Existen múltiples experiencias de organización micro locales – territoriales levantadas desde la dinámica de los cuidados que son ejemplo de resistencia al modelo de violencia patriarcal. Modelo presente en las diversas instituciones estatales y ámbitos de la sociedad que genera un ordenamiento tanto cultural, como económico, político, espiritual, social, etc, que no hace sino violentar la vida, el desarrollo, el crecimiento, la salud, la integridad, entre otras cosas, de todos los seres que habitan el planeta. Como mujeres, que nos hemos visto obligadas desde nuestro nacimiento a formarnos según un patrón / molde / estereotipo de subordinación, de acuerdo a nuestro sexo biológico, somos convocadas por cada una de estas micro instancias de resistencia.
Para quienes hemos nacido habitando un cuerpo biológicamente asignado al sexo femenino, se espera que desde muy temprano (infancia, niñez) se encuentre la atención direccionada hacia un otro / otra, canalizando la atención individual (personal) hacia un último plano. Luego, de adultas (frecuentemente sin caer en cuenta) vemos que toda meta impuesta, ha estado exactamente en contra o reñida con nuestro mínimo desarrollo y en completa función de un orden misógino que impide nuestra felicidad, bienestar y, aún más, nuestro placer. Está claro que admitir esta realidad no ha de ser una tarea fácil, especialmente cuando se ha edificado una vida a partir de responder de manera automática a tales patrones y cuando lo que contextualiza realidades de muchas mujeres, es la dependencia de hijos/as, marido/pareja, casa, trabajo y demás. El patriarcado es en sí mismo cruel hacia los cuerpos feminizados, al estructurarlos en la obligatoriedad de atención hacia el/la otro/otra en lugar de sobre sí mismas.
Estamos hablando de un “habitus”; y un ejemplo claro para comprenderlo es el fenómeno paradójico que se da a través de la “servidumbre por amor”, que cobra efectos plausibles y materiales (económicos, sanitarios, psicológicos, etc) en las mujeres en favor de beneficiar y priorizar a quienes están bajo “su cuidado”. No obstante, dicho “habitus” es un caldo de cultivo de obsesiones, depresiones, ansiedades y frustraciones que, a la par y de manera invisible, van ocupando progresivamente el territorio corporal feminizado.
Al hablar de tal “habitus”, hablamos en definitiva de estructuras sociales que, tanto de manera tangible como intangible, impiden que mujeres y disidencias tengan igualdad de derechos en su amplia y completa definición. Falta de derechos, espacios, condiciones, imaginarios y constructos que se siguen replicando en un sistema que se aprovecha de las inseguridades de los cuerpos feminizados fragilizados para hoy, además, presionarlos laboral y económicamente.
Por otra parte, dicho modelo sistémico va acumulando, además en tales cuerpos feminizados, otra praxis del tipo no edificante como es la revictimización; de la cual se hace urgente salir si lo que se pretende es comenzar a protagonizar el control de la existencia. Para el resquebrajamiento de dicha revictimización resulta necesaria la reflexión sobre los mecanismos de resistencia individual / colectiva.
En la construcción de tal resistencia resulta fundamental la politización de las experiencias vividas. Un primer paso para lograrla (la politización) es la generación de puentes entre cada una de las historias de vida individuales, que lleve a identificar un relato común sobre el origen y luego las respuestas, para encaminarse a la superación de la letanía y proponer salidas alternativas de sororidad, solidaridad, comunidad, apoyo, contención al actual modelo de opresión patriarcal. El desafío es en tanto, a explorar distintas alternativas emanadas desde las raíces, percepciones, intuiciones y experimentaciones que releven y visibilicen una mano de obra silenciosa, incondicional y afectiva oprimida, ya no sólo desde el exterior de los cuerpos sino también desde las propias subjetividades colonizadas, patriarcalizadas.
En tal sentido, la propuesta está alineada en la enarbolación de una ética de los cuidados; ya no solo como mera dinámica para desarrollar las actividades cotidianas -tanto públicas como privadas- de manera más equitativa o justa, sino como un radical cambio de paradigma y perspectiva sobre el relacionamiento, el acompañamiento, el percibir, el vivir en comunidad y en sociedad. La construcción de un todo a partir de la experiencia humana desde, en y entre cuerpos feminizados; lo cual equivale a la priorización del buen vivir en base a una economía de cuidados y de valorización de mano de obra tanto material como inmaterial.
Y es que el dar valor (no sólo, pero también) económico al trabajo doméstico, es simplemente poner las cosas en el lugar que corresponde. Es también y de paso, otorgar una justa distribución de tareas entre hombres y mujeres; pues se modifica el sistema de prioridades y praxis sociales que hasta ahora resultan incuestionables.