Ciertamente, estas fechas me provocan mucho desconcierto; una profunda tristeza; y mucho, mucho desconsuelo, precisamente, a propósito de que esta República, como se enorgullecen en llamar nuestros supuestos líderes, es de lo más injusta con su pueblo y muy especialmente con una parte de éste.
A las etnias no las toman en cuenta para nada o para muy poco -lo que, por otro lado, podría resultar hasta una bendición, si de quien hablamos es del pueblo mapuche, al que bien podrían dejar tranquilo, parando de amedrentarlo y castigarlo brutalmente, y devolviéndole lo que por derecho les pertenece-. A los pescadores los han abandonado a su suerte, en la competencia con las grandes corporaciones pesqueras nacionales e internacionales, que pueden pescar en una hora lo que los artesanales en semanas; y a quienes, también, se les permite “cultivar” sus peces en aguas que son de todos, sin ningún tipo de control; constituyendo una solapada y bárbara contaminación de nuestros lagos. A los pueblos que habitan en los alrededores de los centros mineros, les roban el agua y/o se la contaminan, y, en muchos casos, lo mismo hacen con su aire; y les pagan con “espejitos”, como en los tiempos de la conquista. En algunos sectores de nuestra tierra, se permite a corporaciones extranjeras la instalación de centros productores de energía de diferentes especies, que sólo son necesarios para otras transnacionales, hurgadoras de las entrañas de la tierra en pos de nuestros minerales, que por supuesto no procesamos aquí, y por los que apenas pagan impuestos que rayan en la comedia. En las ciudades, a las clases más pobres las engatusan para que vivan el sueño de las clases pudientes, en cómodas cuotas mensuales, que no terminarán de pagar jamás.
La independencia no es igual para todos. La República –el Estado que la representa, ni la clase que la posee- no se hace cargo de su pueblo como lo establece la constitución, la que, dicho sea de paso, se ha manipulado a placer, sin tampoco estar validada por el pueblo, sino únicamente por un grupito de perversos hijos de la grandísima, y legitimada por otros, apenas menos malos, que nos engañaron haciéndonos creer que nos defendían de aquéllos, cuando en realidad, se repartían las migajas que les dejaban.
Las cosas no están para celebración. ¿Celebrar qué?
Nuestra educación -la posibilidad de acceder a las instituciones que la imparten, pues en realidad, la educación en sí, es un desastre monumental del que nadie se hace cargo, que no enseña bien y mucho menos aquellas cosas que realmente necesitamos en verdad-, provoca el endeudamiento de la clase baja y la media, de un modo verdaderamente obsceno, sin que al menos ello signifique asegurarle un puesto digno de trabajo a ninguno, con la excepción de quienes tienen el dinero y los contactos para conseguirlo.
La política, cada día más, es como una venta de temporada, donde se puede elegir entre una casa comercial o la otra, como si el destino de la nación, de esa República por la que tanto desgarran vestiduras, especialmente en estas fechas, se tratara de una tarjeta de crédito o de una compañía de telefonía.
No hay mucho que celebrar. Apenas nos queda lo que cada familia va logrando en su propio seno. Aquellas cosas que siempre han sido motivo de celebración: el nacimientos de nuestros hijos; sus matrimonios; el nacimientos de los nietos; los aniversarios de todo el grupo familiar, o de lo amigos. Pequeñas maravillosos sucesos íntimos y naturales, se podría decir. Nuestros esfuerzos y logros. Y, por supuesto, el inicio de cada día; el cambio de las estaciones: la naturaleza, en general…
Y, sí, se puede también celebrar una reciente apertura al reconocimiento de que durante 17 años de dictadura se violaron de manera sistemática los derechos humanos de una buena parte de los chilenos; reconocido hoy por algunos de sus protagonistas, aunque no por todos como debiera ser. Sólo que, me temo, únicamente como parte de una actitud de “ya dejen de joder con el temita” y no como un verdadero reconocimiento, pues lamentablemente no pocos de ellos, en su fuero interno, parecen continuar pensando que todo lo ocurrido era necesario.
Pero tampoco podemos celebrar -y esto es probablemente lo más triste de todo-, porque, si bien es cierto que es importante recuperar los cuerpos de los desaparecidos; conocer la verdad; hacer justicia; y hasta escuchar un arrepentimiento por parte de quienes perpetraron estos crímenes, lo que verdaderamente deberíamos pretender íntimamente y como pueblo, como especie, es comprender que todos aquellos que fueron perseguidos, humillados, muertos, desaparecidos, exiliados, como también todos los que luchamos junto con ellos, pero seguimos aquí, más viejos, más tristes, más gastados, lo hicimos persiguiendo un sueño, persiguiendo un ideal, lo hicimos por una manera de ver y de comprender el mundo, ese mundo que perseguimos crear en lugar del que existía y existe; uno que sabíamos o debíamos saber que es increíblemente difícil de conseguir, sin la resistencia de los que ven la vida de otra manera. Desde mi punto de vista, sólo podremos en verdad celebrar, cuando recuperemos la convicción de que no hemos dejado de soñar, de que seguimos teniendo los mismos sueños, aquellos que nos fueron arrebatados, pisoteados, enterrados, tirados al mar, esos sueños que fueron torturados, exiliados, vejados, perseguidos, fusilados, incluso, terriblemente, esos sueños suicidados. Entonces, celebraremos, seguramente no por la patria, sino por la vida.
Sí, beberé vino y comeré carne en algún asado y disfrutaré de los volantines que se encumbran al cielo empujados por los vientos que trae este nuevo septiembre, que se empeña amablemente en limpiarnos el aire tan a mal traer, al menos aquí, en nuestra capital; pero soslayando el flamear de la bandera que nos obligan a instalar como símbolo inútil de esta República, porque no seré parte de ninguna celebración patriótica, ni de ningún sentimiento republicano y menos nacionalista. Cuando mucho, me reuniré con algún amigo para reflexionar sobre lo ocurrido, sobre lo que ocurre, sobre nuestras convicciones, sobre el modo en que vamos haciendo camino y dejando huella al andar, dejando que el mismo viento que encumbra los volantines, esparza nuestros sueños como gotas de rocío.
Ricardo Harrington