la economía se hace cada vez más y más compleja las interdependencias empresariales aumentan, por lo que “intervenir” sobre algún punto del entramado productivo tratando de imponer precios, cuotas de producción o márgenes de beneficio “justos” se vuelve arbitrario y distorsionador, y además inhibe la inversión y los incentivos. Pensemos que todas las empresas fijan precios y toman precios de sus insumos. Y que no hay dos iguales: tienen estructuras técnicas y de costes muy distintas. Las circunstancias financieras, contractuales o los requerimientos de amortización de maquinaria y pago de deuda también son muy diferentes. ¿Cómo podría una autoridad pública tener en cuenta todas esas diferencias para fijar cuotas? Además, todas las variables económicas empresariales se están modificando a cada instante ¿Cómo intervenir entonces de manera eficaz en ese complejo proceso dinámico? Frente a las ilusiones reformistas de todo signo y pelaje, lo cierto es que el mercado no puede desplegar sus potencialidades si se le constriñe o trocea, lo cual derivaría en inestabilidad, desajustes e ineficiencias. Una empresa más rentable atrae más inversiones, crédito, mejores contratos o fuerza de trabajo más cualificada. Si el gobierno se dedica a compensarlo esto significa pérdida de eficiencia, sobrecapacidad y distorsión de los incentivos, que es precisamente la fortaleza o virtud del mecanismo mercantil. El mercado no es un mecano con el que se pueda construir el sistema económico que uno desea, ensamblándole al gusto piezas de cualquier otra estructura económica distinta.
Y en términos de estrategia ¿cómo se alcanzaría todo ello? ¿Qué medidas concretas se podrían tomar para reducir la producción y el consumo sin enfrentarse frontalmente a los propietarios del capital? Está de más recordar aquí que en todas estas elucubraciones fantasiosas nunca aparecen la burguesía, su Estado y las estructuras de dominación imperial como la Otan, el FMI o el BM. ¿Acaso todas estas instituciones se auto-disolverían rendidas a los argumentos decrecentistas? Para ellos la lucha de clases o el imperialismo no existen en ningún sentido relevante, y las grandes enseñanzas del movimiento obrero revolucionario (necesidad de un programa y un partido, límites del espontaneísmo, etc.) son sistemáticamente dejadas de lado. Seguramente, todas esas ideas y debates clásicos (y, por tanto, vigentes) deben sonarles algo muy antiguo a los nuevos proudhonianos.
ii) Pero el decrecimiento no es solo utópico por indefinido y vacío, sino también porque la propuesta de decrecer sin cuestionar abiertamente el mercado, cuya lógica de funcionamiento es expansiva e ingobernable, resulta sencillamente imposible. Sin embargo, como acabamos de ver, la práctica totalidad de los autores decrecentistas y eco-socialistas aceptan abiertamente como fundamento de su proyecto la existencia de la empresa privada y del mercado (eso sí, siempre con la consabidas regulaciones “democráticas”, faltaría más!). En la práctica, el modelo decrecentista estándar no estaría muy alejado de las economías keynesianas de posguerra, con un potente sector público y amplios servicios desmercantilizados. Nada de esto puede resultar extraño desde el momento en que el eco-socialismo centra su crítica al capitalismo en el “productivismo” y no en la naturaleza ingobernable, explotadora e ineficiente del mercado. Se trata de una crítica superficial que les compromete de facto con los principios y mecanismos económicos más básicos del sistema social que presumen combatir.
Ted Trainer, quizás el más “radical” de todos ellos y que se autodefine como libertario, reconoce tranquilamente que en su modelo “la mayoría de la economía [estaría organizada] en la forma de empresas privadas” (4). Este autor renuncia además a cualquier intento de transformación social consciente emancipadora, pues considera que es absurdo, por imposible y suicida, enfrentarse al capitalismo desde una óptica comunista o racionalizadora. En su derrotismo militante propone aguardar al colapso ambiental planetario para solo entonces comenzar pacientemente la tarea de reconstrucción de la sociedad a partir de los actuales “espacios post-capitalistas” que supuestamente representarían las “eco-aldeas” (sic). ¿Pero por qué habrían de sobrevivir incólumes todas esas eco-aldeas en un escenario de cataclismo climático? Que tras el colapso civilizatorio tenga que brotar de forma natural la armonía entre la miríada de eco-aldeas, y no un tenebroso escenario post-apocalíptico de barbarie neo-feudal con señores de la guerra en pugna por los recursos escasos, es algo que este autor da prácticamente por supuesto.
Por su parte, Herman Daly (1992), el economista ecológico más aclamado y reivindicado por el movimiento ambientalista, es un resuelto defensor de un “capitalismo verde” de “estado estacionario”. Como si ambas cosas fuesen compatibles, como si el crecimiento en el capitalismo fuese algo opcional o subjetivo, y no un imperativo anclado en sus mismas estructuras. En su propuesta, las autoridades públicas se limitarían a establecer cuotas o límites cuantitativos al crecimiento agregado, dentro de los cuales operaria el mecanismo de mercado, que por supuesto considera racional y eficiente. ¿Pero cómo se le podría imponer administrativamente a una empresa privada, o a toda una rama, reducir su producción y ventas sin abocarla a la quiebra? Sinceramente, parece un concurso por ver quien presenta la propuesta más contradictoria.
Pero admitamos por un momento, en aras de la argumentación, que fuese deseable y necesario decrecer como principio de actuación general. La pregunta que inevitablemente se plantearía entonces es la de cómo se podría lograr manteniendo como base la producción mercantil y la propiedad privada. ¿Cómo reducir la producción y el consumo energético y de recursos sin planificar la economía, sin superar el proceso anárquico y competitivo de toma de decisiones, en definitiva, sin que el mercado, con su automatismo expansivo, deje de ser el eje organizador de la economía, o de áreas fundamentales de ella? Sin cuestionar la propiedad privada y el incentivo mercantil del beneficio resulta sencillamente imposible. Todos los mecanismos y procesos mercantiles se orientan de forma natural al crecimiento ilimitado. Por ejemplo, una economía basada en el mercado es también una economía del crédito, y una economía que contrae deudas no puede sobrevivir sin crecimiento para garantizar el pago de los intereses.
En cualquier caso, lo fundamental que no quieren entender los partidarios del decrecimiento es que representa una absoluta irracionalidad económica que en un planeta finito y en medio de una crisis de sostenibilidad ambiental, los recursos productivos y naturales puedan seguir estando en manos privadas (aunque sean cooperativas o pequeños productores), de tal forma que cada propietario pueda decidir por su cuenta, de acuerdo al criterio particular del interés mercantil, a qué los dedica, incluyendo la posibilidad de dejarlos ociosos. Todo ello, insistimos, ¡en plena crisis de sostenibilidad! Tal decisión privada y autónoma sobre lo que le conviene producir a cada cual (por absurdo, despilfarrador o poco prioritario que resulte) es la esencia misma del mercado, y esto nunca se cuestiona en las propuestas eco-socialistas. Pero si existe extralimitación ambiental, entonces no debería dejarse al criterio mercantil de cada particular decidir qué, cómo y cuánto se produce. Lo que se requiere es justamente todo lo contario: planificación científica y deliberación democrática. Como tampoco parecen querer admitir los decrecentistas que una economía mercantil, cualquiera que sea su variante, tiende siempre y de forma natural a la polarización social (como muestran los modelos físicos de Yakovenko y Wright ya comentados en Nieto, 2021; ver Cockshott, 2009), o que el mercado siempre es la dictadura de los más fuertes.
Estas son las principales razones por las que consideramos que el decrecimiento, entendido como principio general de actuación económica, no puede constituir una perspectiva seria para enfrentar con éxito los enormes desafíos tanto sociales como ecológicos que tenemos por delante. El motivo de fondo por el que el decrecimiento no puede ser la alternativa con la que muchos sueñan es que no representa ningún sistema socio-económico diferente al mercantil. Decrecer solo es un posible rasgo que tendría la actividad productiva en un marco no mercantil. Por supuesto, si la catástrofe ambiental avanza y el mercado sigue esquilmando los recursos no renovables, habrá decrecimiento sí o sí, pero en forma de una profundísima depresión económica generalizada y permanente, o incluso de auténtico colapso en amplias regiones de la economía mundial, ocasionando así una devastación social sin precedentes en la historia de la humanidad. Pero eso es una cosa, impuesta por las circunstancias, y otra muy distinta rechazar de plano que una economía planificada pueda generar un desarrollo sostenido sin destrucción medioambiental. El problema para la sostenibilidad ecológica no viene dado por la escala y el crecimiento de la producción sino por la naturaleza irracional, ineficiente, derrochadora, destructiva e ingobernable de la asignación mercantil. Es el mercado quien limita la actividad productiva solo a lo que es rentable, al mismo tiempo que promueve la fabricación de artículos que desde un punto de vista racional y ecológico no deberían tener lugar. Como ya hemos explicado, al no ser rentables muchas actividades y tecnologías necesarias para la transición ecológica sencillamente no se adoptan, o no lo hacen a la velocidad y escala necesarias.
Es totalmente cierto que la innovación tecnológica no resuelve por sí misma los problemas, ni sociales ni ambientales, porque se desarrolla siempre dentro de marcos económicos específicos, con sus reglas de funcionamiento e incentivos particulares. El capitalismo es el ejemplo más claro de ello. Para que la innovación tecnológica pueda realmente contribuir a solucionar la actual crisis eco-social es necesario que deje de estar sometida a la lógica mercantil del lucro. Y es igualmente cierto que una economía comunista como la que hemos propuesto –y no, desde luego, un sucedáneo burocrático o mercantil como los que a menudo se defienden–, precisamente por ser una economía libre y democrática, no garantiza por sí misma que se evite el daño al medio ambiente. De hecho, aunque parece poco probable, una sociedad comunista podría decidir suicidarse si elige eludir las restricciones físicas de la actividad económica. Pero lo que sí está claro es que una economía planificada constituye una condición necesaria para revertir la situación actual sin imponer a la mayoría de la población mundial un brutal retroceso en sus condiciones materiales de vida. Lo decisivo a la hora de establecer comparaciones es saber si un determinado sistema económico conduce o no, por su propio mecanismo de funcionamiento, a determinados resultados desastrosos desde el punto de vista de la supervivencia y el bienestar humanos. Frente a la lógica capitalista del lucro, la competencia y la acumulación irracional, no hay nada en el comunismo –ningún principio, proceso o regla de funcionamiento– que someta a los individuos a actuar de un modo depredador del medio ambiente (5) En definitiva, nunca antes como en nuestros días se ha hecho más evidente la imperiosa necesidad de reemplazar el obsoleto mecanismo del mercado y la propiedad privada por el de la planificación económica y la propiedad social de los medios de producción.
NOTAS
1. Este escrito es un extracto del libro Marx y el comunismo en la era digital (y ante la crisis eco-social mundial) (Madrid: Editorial Maia, 2021).
2. Para aclarar los términos del debate, precisemos que el desacoplamiento relativo significa que los impactos ambientales aumentan a una tasa inferior al crecimiento económico, mientras que el desacoplamiento absoluto ocurre cuando el total de impactos ambientales disminuye aunque la economía siga creciendo. Así, en lo referente al consumo de recursos naturales, el desacoplamiento relativo hace referencia al consumo de menos recursos por cada bien producido, mientras que el desacoplamiento absoluto significa la disminución en términos absolutos de los recursos consumidos con el aumento de la producción (por ejemplo, que se incremente la fabricación de móviles utilizando una cantidad menor de materias primas y energía).
3. Pueden verse los datos de la correlación entre PIB y emisiones de CO2 en el capítulo 9 del libro de Tapia (2019).
4. Trainer “¿Entienden bien sus defensores las implicaciones políticas radicales de una economia de crecimiento cero?”, Sin Permiso, 6.11.2011. Dice lo mismo en su libro La via de la Simplicidad (2017: 290 y ss.), donde pide además a estas empresas privadas “que no exploten a nadie” (sic).
5. Sin necesidad de entrar en consideraciones políticas, hay que decir que muchos de los problemas ecológicos registrados en la URSS –unos problemas que siempre son convenientemente amplificados y manipulados por la propaganda burguesa– se explican en muy buena medida como precio pagado por la necesidad de resistir el hostigamiento y el cerco imperial durante toda su existencia. Y ello sin tener en cuenta la distancia de nuestro modelo con el de la URSS.
BIBLIOGRAFÍA
Cockshott, P. & Nieto, M. (2017). Ciber-comunismo. Planificación económica, computadoras y democracia. Madrid: Trotta.
Cockshott, P., Cottrell, A., Michaelson, G.J., Wright, I.P. & Yakovenko, V.M. (2009). Classical Econophysics. London: Routledge
Daly, H. E. (1992). Steady-state economics. London: Earthscan.
Jackson, T (2011). Prosperidad sin crecimiento. Barcelona: Icaria.
Kallis, G. (2019). “El Green New Deal no debe vincularse al crecimiento económico”, Papeles de Relaciones Ecosociales y Cambio Global, 146, 107-116.
Marx, K. (1867). El capital. México: Siglo XXI.
Marx, K. & Engels, F. (2013 -1848-). Manifiesto del Partido Comunista. Madrid: Fundación de Investigaciones Marxistas.
Nieto, M. (2021) Marx y el comunismo en la era digital (y ante la crisis eco-social mundial). Madrid: Maia.
Phillips, L. (2019). “The degrowth delusion”, Open Democracy, 30 August.
Tapia, J.A. (2019). Cambio climático ¿Qué hacer? Madrid: Maia.
Trainer, T. (2017). La vía de la simplicidad. Madrid: Trotta.
Por Maxi Nieto
(Universitat Miguel Hernández, Colectivo cibcom.org)
Publicado originalmente en la revista Disjuntiva – Crítica de les Ciències Socials – Volumen 2 N°1 · December 2020