Texto de Jean-Luc Mélenchon, diputado y candidato a la presidencia de Francia en el 2022.
Treinta años de conferencias internacionales e informes científicos han hecho sonar la alarma climática ¿El resultado? Un exceso de 60% de emisiones de CO2 adicionales en 26 años. El cambio climático ha comenzado. Es irreversible. En realidad, solo luchamos para evitar más daños. Porque muy pronto se alcanzarán nuevos puntos de inflexión climática. Las emisiones de gases de efecto invernadero siguen aumentando y parece seguro un calentamiento de 4 grados para finales de siglo.
Las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero deberían reducirse a la mitad en menos de diez años. Pero esto no se logrará ¿Por qué? Porque el carácter puramente declarativo de estos compromisos convierte a la actual diplomacia climática en un puro encantamiento. De hecho, el famoso Acuerdo de París no preveía ningún mecanismo de sanción.
La letanía de promesas puede convertirse, por tanto, en una competición de exhibiciones y gesticulaciones diplomáticas. El presidente Macron puede así exigir impunemente esfuerzos al mundo entero sin el menor riesgo, en circunstancias de que ha sido condenado dos veces por los tribunales de su propio país por su inacción climática. Está dejando en ridículo a Francia.
¿Progresará la COP26? Es dudoso. Incluso se puede temer que empeore el estado actual de las cosas. De hecho, el artículo 6 del Acuerdo de París podría autorizar a los países y empresas que no cumplan sus compromisos a comprar derechos de contaminación a quienes no los utilicen.
Una vez más, se impone el mito del mercado regulador por excelencia y la mercantilización de la naturaleza. Y la COP 26 mantiene la absurda posibilidad del «derecho a compensación» para los contaminadores. ¡Ridículo! Para que una empresa como Shell pueda «compensar» sus emisiones de CO2 sin dejar de producir petróleo, habría que plantar árboles en el equivalente a toda la superficie de la India.
Sin obstáculos, las multinacionales continuarán arrasando con el planeta entero. El apoyo activo a los tratados de libre comercio y los 3.000 tribunales de arbitraje privados también impiden cualquier cambio ecológico importante.
Por ejemplo, para detener el proyecto de la megaminería de oro en la Guayana Francesa, la empresa afectada reclama a Francia una indemnización de 4.500 millones. La defensa de los bienes comunes globales exige acabar con este privilegio legal de las multinacionales.
En estas condiciones, los mercados de carbono y los sistemas de compensación son señuelos que dan buena conciencia a quienes no quieren cambiar nada en su negocio.
Ningún nuevo orden ecológico mundial podrá nacer sin poner fin a la impunidad de quienes contravienen el interés general de la humanidad. Es importante recordar que los gobiernos tienen los medios necesarios para actuar. De hecho, a través de las empresas estatales, éstos controlan más de la mitad de la producción mundial de combustibles fósiles.
Y su uso está generosamente subvencionado con 11 millones de dólares por minuto de dinero público en todo el mundo. Además, para 2030, las previsiones de producción mundial de carbón, petróleo y gas duplicarán aquellas que son compatibles con el cumplimiento del Acuerdo de París.
Por lo tanto, es inútil confiar en la buena voluntad de los intereses implicados en estas prácticas devastadoras. Es legítimo crear un derecho vinculante bajo la égida de las Naciones Unidas.
Las propuestas y los medios legales están ahí. Por ejemplo, 2.000 científicos y 700 ONG piden un tratado de no proliferación de la energía basada en el carbono. Bolivia también viene proponiendo desde 2009 la creación de un tribunal internacional para la justicia climática y medioambiental.
Desde 2014 se está negociando un tratado que obligue a las multinacionales a respetar los derechos humanos y el medio ambiente. Propongo un tratado internacional para la gestión universal de los fondos marinos y la prohibición de las perforaciones petrolíferas en alta mar, especialmente en el Mediterráneo, un mar prácticamente cerrado que no sobreviviría a un accidente comparable al que ha contaminado el Golfo de México. La urgencia exige que todo esto se ponga en práctica. Se puede hacer. Es necesario.
Otro hecho evidente es la experiencia concreta de las catástrofes relacionadas con el cambio climático. ¿Cuántas naciones pueden reparar por sí solas, de forma urgente y rápida, los daños causados por las catástrofes medioambientales industriales? Por eso, parece necesario crear una fuerza de intervención y seguridad ecológica bajo la égida de la ONU, la cual podría reunir los medios de intervención rápida que requieren este tipo de situaciones.
Francia tiene mejores cosas que hacer que rebajarse a las gesticulaciones y a la palabrería. Tiene responsabilidades ante la humanidad universal. Está presente en todos los puntos clave del ecosistema global.
En primer lugar, tiene una responsabilidad con el ciclo del agua, que ahora está tan gravemente perturbado. Este es el caso del Mediterráneo, donde hay una situación de emergencia extrema. Pero también en los cinco océanos y en la Amazonía.
Las bases polares científicas francesas son también puestos de avanzada para la observación del cambio climático. Sí, por tanto y en efecto, Francia tiene una responsabilidad especial.
Francia debe tratar de ganarse el respeto y el apoyo de una nueva diplomacia climática. Una diplomacia alter mundialista. Es decir, una diplomacia que milite por otro orden mundial y otras normas jurídicas que sirvan al interés general humano. Se dispondría de muchos aliados porque la mayoría de los pueblos y naciones saben que la diplomacia global de la cañonera que sigue impulsando el G7 es un irrisorio callejón sin salida ante la gravedad de la amenaza que se cierne sobre toda la civilización humana.