Por Bernabé De Vinsenci, desde Argentina
En edad me sobrepasaría tres años —la carita pos adolescente la delataba— lo que en factores de posibilidad podía considerarse más asequible a un vínculo que mis otras analistas de cuarenta en adelante. La primera vez que la vi todavía maniobraba una hormigonera, bolsas de cal y cemento y mojaba ladrillos lo que supe con el tiempo, más allá de la rentabilidad, existen trabajos indignos, lejos como muchos creen de brindarnos dignidad. Como el título de la novela del japonés Osamú Dazai: Indigno de ser humano. Trabajos que, de tan inhumanos y degaste físico y mental, fisgonean nuestras sutilezas que van desde al trato más frío hasta la intimidad. Hay una escena en Tesis sobre domesticación, de Camila Sosa Villada que narra muy bien a la protagonista teniendo relaciones sexuales con una suerte de redentor (un hombre que la salva de una patota de violadores por su condición trans) y al cual retribuye con sexo, aunque el hombre no posee más que la brutalidad y ella logra excitarse. De modo que indigno y bruto, me sentí la primera sesión con una analista que no franqueaba los treinta años y mostraba aspectos de fragilidad y ternura y un buen pasar. Las condiciones físicas excedían mis gustos, aunque dudaba de los modales y el modo en que me entregaba gentileza. Hay una táctica que aprende todo psicoanalizado: sea quien sea (al menos que sea un buen profesional) los psicoanalistas buscan los buenos augurios de ganarse la transferencia, activan el modus operandis de nuestros “deseos” o al menos las “constelaciones de nuestros deseos” que es un modo por otra parte que lo aquejados alcancemos conexión y una pizca de goce o deseo con la realidad. Por lo tanto fui a la sesión dudando, con la certeza de que enfrente tenía a una mayeústica —una persona que me diría por qué a cada rato— y no a una seductora.
Lo que más disfruto de los analistas es una muletilla fetichista: me encanta ponerlos a pruebas. Qué saben, qué leen, a quiénes suscriben, que piensan; y es una perversión —con grandes dosis de placer e intriga— que más tarde que temprano me sirve para detectar a un buen o falso profeta. No es aconsejable exponerse ante cualquiera. Conozco a un buen número de personas que fracasaron en la primera sesión. Primero: uno puede recibir —sobre todo si tiene las taras del despiste— muchos clisés de autoayuda, sin conciencia del coachung ontológico, y creer que lo abyecto, las pesadumbres que uno vive son o hacen a la “felicidad” de la vida. Segundo: porque uno puede terminar deseando lo que siempre quiso destruir. Como dice la canción de Tundra “nos estamos volviendo/lo que juramos destruir” o la de Loquero que versa más o menos igual: “mi generación se convirtió en el cuarto Reich”. Y volverse Maxi Postay, con esto quiero decir un “abolicionista” que disfruta de todo aquello que cree o intenta abolir.
De modo que entré con “pinzas” a la sesión, como quien entra a un camino colmado de alambres de púas y aguijones venenosos. La primera vez que me supe delirante —y esta vez ya estaba curado— fue cuando una de mis primeras analistas me dijo: “tratá de ser más preciso porque se dificulta la sesión”. En aquel momento hablaba por medio de metáforas. Pienso en un verso de Leónidas Escudero: me encuentro adolorido por una mujer. Imagínense la siguiente escena. —¿Qué te sucede—. —Adolorido estoy por el amor a una vulva y su esencia de hechizo—. Fue entonces que hablé de algunas cosas concretas: del trabajo, de mis deseos. Aclaré que “había retomado la escritura” y que había sumado a mi vida un nuevo hábito, la ingesta de alcohol pero ya no dosificadamente sino excediéndome. —Necesito ocio para lo que quiero— dije (el ocio a veces es una malversación de “no hacer nada”, de “vagancia”). De su parte escuché implacabilidad. —Pero hay que trabajar— fue lo que yo entendí. A costa de lo que sea: trabajar, ¿inclusive cuando el trabajo sea nuestro peor tormento? Y creo que yo mismo cité una perogrullada de Freud que dice que el trabajo es uno de los bastiones del vitalismo y la felicidad. Cada que vez que en terapia me dicen “A” yo digo “B”, insubordinado a más no poder, y así todo el abecedario hasta repetirlo, ida y vuelta. Sentí un pequeño pinchazo: la transferencia me hacia mella. Pude haberle dicho “trabajo cuando se me canta el culo” o “dame una profesión en blanco y trabajo”. Sin embargo seguí. Hasta que al finalizar la sesión me preguntó si tomaba medicación. —Ah— le dije— querés saber mi cuadro—. Y echó una risita que entendí a caballo entre la afirmación y en “sí, estoy confundida, disculpame”. Di truncada la transferencia aunque fingí que la había, como extendiendo un chicle con la mano. Del mismo modo que uno lee autores consagrados y piensa a mitad del libro si es bueno o malo y convive con la ambigüedad. —Los chalecos químicos querés saber— agregué citando a Marisa Wagner, y de inmediato me sentí embobado y ridículo, ¿qué ganaba con esa imagen poética plagiada? Si bien me sentía quisquilloso empecé a entender que la transferencia —eso que a pesar de las faltas de ganas te conducen a sesión igual— iba por otro lado.
Hubo una sesión —la tercera— en la que hablamos de mi padre, largo y extendido. La tan mentada reedición —o como dicen los evangélicos “maldiciones generacionales”— no la del síntoma, sino la más vulgar: aquellas que adquirimos de nuestros antepasados. Hablé de la soledad principalmente y sobre las condiciones en las que me había criado, atendiendo sobre todo a la educación autoritaria. Conste que tengo en claro: muchos modos de agresividad, misoginia, padeceres, ideas son lo que mamamos de nuestros primeros victimarios: papá y mamá indistintamente. De algún modo me liberé constatándome con lo que era mi padre y con lo que era yo. En mis oídos seguía la hipoacusia “¿tomás fármacos?” y al instante imaginaba mi cara ridícula y arrebatada de no saber dónde escabullirme. Porque entiendo al deseo como un caos de revolución y contradicciones y a la psiquiatría y la farmacología bajo la ramas más castradoras y despóticas. Lo más sensato fue que me pasó el número de teléfono —y en ese gesto reconozco que el otro ofrece disponibilidad— y de inmediato empecé a barajar lo que me generaba transferencia. ¿Saber? No. ¿Que podía escucharme? No, suelo escucharme con los pares, o escuchar a los pares: almas rotas, por lo general. Entonces, ¿qué? Costó que lo entendiera, y en cierto modo entendí lo que me molestaba: nada más y nada menos que yo como paciente, o sea me molestaba que yo fuera su paciente y me confesara a mitad del pudor y la cura.
Hubo una charla con una amiga que desencadenó que le escribiera. —La sertalina me quita el goce— le dije; lo que yo quería decirle era que no tenía orgasmos y que la última vez que tuve relaciones pareció a copular con un pedazo de carne muerta. Lo que sí me gratificó fue que me dijo que algo de la singularidad “borran los fármacos”. Por eso, entre otras cosas, dejé de fumar marihuana. —Fumate una secaaaaa— me insisten. —Daleeee—. Pero no, insisto con mi frasecita de careta. —No, gracias, no me hace falta—. Tengo el delirio asegurado en otra forma que nace desde la contemplación, puede que sea desde un rostro a una escena. O mi desbordante ingesta de alcohol que pasó de latas de cervezas a borrachera diaria, de agresión a mansalva y alejamientos de amistades a la lectura de libros más placentera que he vivido después del cigarrillo. Entonces, ¿qué es lo que me pasaba? ¿Es eso?, me cuestioné. Ella no tenía complicidad en absoluto.
Recapitulé en todas mis formas por haber de que una mujer me “enamorara”. Las tres veces que me “enamoré” las mujeres compartían los mismos rasgos. Diría que eran idénticas. Acabé con una ex novia que me dejó en ascuas —y por cierto fue ella quien dijo basta—, y que después de querernos y nuestro “amor romántico”, herirnos hasta llegar al hueso, hablar de amor me parecía enfermo y fútil —porque había dejado de creer. ¿Se parecía? Sí y no. ¿Qué misterio le agregaba yo a ella? Lo que no sabía, pues lo que le atribuía atañía a una vieja relación incurable y malamente crónica en incurabilidad, casi con secuelas desperdigadas hasta mi ánimo actual. Hubo dos sesiones que me ausenté. Mi modo de cortar los vínculos es ausentarme. Puse en jaque mi transferencia: la muchacha me gustaba, lisa y llanamente. Un enamoramiento precoz —y sobremanera los siguientes adjetivos: ilógico, estúpido, inviable, mañoso, precipitado, ridículo ridículo ridículo and infinitum. Como pocas veces lo sufrí. Hablé con algunos conocidos de ellas, no al desborde de la manipulación o la psicopatía, por supuesto. Quería saber quién era. Hice caso omiso —si bien tengo cierto “misterio”, físicamente soy un chasco y seduciendo peor— y le hablé por teléfono. —No puedo seguir— le escribí detalladamente, y no a modo de kamikaze diciéndole “me gustás” o “sos hermosa, loca” y esperar la explosión. — Mi transferencia pasa por otro lado— me excusé en la parafernalia de términos psicoanalistas.
Un mes después le hice llegar un libro de poesías mío y me envió una foto de un poema —el mejor según ella o el que más le gustó— que habla de la ausencia y la imposibilidad de sostenerla. Y así fue que la ausencia más huracanada de mi vida —a la mujer que más amé, que más me entregué— me estaba jugando una mala pasada en mi condición desgraciada de nostalgia y como dice aquel viejo tango eso de que “quiero emborrachar mi corazón para apagar un viejo amor” y después “aquí vengo para eso, p´a borrar antiguos besos en los besos de otra boca”. —Es excelente este tango— le dije a una amiga— aplicá esa letra a cualquier cosa y habla de la nostalgia—. Una oda a las cosas perdidas y sobre todo un atajo a los lugares que no debemos volver. O no deberíamos volver.