Las elecciones, por ser un asunto vital en la reproducción del Estado democrático moderno, tienen una capacidad totalizante sobre la política. No dejan escapatoria posible. Los malabares retóricos con los que se pretende eludir sus efectos –“no me representan”, “votaré nulo”, “da lo mismo quien salga”, “votaré en consecuencia”– son mera pirotecnia verbal. Si algo se aprendió con Piñera es que al día siguiente de una elección ya no importa por quién se votó, o si no lo hizo. Se amanece forzado a soportar o resistir a la nueva autoridad bañada de legitimidad. Existe un amplio descampado para criticar el entramado de sacralización del poder o el oportunismo con que dicho aparataje es representado como una fiesta cívica. Los izquierdistas y otros críticos radicales han refinado esa crítica por siglos. Pero ninguna de esas críticas es capaz de garantizar inmunidad frente a los efectos del resultado.
La derecha, y en especial las franjas de propietarios que en ella se identifican, ha logrado superar el estado catatónico en que la dejó la serie de derrotas sufridas desde octubre de 2019. La fractura en la legitimidad de todo aquello que demoraron décadas en construir los desmoralizó a tal punto, que incluso hoy, cuando han levantado cabeza y no es del todo remota la posibilidad de amasar una importante cantidad de votos, irrumpen con una declaración de guerra social. La que vemos en campaña no es la derecha recuperando su capacidad de hablarle a las mayorías, sino que es la “derecha desinhibida”, al decir de Diego Sztulwark. Es tanto el miedo a las consecuencias de su derrota política y estratégica, a la derrota electoral que se avecina y a la derrota cultural ya en marcha, que llegan a esta elección ofreciendo los peores rostros de su historia: fascismo, patriarcado y guerra. Kast es la opción de las clases pudientes y de cierta mesocracia presa del miedo contra el cambio, aterrada con la política, desafecta de la democracia y recelosa de la igualdad. En sus balbuceos se asoma esa disposición a la violencia en pos de conservar privilegios transitorios, afirmar la autoridad en nada más que el autoritarismo y sostener un mundo imposible de reproducir sin destruirlo. Apenas se advirtió la posibilidad de desmantelamiento del orden dictatorial, el pinochetismo abandonó toda retórica democrática, toda contención republicana y humanista, para lanzar su grito de batalla de toda época: “trabaja callado, esclavo, o te disparo”. No existe una nueva derecha. La única existente brinda todos los 11 de septiembre por Pinochet, la DINA y la CNI.
Claro que todo puede ser una operación mediática. Hay buenos motivos para suponer que el ascenso en las encuestas del candidato ultraderechista es una instalación de su liderazgo como el único capaz de “detener al comunismo”. El problema con las operaciones mediáticas de la ultraderecha en la última década es que resultan. No siempre ni en todas las franjas sociales, pero tienen la capacidad de producir realidades, de convocar al electorado conservador y, entre ellos, a importantes sectores de las capas populares. Crean un ambiente propicio a la movilización por la opción más radical. Precisamente porque hemos visto que esa táctica tiene éxito, es que se la debe enfrentar.
De ahí que la configuración del escenario es fatal para parte importante de la izquierda. El ascenso de Kast no puede ser evadido con esa socarronería de campus universitario del tipo “se los dije”, “eso les pasa por”, “siempre supimos que” o con la convocatoria de un antifascismo a partir de una vieja dicotomía transicional: todos contra la derecha. No está libre quien cree que, elaborando un análisis sofisticado, se desentiende de la cosa analizada; no existe ese afuera tan propio de la actitud academicista -que con vanidad triste se precia de radicalísima-, donde entender y criticar equivale a controlar. Esas son simples proyecciones de la profunda frustración política de quienes confunden los límites del mundo con los límites de sus lecturas. Por más que culpen -con más o menos razón, a estas alturas da igual- del auge fascista a la izquierda progresista y al centrismo, ese auge no se resuelve señalando culpables. Como les encanta repetir frente al espejo, a ese fascismo se le combate, pero no solo en las redes ni en la inmunidad de la cátedra. Ese combate sucede en canchas bastantes más hostiles y con armas enormemente más rústicas. Ese es el tipo de lucha que se impone cuando el fascismo alcanza el nivel de fuerza ineludible.
Visto así, la combinación del auge fascista, la capacidad totalizante de las elecciones y su efecto real sobre la configuración del poder del Estado, comienza a achicar velozmente el arco de posibilidades para la izquierda radical. La encrucijada no es nueva, pero sigue siendo brutal. En ausencia de poder real para interrumpir y dislocar la política en su curso actual, quedan solo dos caminos: apostar a la tesis -decenas de veces falseada- de la agudización de las contradicciones o votar contra Kast, que en las actuales circunstancias es el atajo para admitir que se vota por Boric (o por Provoste, Artes, etc.). Quizás haya una tercera: asumir que se pasará mucho tiempo explicando por qué, en una situación donde solo hay dos alternativas posibles, se optó por una omisión que siempre favorece al que ganase: Boric o Kast. Ninguna de las opciones es alegre para la inmensa mayoría de ese campo. Es derrota pura y dura, es la subordinación al progresismo, es la claudicación de la alternativa radical. Lo hemos dicho antes: así luce una derrota política, como la reducción dramática de nuestro arco de posibilidades. Por eso se dice que las elecciones disciplinan más que la policía.
Así se aprende, de forma dramática y dura, que la política es ineludible y un juego de suma cero. Que la victoria de tu enemigo no es analizable desde fuera, sino una derrota imposible de evadir, y que te somete a una situación en que te ves obligado a optar bajo presión. La política, lo sustantivo de ella, se suele comprender en la derrota. Es posible explicar que parte del ascenso de Kast se deba a la moderación del programa de Apruebo Dignidad, a su excesivo formalismo clasemediero, a la ecualización de las demandas urgentes de las y los trabajadores y de los más pobres, ante el examen de economía impuesto por el gran capital. Todo eso puede ser cierto, pero esa no es una razón suficiente para no votar por ellos. Por lo demás, convengamos que un programa es una hoja de ruta siempre dispuesta a ser disciplinada por la coyuntura. Un gobierno progresista es necesariamente una precondición para las ofensivas que todavía puede realizar la izquierda radical. El “qué hacer” todavía está atado a la posibilidad de radicalizar los cambios en aquellos aspectos en que sea necesario, asediando y combatiendo la moderación y el pactismo con que el empresariado intentará neutralizar un eventual gobierno de Gabriel Boric y Apruebo Dignidad. No hay muchas alternativas reales de acción. Lo demás es escapismo retórico.
Tampoco podemos engañarnos respecto a la gran deuda que tenemos con el debate y la investigación de las condiciones políticas de nuestra acción –el análisis concreto de la situación específica. No es difícil notar la reducción en el ritmo de la producción intelectual de la izquierda radical en los últimos años. Más aún, desde que comenzó la elección dicha producción se ha centrado, en el mejor de los casos, en la defensa programática de las campañas; en el peor, en la defensa de las maniobras comunicacionales de distintas candidaturas. No es casualidad que esta resistencia al debate interno y externo esté asociada, como dijimos más arriba, a la supeditación táctica de toda la izquierda radical a la iniciativa del progresismo. Una vez que pase la elección –y esta vez, en serio– tenemos la responsabilidad de responder preguntas viejas y nuevas que ya hemos pospuesto muchas veces. ¿Cómo llegamos al escenario en que, después de las revueltas más grandes, violentas y populares desde el fin de la dictadura, la izquierda se encuentra prometiendo estabilidad y crecimiento? ¿Qué significa para nuestra forma de crecimiento orgánico que, a pesar de millones de dólares transferidos a universidades internacionales de élite en la formación de “capital humano avanzado”, y decenas de grupos de estudio, fundaciones y equipos programáticos, la campaña de Gabriel Boric terminó delegando su credibilidad económica en los equipos técnicos del bacheletismo? ¿Cuál es la verdadera relación entre la estrategia populista y el avance de los neofascismos, una vez falsificada la tesis de su incompatibilidad con la existencia de una izquierda populista? ¿Cómo se explica que el movimiento por la educación esté en su peor momento orgánico en al menos una década, al mismo tiempo que uno de sus líderes es una carta seria para la presidencia acompañado de la mayoría de las capas directivas del movimiento? ¿Es compatible anclarse y representar a las capas medias y tener una estrategia de ruptura con el modelo? ¿Se puede evitar que el neofascismo, y la elección entre democracia y dictadura que trae consigo, se tome la agenda de una elección? Todas estas son preguntas que nos hemos rehusado a enfrentar antes y durante la elección. Y hemos pagado caro por ello.
No obstante, desde Revista ROSA creemos que este momento electoral es fundamental. Frente al avance del pinochetismo fascista explícito de Kast, hay un progresismo todavía leal al proceso de cambios abierto en las calles de Chile. Un triunfo de la derecha o de cualquier candidato del duopolio electoral de los 30 años –que a pesar de su aspecto ruinoso sigue en pie– pondría al campo popular a la defensiva, impondría la lógica resistencia cuando se debería estar a la ofensiva. Si quiere mantener sus capacidades de incidencia, si quiere promover la política popular de luchas y conquistas, el voto de la izquierda radical debe ser por Gabriel Boric y por las candidaturas de Apruebo Dignidad en las parlamentarias y gobiernos regionales. El voto de la izquierda radical debe ser por Boric y AD, además, en primera vuelta. Solo un amplio margen sobre las alternativas concertacionistas y derechistas logrará superar la presión de esos grupos por moderar un futuro gobierno de cambios, sobre todo porque se juega una oportunidad para instalar una ventana para la acción colectiva de las organizaciones de masas. Solo un amplio apoyo popular a la coalición, un apoyo que permita consolidar la presidencia y articular una fuerte mayoría parlamentaria permitirá proyectar la fuerza de esas franjas movilizadas por reformas profundas. Solo un triunfo contundente podrá diluir los intentos de las fuerzas de antaño de colonizar un proceso que se abrió precisamente por sus renuncias y fatigas. La tarea, entonces, es vencer el domingo 21, vencer para asegurar lo avanzado y para continuar esta batalla, sin permiso y sin cautelas, por enterrar el neoliberalismo y construir un nuevo Chile.
Por Comité Editorial Revista ROSA