“Nosotros no embelleceremos la violencia” (Carlos Marx)
Cuando fue asesinado Camilo Catrillanca y además se informaba en los medios acerca de los millonarios montos de las platas involucradas en el “Pacogate”, mi hijo -que por entonces tenía siete años- me dijo una tarde: “al final, todo lo que la policía le dice a la gente que no haga porque está mal, lo hacen ellos igual nomás”. Ante mi silencio, mientras yo pensaba cómo responder a tan lúcido cuestionamiento, agregó: “Por ejemplo, matar; por ejemplo, robar”.
Tres años después, la crisis ha escalado a niveles que antes de 2018 eran difícilmente imaginables:
Los últimos tres Generales Directores de Carabineros que hubo antes del segundo gobierno de Piñera están siendo investigados por corrupción, con dos de ellos en “prisión preventiva”: Gustavo González (2011 y 2015) y Bruno Villalobos (2015-2018). ¿Cómo olvidar el eslogan instalado por Villalobos cuando pasó desde liderar la Inteligencia a dirigir a toda la institución?: “Somos la frontera entre la delincuencia y la ciudadanía”. Eduardo Gordon (2008-2011), que en su momento tuvo que renunciar a su cargo por algunos datos incómodos revelados por Ciper [1], también está siendo investigado por lo mismo, junto a Javiera Blanco (que pasó de la Fundación Paz Ciudadana a la subsecretaría de Carabineros y luego de ser ministra del segundo gobierno de Bachelet pasó al Consejo de Defensa del Estado).
¿Y qué pasa en la Policía de Investigaciones? Héctor Espinosa (director general entre junio de 2015 y junio de 2021, es decir, durante todo el “estallido”) fue formalizado y dejado en “prisión preventiva”, por el desvío de 146 millones de pesos en gastos reservados. Tras un par de semanas la Corte de Apelaciones de Santiago decidió cambiarle la medida para dejarlo junto a su esposa –también formalizada por estos ilícitos- en arresto domiciliario total.
Escribo “prisión preventiva” así, entre comillas, porque a diferencia de cualquier otro preso de Chile, incluyendo a los “presos de la revuelta”, a este tipo de imputados la ley y los tribunales les otorgan el importante privilegio de no ingresar nunca a verdaderos recintos penitenciarios, sino que se les instala en cómodos recintos especiales a cargo de su propio personal. Los beneficios de militares y policías en Chile no se limitan al sistema de salud y las pensiones, sino que incluyen ese trato preferente incluso para el caso de que sean investigados por la comisión de gravísimos delitos.
Lo abrumador no es sólo este trato privilegiado a los “encargados de hacer cumplir la ley” cuando la violan, sino que esta crisis profunda, que bien podría ser terminal, es algo que se ha naturalizado en la sociedad chilena al punto que ya casi nadie dice nada sobre ella, y quedaron en total abandono los tímidos proyectos de reforma o refundación que se anunciaban desde el Gobierno y el Congreso luego de constatarse por varios informes de organismos internacionales las violaciones masivas de derechos humanos cometidas por la policía desde octubre de 2019.
Peor aún: tal como pasa al menos desde los tiempos de Al Capone y después Augusto Pinochet, ¿deberíamos explicarle a cualquier niño/a que se pregunte lo mismo que mi hijo que es mucho más probable que un policía o gobernante enfrente a la justicia por robar y desfalcar millones antes que por torturar y matar personas?
¿Cómo podemos explicarle a quien sea que la justicia chilena, tras sobreseer al carabinero Marcos Treuer por asesinar con perdigones de plomo al adolescente mapuche Alex Lemún en el año 2002, y ser obligada a reabrir el caso cuando su familia acudió a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, acaba de condenarlo dos décadas después a tres años de presidio que se dan por cumplidos con el tiempo que el asesino estuvo “preso” en un recinto policial y luego, tal como Espinosa, en la comodidad de su propio hogar?
¿Cómo nos explicamos a nosotros mismos que a un joven de 19 años en Puerto Montt lo condenaran a siete años de cárcel acusado de prender fuego a una banca de Iglesia durante una masiva rebelión social, pero que a los curas que abusan sexualmente de niños/as menores que él rara vez llegan a ser castigados en serio y también se salvan de ir a la cárcel por contar ellos también con el gran privilegio de ser encerrados en sus propios recintos especiales? ¿O que la misma pena de siete años le fuera aplicada en su momento al “Mamo” Contreras por ordenar un atentado con bomba que mató a dos personas en Washington, y que en ese entonces muchos salimos a la calle a celebrar lo que creíamos era el inicio del fin de la impunidad?
No tengo ninguna respuesta sencilla en este momento, y no creo que la encuentre yo solo, porque la monumental crisis policial es un problema social profundo que se ha ido incubando por años. De hecho, cuando el dictador Ibañez (“el Mussolini del Nuevo Mundo”) unificó a las policías existentes en 1927 creando a Carabineros de Chile, el decreto con fuerza de ley N° 2.484 destacaba que “las policías comunales han sido, en gran parte, destinadas a servir fines políticos e intereses personales, lo que ha significado la contratación de personal sin competencia o sin las condiciones necesarias para la importante función a que están destinadas” (considerando 4°).
¿Qué tan distinta es la situación hoy en día? Luego del crimen de Camilo Catrillanca, el general Hermes Soto, designado por Piñera en marzo de 2018, dijo que no podían “seguir el camino de la mentira, del uso innecesario de la fuerza y del empleo indiscriminado de armas”, y ofrecía “enmendar el rumbo” [2]. Días después de esa declaración, era reemplazado por el general Mario Rozas. Lo último que supe del ex general Soto es que hace unos meses Renovación Nacional lo estaba convenciendo de ser candidato a Senador.
El General Rozas asumió el cargo reconociendo con dramatismo la profunda crisis en que había caído su institución. “¿En qué momento caímos en este abismo tortuoso y perverso?” se preguntaba en abril de 2019, con ocasión del 92° Aniversario de Carabineros.
Seis meses después se dedicó a negar sistemáticamente la existencia de violaciones de derechos humanos durante la represión del estallido, y aseguró en una arenga a su personal que no iba dar de baja a nadie por procedimientos policiales, mientras el General Bassaletti decía que las escopetas antidisturbios eran como la quimioterapia, que “mata células buenas y células malas”.
Las sanciones propuestas a varios Generales por la Contraloría General de la República, por su responsabilidad de mando durante el estallido, nunca se aplicaron [3]. Y de las cerca de 9 mil denuncias de víctimas de violencia institucional recibidas por la Fiscalía Nacional con ocasión de la represión del estallido, casi la mitad fueron archivadas y se ha dictado condena en un 0,05% de los casos, aplicando los tribunales en todos ellos penas de cumplimiento en libertad [4].
Rozas fue reemplazado por el general Ricardo Yáñez, que durante el estallido estaba a cargo nada menos que de la Dirección de Orden y Seguridad y que hace poco se ofendió al extremo de dejar hablando sola a una conocida periodista que le mencionó los casos de corrupción, asegurando que la institución “no es corrupta” y que quienes han cometido delitos ya están siendo juzgados. ¿El hecho de que esos “delincuentes” incluyan hasta ahora a la mitad de los generales que han estado a la cabeza de la institución luego de la muerte del General Bernales en 2008 no le parece suficiente? ¿O es según él una minucia accidental y no un grave síntoma de descomposición?
Mientras esas cosas pasan por allá arriba en el Alto Mando, en una comisaría de San Fernando, el 18 de octubre de este año un detenido por violencia intrafamiliar muere asfixiado por uno de los aprehensores, y aunque existe el registro de cámaras del momento exacto, un hecho idéntico en gravedad al asesinato de George Floyd, no hace noticia por estos lados en medio de las condenas a “la violencia venga de donde venga”, que siempre se activan cuando hay barricadas y saqueos. O mejor corrijo: ante las barricadas populares y subversivas, y ante las expropiaciones de mercancías en tiendas. Porque ante las barricadas de camioneros en la Araucanía o xenófobos neofascistas en Iquique, así como los saqueos y la devastación empresarial ninguno de estos apóstoles de la no-violencia pone el grito en el cielo.
La violencia institucional, la brutalidad policial, pueden aumentar incluso a niveles mayores en medio de esta crisis total. Al mismo tiempo, cada vez postulan menos jóvenes a las filas policiales, y de las declaraciones dadas recientemente por un ex funcionario del OS-9 -que hace dos años fuera destinado a infiltrar marchas-, podemos concluir que algunos no se sienten conformes con las tareas asignadas y por eso terminan renunciando: “Para el 8 de marzo de 2020, Fuerzas Especiales reprimió a las manifestantes, corrimos todos juntos, y vi a una joven que estaba ahogada por las lacrimógenas, la ayudé, y me dio las gracias. Desde ese momento algo cambió en mí”.
Su testimonio es valioso pues pocas veces tenemos ocasión de saber qué les ocurre interiormente a los funcionarios policiales. Como decía un comunicado anónimo hace más de un año: “¿Y qué hay del policía que vuelve a casa agotado, frustrado y bañado en químicos, después de haber pasado una jornada entera apaleando personas desarmadas e indefensas? Lo sabremos solo cuando deje su uniforme, cruce al otro lado y nos cuente la historia; cuando su espíritu haya vuelto al cuerpo y el humano que arrastra ese uniforme tenga voz. El dilema surge cuando se tiene en frente la moneda de oro que ofrece el patrón a cambio del alma: controlar a la chusma es una tarea sucia” [5].
Acá el entrevistado, que finalmente renunció a la institución, termina pidiendo perdón por los “daños colaterales” causados a las familias de quienes ayudó a encarcelar, y dice que la institución “debe experimentar cambios para tener una sociedad mejor”.
¿Qué cambios? ¿Hay algunas ideas al respecto avanzando en la Convención Constitucional? Lo ignoro. Entiendo que hace poco terminaron de cocinar su Reglamento.
Lo que sé es que la violencia que condenan todos los bienpensantes paladines de la moral es sólo la “violencia directa” cometida por particulares, pues para ellos la policía es “buena” por esencia, una conquista civilizatoria que hay que mantener para siempre pues garantiza la “felicidad pública” [6], y los casos de “violencia institucional” son sólo excesos individuales en el uso de una fuerza que sigue siendo legítima.
De la violencia estructural y cultural -que según Johan Galtung forman parte de un “triángulo” en que la violencia directa es sólo la parte visible, la punta del iceberg- casi no se habla [7].
De este modo al “condenar la violencia” sin comprenderla, sin ponerse a pensar de dónde “viene” y en qué formas se expresa, al usarla como “un término que se ‘condena’ pero que se mantiene peligrosa y estratégicamente impensado” (R. Karmy) [8], lo que a fin de cuentas se garantiza es alimentar eternamente el triángulo de la violencia, llevándola a niveles cada vez mayores e incentivando como única respuesta el reforzamiento del dispositivo securitario policial/militar, “residuo fascista” del siglo XX adaptado y amplificado para enfrentar estos nuevos tiempos reprimiendo “con energía” (como recomendara hace dos años el socialista Insulza ante las evasiones del Metro).
[4] Ver: Sentencia de 8 de junio de 2021 en causa 5719-2019, RUC del 13° Juzgado de Garantía de Santiago; Sentencia de 16 de junio de 2021, Tribunal Oral en lo Penal de Ovalle, RIT 50-2020. Más datos en una especie de balance que intenté hacer en el artículo “Rebelión y castigo. Consideraciones acerca de la criminalización del ‘estallido social’ y el proyecto de indulto a los ‘presos de la revuelta’”, de próxima publicación en el Anuario de Derecho Público 2021 de la Universidad Diego Portales.
[5] https://inutil.home.blog/2020/10/31/reporte-de-una-insurreccion/
[6] Según explica Foucault en “Seguridad, territorio, población” (1978), hacia el siglo XVIII las definiciones de la naciente ciencia policial afirmaban que “el objetivo de la policía es garantizar, tanto como sea posible, la felicidad del Estado por la prudencia de sus reglamentos y el desarrollo de sus fuerzas y su poder. La ciencia de la policía consiste, pues, en regular aquellas cosas que se relacionan con el estado presente de la sociedad, con su fortalecimiento y su mejora, de modo tal que todo concurra a la felicidad de los miembros que la componen. Apunta, asimismo, a lograr que todo cuanto compone al Estado sirva para el fortalecimiento y el incremento de su poder, así como a la felicidad pública” (Von Justi, 1768).
[7] J. Galtung, “La violencia: cultural, estructural y directa”, 1990.
Por Julio Cortés Morales
Publicado originalmente el 1 de noviembre de 2021 en La voz de los que sobran.