Los invasores terminaron con el aislamiento voluntario del pueblo indígena nukak hace 33 años, así siendo desplazados fuera de la selva amazónica.
Cuando dirige su cerbatana de caza hacia lo alto del árbol, Mauricio se aproxima al mundo del que fue expulsado junto con los demás indígenas. La violencia transformó en desplazados a los últimos nómadas contactados de la Amazonía colombiana.
Pero todavía hoy algunos nukak salen de sus precarios refugios para ir a cazar o recolectar frutos en los bosques del departamento del Guaviare (sureste).
Los invasores, primero colonos y luego grupos armados, terminaron con el aislamiento voluntario de los nukak hace 33 años y los fueron empujando hacia pequeñas ciudades donde malviven como desplazados de la selva amazónica.
Mauricio, de 44 años y quien se comunica en su lengua originaria con su hija Yina, de 22, vuelve cada tanto sobre sus pasos.
Pequeño, de espaldas anchas, calcula y sopla con fuerza el canuto de metal. La puya impacta al mono lanudo que cae adormecido por el veneno. Los otros cazadores se llevan a cuestas a monos ardillas que atrajeron imitando sus sonidos.
“Nosotros venimos a buscar la comida”, explica Yina a la AFP durante una caminata de seis horas. Van seis hombres con vaqueros, camisetas del fútbol europeo y gorras.
Tres mujeres en pantaloneta y zapatillas crocs avanzan cerca persiguiendo tortugas morrocoy a través de las marcas del caparazón sobre la tierra. Todos se emocionan con un inesperado festín: la miel de abejas que extrajeron de un árbol que tumbaron.
Los más viejos mantienen viva la lengua, la caza y la recolección. Las demás tradiciones sucumbieron bajo la violencia y la deforestación que le abrió paso a los narcocultivos, los ganaderos y los terratenientes.
“Nos desplazaron, nos sacaron”, lamenta Over Katua, un nukak de 28 años que no conoció la vida en la selva.
“Ka’wáde”
En 1988 aparecieron los primeros nukak en los poblados del Guaviare. Llegaron en mal estado y diezmados debido a las “enfermedades por contacto con los colonos”, según relató la Organización Nacional Indígena de Colombia.
Catorce años después los combates entre rebeldes marxistas y paramilitares de ultraderecha causaron desplazamientos masivos. Para 2018 había 744 nukak, 336 menos que en el censo de 2005, según la autoridad estadística.
Los indígenas se refieren a sus verdugos como “blancos” o “ka’wáde”. “Nuestro territorio lo está ocupando la guerra”, se queja Over en un español roto. El Estado colombiano los reconoce como los dueños legítimos de 954.000 hectáreas de selva protegida.
En 2017 las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), la guerrilla que ejerció el poder de facto en extensas zonas del Guaviare, dejaron estos territorios tras firmar la paz.
Sin embargo, en los bosques de los nukak quedaron sembradas las minas antipersona que protegían los narcocultivos.
“La institucionalidad no ha podido llevarlos (de regreso), porque falta hacer un desminado”, cuenta Delio Acosta, responsable de los pueblos indígenas de la gobernación del departamento.
“La única comunidad nómada” de Colombia está “amenazada” y en “peligro de desaparecer”, advierte la ONU en un informe.
Solo en 2020, agrega el documento, el área de los nukak perdió 1.122 hectáreas por cuenta de la deforestación para el cultivo de la materia prima de la cocaína.
La ONG Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible cree que el daño fue mayor: 2.892 hectáreas si se suman las destruidas para vías ilegales y la ganadería.
Tristeza nukak
Los nukak que huyeron del conflicto sobreviven en asentamientos precarios. En San José, la capital de Guaviare, se les ve amontonados en un parque y pidiendo limosna.
En sus largas búsquedas de alimentos, esquivan cercas de alambre y electricidad y se quejan de que los animales para su consumo escasean.
El antropólogo Gabriel Cabrera cree que la tradición nómada está herida por la forzada “semisendeterización”.
Aunque los indígenas “siguen teniendo la idea de lo placentero que es moverse y caminar por el bosque”, comenta este experto en los nukak de la Universidad Nacional.
En uno de los asentamientos, se puede ver a una mujer con el rostro pintado con líneas rojas. Representan, dicen, el caparazón de las tortugas morrocoy y es un símbolo de felicidad.
Pero “ahora estamos tristes”, suelta Over Katua, ante el violento cambio de sus costumbres. Y pone como ejemplo a las niñas y adolescentes que llevan el pelo hasta la cintura, cuando la tradición imponía las cabezas y las cejas depiladas.
También desaparecieron los taparrabos y algunos beben licor, consumen drogas extrañas a esta comunidad como crack y hay hasta “prostitución”, dice Katua. “Están cayendo en la otra tradición de los colonos”, se lamenta.
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