Atiné a abrir la puerta del auto aún en movimiento, como quien necesita aire o escapar de algo. No me importó que estuviéramos en medio de la carretera o que en mi panza estuviera ya de 7 meses un hijo nadando. Ese momento exacto, esa caída, minimizada por la baja velocidad a la que iba mi compañero, mientras me avisaban por teléfono la noticia más negra, no terminó nunca. Logré salir caminando hasta la orilla, y no entendía, y no entiendo, por qué los ojos y los oídos seguían, por qué siguen funcionando.
Esa mañana mi mamá no había contestado el teléfono y eso no era normal, no era normal porque amaba las conversaciones largas y porque ese día mi hijo, su nieto, había organizado un matrimonio a sus 7 años con una niña hermosa; yo, vestida de payaso sería quien oficiara la ceremonia. Todo lo habíamos acordado juntas, desde el vestuario, mi peluca de Einstein, la nariz roja para bajar sus expectativas, las pizzas que armamos en conjunto con los pequeños invitados a la boda. Mi mamá no se perdería el matrimonio de su nieto. Por eso cuando no contestó el teléfono la supe ausente. Por eso ejercer el papel de madre oficiando el sacramento de su hijo, entreteniendo niños en un casamiento ficticio, calentando pizzas, se transformó en un eterno gesto mecánico.
Mi mamá vivía sola en Pelluhue, un pueblo de pescadores y artesanos, en una casa desprotegida que el gobierno le había dado luego de perderlo todo con el tsunami. La noche anterior escribió de la tormenta, dijo que la lluvia forcejeaba tanto, que podía llevar su casa, que amenazaba con abrir las puertas, que iba a romper las ventanas y que sentía los truenos partiendo desde su corazón.
Entonces tomé el auto y lo llené de regalos para ella. Muchos pasteles light de máximo 100 calorías para su dieta, un microondas viejo que me había pedido, la más linda ropa de cama para dormir con ella. Por mi embarazo de riesgo mi compañero tomó el volante y me dijo entre lágrimas que todo estaba bien, que no tenía por qué asustarme y yo al fin sonreí, porque llevaba más de 40 pasteles.
El número de mi mamá seguía marcando eternamente. Llamé a carabineros, llamé a sus vecinas.
“Tengo noticias terribles, encontraron un cadáver en la casa de su madre”, entonces abrir la puerta del auto, tratar de detener al corazón y apagar el cuerpo. Arrojarme al piso en medio de la carretera gritando como una niña que acaba de romperse una rodilla “¡Mamá, mamá, mamá!”
Después de eso volver a incorporarse, sentarse en el asiento de copiloto y asumir que iba a buscar nada, nunca tuve un viaje más largo, quizás se compara con el de hace algunos años, cuando el mar se llevó su casa y la pensé nadando en el océano. Pero esta vez el desgarro me atravesaba el cuerpo como una espada y no hubo en esas calles de tierra, en el cruce de Cauquenes, en medio de los árboles, momento, no hubo peaje ni semáforo, en el que yo dejara de sentir el nunca jamás.
No se puede dormir cuando se descubre a una madre muerta, pero esa noche no pude acostarme en la cama que nos hicieron en casa de mi tía Marta, me senté al borde y pensé en todas las veces que me sacaron lejos de la casa de madera para que no viera el cuerpo. “Por mi estado de salud” decían, que por la guagua, y me mantuvieron siempre junto a la carroza vacía. Iban y venían carabineros, gente vestida de laboratorio, luego policía de investigaciones que dijeron que Labocar lo había limpiado todo y que por eso no tenían dónde investigar.
En la cena familiar hacían bromas y a ratos se ponían serios para hacer preguntas morbosas. Dolía tanto cuando reían, pero aún peor cuando contaban que hace unos días la habían visto al otro lado de la calle y no se acercaron a saludar. Solo un primo que estaba junto a mí me dijo “tu mamá tenía toda la onda” y la tenía. Mi mamá enseñaba a leer y escribir a vendedoras y pescadores a cambio de nada, hacía reiki en su casa y hermosas esculturas de arena que después se llevaba el mar.
Al día siguiente la llevamos al médico-legal, donde el último hombre que la vio desnuda manejaba un auto de lujo (podría reírse de eso con ese orgullo de mina que siempre tuvo). El informe arrojó múltiples fracturas por su cuerpo, “solo atribuibles a una caída desde lo más alto de un barranco o un grave atropello”. La teoría del médico es que la habían ido a dejar a la casa para hacerlo pasar por un accidente doméstico. Creo que me cubrí los oídos todo el tiempo mientras él hablaba, y apenas abrieron la puerta para maquillar el cuerpo corrí saltándome a mi tía y mi cuñada que otra vez decían “por la guagua, por la guagua”. Fui la primera en tomar su mano, crujiente, seca y fría, me acerqué al hueco de su frente y lo llené de besos.
Saqué mis mejores maquillajes, que en ningún caso eran de su gusto, y pinté sus ojitos recién cerrados con pegamento, su boca cocida para que sonriera y sus mejillas congeladas. Le dije que había sido la tormenta, que había sido la lluvia la que había entrado por las puertas y las ventanas y que ella había intentado nadar, pero finalmente había salido volando.
Todos se volvieron sospechosos, amigos, amantes, vecinos. Pero aún más las agrupaciones políticas intervenidas en las que militaba, mi mamá eternamente revolucionaria.
El funeral fue en Santiago, en Michoacán (antigua casa de Neruda y la Hormiguita) que entre sopaipillas y vino navegado se convirtió en una fiesta triste, fueron dos días en que la gente la homenajeaba y tocaba música o recitaban poesía. Una agrupación de hombres ya mayores cantó el himno de las juventudes comunistas y la cubrieron de una bandera mientras contaban emocionados que ella los había salvado de las listas malditas de la dictadura. Escritores, músicos, artistas. Lemebel que apenas podía hablar se esforzó en decir cuánto la quería y Redolés le cantó en el escenario una canción a Tamara. Muchos reían recordando la alegría de la Perestroika, que es como le decían, mientras de fondo, atrás en el patio los gritos de mi hijo recién casado desconsolaban el alma.
Tuvimos que quedarnos callados, tuvimos que decir que había caído de una escalera al intentar arreglar la luz. Tuvimos que esperar que pasaran 6 años para que cerraron el caso, sin culpables, sin sospechosos. Nunca más pude viajar a Pelluhue sin pensar que en quien mirara lo vería como un posible asesino, incluso en los carabineros que limpiaron la escena. Nunca más pude salir a la calle sin sentir que en algún lugar, ahí afuera, hay alguien que piensa que la vida de otro puede importar tan poco. Ser mamá es una tarea cada día más difícil, y aún la llamo para su cumpleaños, su número lo responde una señora que dice que elevará globos al cielo por ella. A veces lloramos juntas, nunca le he preguntado su nombre.
Aún hoy cuando busco su dirección en Google maps aparece la imagen de su cabaña con una carroza esperando, pienso: ella aún estaba en su casa. Mi mamá murió desnuda, arrastrándose por el pasillo, por mujer o rebelde, conceptos que para el mundo hoy son lo mismo. Hay días en que no importa cuánto la invoque: no está y aunque la espere todavía, sé que no volverá, nunca.
Con mis hermanos inventamos historias de su muerte, yo he escrito cientos de poemas en los que la acompaño mientras parte, Taira hace canciones en las que camina por los cerros y Cristián celebra homenajes, eventos en los que a fuerza intenta mantenernos juntos. A veces estallamos. Luego el silencio. Pero mi corazón no descansa, sigue cayendo desde un auto hacia alguna carretera. Sé que el de ellos tampoco. Cuando nos vemos estamos más tristes y más grandes. Igualito que el corazón de tantos hermanos chilenos que tampoco encuentran justicia. Igualito que el alma de chile.
Por Amanda Durán.