Esta entrevista tuvo lugar en la primavera del 2020. Conducida por Lenart J. Kučić, fue originalmente publicada en la revista Disenz y reproducida por Guerrilla traslation.
Se trata de un retrato perfecto, a principios de mayo, de ese extraño 2020. Guerrilla Translation ya había traducido varias obras de Graeber al español desde el 2013. El 1 de septiembre vuelve a contactarlo para plantearle la idea de traducción. Les respondió el mismo día diciendo que estaría encantado de que tradujeran la entrevista. Dos días después, Nika Dubrovski, su esposa, informaba que David Graeber había muerto.
Inicialmente presentan la entrevista en el diario El Salto, dividida en tres partes. Aunque optaron por publicarla íntegramente en su blog. Aquí los enlaces a las tres partes:
– Primera parte sobre Occupy y el capitalismo del Covid,
– Segunda parte sobre el autoritarismo versus la autogestión en tiempos de pandemia y la psicología emocional de la deuda, y
– Tercera parte sobre mitos antropológicos, visiones tecno-utópicas y el ecofascismo.
A continuación, reproducimos la entrevista
Introducción de Lenart J. Kučić
Era una agradable tarde de primavera londinense y David Graeber, profesor de antropología de la London School of Economics, estaba sentado en una azotea. Nuestra conversación discurrió mediante videollamada debido a las restricciones a los desplazamientos provocada por la pandemia del coronavirus. No solo hablamos del nuevo virus y sus consecuencias para la sociedad, la política y la economía, también aprovechamos la excepcional oportunidad/la oportunidad poco frecuente para charlar sobre su obra publicada: desde Fragmentos de una antropología anarquista a En deuda o La utopía de las normas y, finalmente, su libro más reciente Trabajos de mierda: una teoría.
El profesor Graeber se presenta como antropólogo y anarquista. Pero no le gusta que le llamen “antropólogo anarquista” ya que esa disciplina no existe, algo que nos explica durante el transcurso de la entrevista. Graeber también es activista: ha sido parte de muchos movimientos sociales y protestas durante las últimas décadas. Se le atribuye con frecuencia la acuñación del slogan no-oficial de Occuppy Wall Street: Somos el 99%. Pero él insiste que el slogan, como todos los demás aspectos del movimiento, fue fruto del esfuerzo colectivo.
¿Es posible que gobiernos democráticos utilicen esta pandemia para imponer medidas autoritarias sobre la ciudadanía? ¿Por qué no hemos visto una huelga del personal sanitario y de cuidados para reclamar mejores salarios durante esta pandemia? ¿Qué ocurriría si Wall Street cerrara unos meses? ¿Por qué los coches voladores sólo existen como efectos especiales en la pelis de ciencia ficción? ¿Cómo nos pueden servir los principios anarquistas para desenmarañar el caos de la crisis? ¿Por qué no queremos depender de los ejércitos chinos y estadounidenses para defender al planeta?
Y, finalmente, ¿cómo se convierte una diatriba alcoholizada en un éxito de ventas?
Da la impresión de que, durante la pandemia, todo el mundo habla el mismo idioma: desde gobiernos progresistas y conservadores hasta Dáesh y anarquistas. El mensaje es idéntico: quedaos en casa, lavaos las manos, evitad las aglomeraciones… Mi impresión es que la gran mayoría ha seguido las recomendaciones oficiales sin rechistar demasiado. No hemos visto nada parecido desde hace mucho tiempo. ¿Qué ha pasado?
Bueno es que hay mucha gente que no está lo suficientemente loca como para ignorar recomendaciones médicas en plena pandemia.
Esto me hace pensar en Henri de Saint-Simon, el politólogo francés del siglo XIX. Puede que Saint-Simon fuera el primero en plantear la idea de la extinción del Estado. Argumentaba que, con el tiempo, un Estado reformado sobre criterios científicos no tendría que depender de la coerción, y que, entonces, no sería un Estado tal y como lo contemplamos hoy en día, con su monopolio de la violencia.
¿Por qué?
Según él, por el mismo motivo por el que el médico no tiene que amenazarte para que tomes los medicamentos que te ha recetado. Eres consciente de que el médico tiene ciertos conocimientos de los que tú careces y asumes que está actuando en tu mejor interés. Saint-Simon argumentaba que en un estado racional y fundamentado en principios científicos la ciudadanía actuaría del mismo modo, y la imposición coercitiva se convertiría en cosa del pasado. Puede que hubiera algunos locos que no quisieran seguir la receta médica, pero serían una minoría sin importancia. [1]
Sobra decir que este era un planteamiento extremadamente optimista e ingenuo. De hecho, Marx desdeñaba a Saint-Simon y su estirpe, describiendolos como “socialistas utópicos”. Pero hay muchas ramas del gobierno que, a día de hoy, pretenden funcionar según criterios puramente científicos y racionales. De hecho, podría argumentarse que ni siquiera forman parte del gobierno, debido a su propia naturaleza.
Esta es una conversación que teníamos constantemente en el movimiento estudiantil del Reino Unido durante la oleada de protestas del 2010. Éramos fundamentalmente anarquistas, pero apoyábamos la salud y la educación pública. Parece hipócrita, ¿no? A nosotros no nos lo parecía, pero no parábamos de debatir al respecto. Quizás el problema sea que los Estados son incapaces de concebir instituciones públicas —con esto me refiero a instituciones universales y sin ánimo de lucro— que no estén bajo su control. Eso no supone que dichas instituciones tengan el mismo talante que los ejércitos, o el sistema carcelario, que son artefactos exclusivamente estatistas.
Plantear el conocimiento como expresión endémica del poder es una idea muy atractiva para los académicos, dado que andan sobrados de lo primero y faltos de los segundo. Así que no es de extrañar que les resulte tan atractivo.
Efectivamente. Foucault diría que toda autoridad capaz de imponerse sin recurrir a la violencia es la más aterradora de todas.
Cierto, aunque creo que en este aspecto hay una malinterpretación arraigada de Foucault. Se asume que todo discurso es una expresión del poder, y que toda expresión del poder es fundamentalmente violenta y objetable. Y es cierto que a veces parece que esto es lo que está diciendo. Pero si entráramos en detalles Foucault diría que no, en absoluto.
Plantear el conocimiento como expresión endémica del poder es una idea muy atractiva para los académicos, dado que andan sobrados de lo primero y faltos de los segundo. Así que no es de extrañar que les resulte tan atractivo. Foucault, por su parte, tenía otras preocupaciones inmediatas (le diagnosticaron como homosexual en su juventud, y quería entender cómo sus deseos más íntimos podían ser considerados una patología).
Dedicó su vida a intentar comprenderlo. Gran parte de la izquierda académica olvida que esos diagnósticos no son meras abstracciones, sino que se imponían mediante procedimientos legales o amenazas de violencia física, aunque el propio médico no te esté literalmente apuntando con una pistola. Existe una interpretación vulgar de Foucault que pretende obviar la violencia implícita que subyace a la mayor parte de las instituciones que describe.
Al fin de cuentas, el panóptico era una cárcel. En general, si te sientes observado, lo normal es irte a otro lado. Aunque lo cierto es que las cosas han empeorado bastante desde la época de Foucault. Eran tiempos sin vigilantes de seguridad armados en escuelas y hospitales. Las cosas han cambiado.
Durante la pandemia, hemos visto a gobiernos de todo el mundo imponiendo medidas que, a principios de año, hubieran resultado inimaginables en sociedades democráticas, todo bajo el paraguas de la salud pública. En Eslovenia, por ejemplo, te multan si te manifiestas en contra de las medidas gubernamentales. No es por la manifestacioń en sí, eso sería antidemocrático, sino por violar las ley de enfermedades infecciosas. Así que los únicos grupos de personas con libertad de movimiento son la policía, el ejército y los políticos.
No me sorprende. Puedes aprender mucho sobre tu gobierno por la forma en la que tratan el derecho de reunión, ya sea por razones políticas o de cualquier otro tipo.
¿A qué te refieres exactamente?
Normalmente en las democracias liberales la justificación que subyace al conjunto de sus estructuras legales suele estar relacionada con nociones idealistas de “libertad”. La Carta de Derechos de los Estados Unidos comienza hablando de la libertad, de expresión, de la prensa y de reunión. En la práctica, cuando ese derecho de asamblea se ejerce para protestar —que es la esencia misma de la identidad estadounidense— se percibe como menos legítimo que el derecho de reunión de gente que quiere venderte algo.
Cuando dices esto, el grueso de la clase media norteamericana no da crédito. No tanto en el caso de los pobres, que ya dan por hecho que las reglas son injustas. Pero, en fin, te dirán: “claro que tienes derecho de reunión, siempre que solicites un permiso, ¿qué tiene eso de malo?”. Y les tienes que contestar: “vale, pero si antes de poder expresarte le tienes que pedir permiso a la policía, eso no es libertad de expresión. Si les tienes que pedir permiso antes de publicar algo, eso no es libertad de prensa”. Entonces pueden decir: “¡pero esto son cosas distintas! Hay que pensar en el tráfico, no puedes manifestarte porque sí, y sin tener en cuenta al resto de los viandantes”. Lo cual me resulta bastante cómico, porque que yo sepa el derecho a un tráfico fluido no está recogido en la constitución.
Es algo que aprendimos durante Occupy. Tras el desmantelamiento forzoso del campamento, nos quedamos de piedra con la gran cantidad de americanos de clase media que se desentendieron al ver como su preciosa Carta de Derechos quedaba en papel mojado. La misma Carta de Derechos que inculcan con orgullo a sus hijos….
Anonymous ha demostrado que puedes utilizar las redes para hacer protestas relevantes e impactantes. Y por todo el planeta hay gente ideando nuevas maneras de protestar desde casa.
¿Queríais ocupar un espacio público?
Cualquier espacio. Cuando nos echaron de Zuccotti Park intentamos montar otro campamento porque… bueno, era fundamental que la gente supiera dónde estábamos. Eso fue uno de los puntos claves de la primera ocupación: cualquier neoyorquino con ganas de involucrarse sabía automáticamente dónde podía ir para ponerse manos a la obra.
En principio teníamos la intención de irnos a un solar enorme que hay cerca de Wall Street. El solar era propiedad de la Iglesia episcopal de los Estados Unidos, que en un principio nos dio el visto bueno. Pero debido a presiones en el seno de la jerarquía eclesiástica acabaron retirando su apoyo. . A pesar de ello, varios obispos lideraron una manifestación con la intención de ocupar el solar. Los polis nos dieron una paliza y la prensa se negó a mostrar imágenes de los sacerdotes: sólo mostraron a los manifestantes enmascarados, con fin de caracterizarnos como gente violenta y amenazadora.
Después ocupamos un parque que estaba abierto las 24 horas e, inmediatamente, cambiaron las reglas del parque. Después obtuvimos una victoria judicial gracias a un fallo que nos garantizaba el derecho a dormir en la acera — siempre que solo ocupamos la mitad de la superficie. Acto seguido, el ayuntamiento aprobó una ley declarando Manhattan una “zona de emergencia” donde las decisiones judiciales no son aplicables. Llegados ahí decidimos ocupar las escaleras del edificio donde se firmó la Carta de Derechos (que, por cierto, está bastante cerca de Wall Street), ya que no estaba bajo jurisdicción municipal. En un abrir y cerrar de ojos estábamos rodeados por la SWAT y, pasados dos días, ya habían encontrado la manera de echarnos.
Hicimos lo imposible por establecer alternativas legales, pero el Estado pisoteó los mismos principios legales que inculcan a los niños en las escuelas, los mismos principios que, se supone, deben hacerles sentirse orgullosos de ser americanos. Y los medios se mantuvieron en silencio.
¿Pero que puedes ocupar cuando estás haciendo cuarentena en tu casa?
Siempre hay algo que puedes hacer. Anonymous ha demostrado que puedes utilizar las redes para hacer protestas relevantes e impactantes. Y por todo el planeta hay gente ideando nuevas maneras de protestar desde casa.
Dicho esto, las cuarentenas no serán permanentes. Debemos recordar que existía un mundo previo a las vacunas donde la gente tenía formas de defenderse ante el cólera, la fiebre amarilla o la gripe: rastreaban minuciosamente los vectores de contagio, los aislaban y los ponían en cuarentena. Prestaban atención a la higiene y al distanciamiento social y restringían ciertas actividades comerciales. Todo esto era rutinario en la Época Victoriana.
Mi amigo John Summers ha estado investigando la estrategia usada por la pionera del trabajo social Jane Addams frente a este tipo de amenazas en Hull House, la casa de acogida modelo del movimiento settlement que fundó en 1889. Su conclusión: las clases medias habían olvidado cosas que en el pasado eran conocidas por todos, sabiduría popular. Y claro, nada de esto fue capaz impedir la articulación de movimientos sociales, como demuestra el caso de Hull House, que es un ejemplo de la edad de oro del anarquismo en el seno del movimiento obrero.
Seguimos en una fase reactiva y de pánico y apenas hemos empezado a hallar formas de afrontar el problema. Es demasiado pronto para pensar que el virus va a aniquilar nuestras relaciones sociales.
¿Y las relaciones económicas?
Es fascinante. Los gobiernos de todo el mundo han mantenido durante años y años que era totalmente imposible hacer lo que justamente han hecho durante la pandemia: detener casi toda actividad económica, cerrar las fronteras y declarar un estado de emergencia global. Hace tan solo unos meses se asumía que un declive de uno por ciento de PIB sería una hecatombe, que acabaríamos aplastados por el equivalente económico de Godzilla.
Pero eso no ha pasado.
No, y ha pasado otra cosa. Todo el mundo se quedó en casa y la actividad económica sólo se ha reducido en un tercio. Es una locura — cabría esperar que, con todo el mundo inmovilizado y en casa, la economía se desplomaría en un ochenta por ciento, no sólo un tercio, ¿no crees? Hace que uno se plantee qué están midiendo exactamente. ¿Y qué es una “economía”? ¿Qué es el “trabajo»?
Creo que la pandemia nos ayuda a ver esas cosas con más claridad.
Wall Street existe para Wall Street, y para que los ricos sigan siendo ricos. No es útil para nadie más. Aunque puede ser muy perjudicial para todos, de ahí al debate en torno a la necesidad de cerrarlo.
¿Con más claridad?
Para empezar, hemos podido distinguir qué trabajos son realmente esenciales, y cuáles son totalmente innecesarios. Pero también ha aclarado el verdadero rol de las instituciones.
Los evangelizadores del capitalismo siempre han argumentado que el sistema financiero global representa una versión mejorada y libre mercado de la economía planificada. Como un plan quinquenal, ya que determina la asignación de recursos e inversiones a fin de optimizar la producción. Todo para garantizar que las personas del futuro vean sus necesidades cubiertas, y que haya prosperidad y bienestar a largo plazo. Pero es una promesa vacía.
Cuando se habló de cerrar Wall Street para prevenir otra catástrofe económica como la del 2008, no se planteó en ningún momento que un parón de un mes o más pudiera tener efectos negativos reales. Wall Street existe para Wall Street, y para que los ricos sigan siendo ricos. No es útil para nadie más. Aunque puede ser muy perjudicial para todos, de ahí al debate en torno a la necesidad de cerrarlo. La noción de un mercado libre y autorregulado es un mito. Siempre ha estado regulado por el Estado. Cuando se discute sobre regulación o desregularización , la clave es preguntar “¿en beneficio de quién?”.
Por eso creo que la gente se está planteando seriamente el modo en el que nos han estado gobernando en las últimas décadas.
¿Qué tipo de Estado veremos consolidarse tras la pandemia? Muchos dicen que supondrá un resurgimiento del socialismo, señalando ejemplos como la nacionalización parcial de la red ferroviaria en el Reino Unido o la puesta a disposición del gobierno de los hospitales privados en España. Otros avisan del auge de Estados más autoritarios, como hemos visto en Hungría. Hay quien opina que el poder estatal podría ser emancipatorio, partiendo de la regularización de industrias clave y la priorización de la ciudadanía por encima del beneficio económico.
Creo que, ante todo, cuando nos hacemos la pregunta de “¿quiénes han sido más eficaces a la hora de gestionar la pandemia?” tenemos que evitar caer en falsas dicotomías: autoritarismo contra democracia, socialismo contra capitalismo, etcétera.
No hay evidencias tangibles de que los Estados autoritarios funcionen mejor. Evidentemente, esa es la narrativa impulsada por China, y se trata de una visión que ha arraigado mucho en el Sur Global durante estas últimas décadas. China se concibe como la única alternativa viable al modelo neoliberal propagado por instituciones como el FMI y el Banco Mundial. Es cierto que China no ha seguido las recetas neoliberales y se han negado a liberalizar al sector financiero, entre otors. Esta combinación de financiación fácil mediante créditos “corruptos” del sector de la construcción, por ejemplo, ha sido adoptada por India, Turquía y gran parte de América Latina, y es vista como la única estrategia de desarrollo factible para que las naciones pobres alcancen niveles relativos de riqueza.
Pero la idea de que todo esto sólo ha sido posible porque el gobierno Chino ha forzado a su pueblo a sacrificar libertades políticas y sociales es completamente gratuita. No hay evidencia para señalar que una cosa es consecuencia de la otra.
¿Pero por qué se sigue presentado a China, Corea del Sur y Singapur como modelos a seguir? ¿No han tenido acaso los mejores resultados a la hora de controlar la pandemia? ¿No está esto relacionado de alguna manera con la disciplina social?
Hace poco leí un estudio muy interesante contrastando la gestión de la pandemia por parte de regímenes autoritarios y otros que no lo son. Los autores concluían que el grado de autoritarismo es un factor irrelevante. Lo más importante es el grado de confianza de la gente en los mensajes del gobierno, las instituciones públicas, los medios de comunicación y el establishment científico.
No existe una relación sistemática entre lo que se describe como “democracia” y ese tipo de confianza en las instituciones. Aquí en el Reino Unido tenemos una de la democracias parlamentarias más antiguas del planeta, pero el gobierno y la prensa nos mienten de un modo tan sistemático y descarado que tenemos el menor grado de confianza en los medios de comunicación de toda Europa, junto con Italia y seguidos de España, si no recuerdo mal.
En Estados Unidos, la derecha ha encontrado una forma de beneficiarse de este clima de desconfianza generalizada. Todo son “noticias falsas”; vivimos en un laberinto de espejos. Ante esto, quizás mejor votar el tipo este (Donald Trump, Boris Johnson) que al menos es lo suficientemente sincero como para admitir que está mintiendo. Así al menos me convierto en cómplice; ya que el mundo está formado por estafadores y y por estafados al menos estaré en el bando ganador.
Pero hay algo más en todo esto. Creo que lo que necesitamos en realidad es un análisis preciso de lo que llamamos “centro político” que, en muchos sentidos, es una ideología política extraordinariamente perversa.
¿El centro político?
¿A qué se refería realmente la población de clase media (básicamente, los miembros de la clase formada por profesionales y directivos, que constituye el núcleo del centro político) cuando en (la década de) los años 80 y 90 comenzaron a describirse como “liberales en lo social, conservadores en lo económico”?
Significaba que aceptaban un orden social en el que la izquierda moderada se hacía cargo de la producción de personas, por así decirlo, gestionando los hospitales y las universidades, mientras que la derecha moderada estaba a cargo de la producción de petróleo, ropa y carreteras. De la misma forma en que los movimientos sociales de izquierdas atacan a los directores ejecutivos y los acuerdos comerciales, las derechas atacan la autoridad de las personas que gestionan el sistema educativo o sanitario, es decir, a profesores y científicos. Pensemos (por un momento) en el creacionismo, el calentamiento global o en el aborto.
En realidad todo esto es una guerra de posiciones, que diría Gramsci, sin demasiado futuro. Ningún bando va a ganar; tan probable es que la derecha radical consiga poner iglesias evangélicas a cargo de la reproducción social como que la izquierda radical convierta Bechtel, Microsoft o Monsanto en colectivos autogestionados. Lo que la derecha radical puede hacer es debilitar la credibilidad en los expertos y, obviamente, cuanto más poder alcancen más incompetentes absolutos pondrán en posiciones de autoridad. Y así es como se retroalimenta el conflicto.
El resultado es una sala de espejos sin fin en la que todo es o podría ser una mentira. Estos son los lugares en los que ahora se están apilando los cadáveres. Porque se han alejado mucho de la fantasía de Saint-Simon. Y no se puede culpar a la gente por desconfiar cuando se tiene un país como Reino Unido, donde se supone que no podemos saber los nombres de los científicos del comité asesor del gobierno durante la crisis sanitaria pero, de alguna forma, sabemos que dos de los miembros del comité son propagandistas tories sin ninguna formación científica. Parece que quisieran que sepamos que no debemos fiarnos.
¿Y si los gobiernos poco fiables también se volvieran más autoritarios…?
Es que es la pescadilla que se muerde la cola. Hay una paradoja en todo esto. La gente confunde el antiautoritarismo con una oposición a cualquier tipo de autoridad intelectual, incluso a cualquier visión compartida de verdad, justicia e incluso realidad física. Como si insistir en cualquier forma de verdad fuera equivalente al fascismo. Pero claro, si no existe la verdad, ¿por qué entonces el fascismo es un problema? ¿Qué motivos tienes para oponerte al fascismo, aparte de que no sea de tu gusto – un mal argumento si resulta que a otras personas sí les gusta? Bueno, hoy en día ese tipo de relativismo absoluto está desapareciendo de la izquierda al mismo tiempo que está siendo acogido de forma agresiva por la derecha.
Y, en ese sentido, el autoritarismo acaba de sufrir un duro golpe, al menos el de cariz populista. Es realmente, como algunos dicen, un culto a la muerte, un tipo de suicidio en masa.
La gente confunde el antiautoritarismo con una oposición a cualquier tipo de autoridad intelectual, incluso a cualquier visión compartida de verdad, justicia e incluso realidad física. Como si insistir en cualquier forma de verdad fuera equivalente al fascismo.
Por eso mismo creo que no deberíamos limitarnos a debatir sobre la naturaleza del futuro gobierno: ¿será más autoritario, socialista, nacionalista, emancipador…? Lo realmente significativo es la manera en la que las personas se están autoorganizando como nunca antes. Cuando comenzó la pandemia, lo primero que ocurrió en el Reino Unido fue que todos los barrios comenzaron a establecer sus propios grupos de ayuda mutua para identificar y ayudar a las personas más vulnerables: personas sin familiares ni ayuda, personas mayores… Los llaman así, grupos de “ayuda mutua”, como la antigua expresión anarquista. Hay cientos de ellos solo en Londres.
¿Es esto un ejemplo del antiguo proverbio que dice que todo el mundo se convierte en socialista (o anarquista) durante las crisis?
En mi barrio (y vivo cerca de la torre Grenfell) la gente ya es consciente de que el gobierno es básicamente inútil en una crisis. Cuando el incendio tuvo lugar hace dos años, no estuvieron a la altura pero ni por asomo. Uno se imagina que el gobierno de un país con la quinta economía más grande del mundo habría sido capaz de encontrar un lugar donde alojar a unos pocos de cientos de supervivientes sin demasiada dificultad, pero fueron, de hecho, los grupos parroquiales y los grupos comunitarios espontáneos que operan desde espacios okupados los acabaron teniendo que hacerse cargo de todo.
Así que a pesar de la creencia generalizada de que el anarquismo nos llevaría hacia el caos, ¿puede que en realidad ayude a poner en orden el caos?
Siempre me ha resultado gracioso que la gente diga “¡Dios mío, no podemos deshacernos de la policía porque si lo hacemos todos empezarán a matarse unos a otros!”. Fíjate que nunca dicen “Yo empezaría a matar gente”. “Ah, ¿que no hay policía? Pues creo que me voy a hacer con una pistola y a disparar a alguien”. Nadie piensa esto, pero todos asumen que los otros lo harán.
En realidad, como antropólogo, sé lo que ocurre cuando desaparece la policía. Incluso viví en una zona rural de Madagascar en la que la policía había desaparecido a todos los efectos, varios años antes de que yo llegase. Apenas cambió nada. Bueno, los delitos contra la propiedad aumentaron. Si la gente era muy rica, alguna vez les robaban. Los asesinatos, en todo caso, disminuyeron. Cuando la policía desaparece de una gran ciudad, no hay duda de que los robos aumentan en los lugares donde las diferencias materiales en cuanto a propiedades son más extremas, pero los delitos violentos no se ven afectados en absoluto.
Pero en cuanto a la organización… Bueno, tenemos que preguntarnos por qué creemos necesario amenazar a la gente con golpearla en la cabeza, dispararla o encerrarla en una habitación cochambrosa durante años para mantener cualquier forma de organización. Si piensas esto es que en realidad no tienes mucha fe en la organización, ¿no?
¿Cómo manejarían la pandemia los anarquistas?
Creo que ahora mismo mucha gente está aprendiendo lo mucho que puede hacer al margen de modelos de autoridad verticales de estilo militar. En contextos de emergencia siempre se impone una especie de de comunismo improvisado: de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades.
Lo hacen por pura eficacia: es lo único que funciona de verdad. Pero claro, el comunismo de crisis suele ser lo contrario al socialismo vertical autoritario. Los sistemas de mando y jerarquía, al igual que el sistema de mercado de valores, se convierten en un lujo que las personas no pueden permitirse (aunque a menudo se reinstauren en la segunda fase de la crisis, cuando las cosas empiezan a ponerse fáciles de nuevo).
La primera etapa es más sansimoniana que foucaultiana: la única autoridad que las personas reconocen es la que se basa en algún tipo de conocimiento experto real, aunque siempre hay personas dispuestas a discutir con el médico que está intentando arreglarles una pierna rota.
En contextos de emergencia siempre se impone una especie de comunismo improvisado: de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades.
Las comunidades revolucionarias más prósperas que conozco tienden a un equilibrio de ambas cosas: tratan de divulgar el conocimiento lo máximo posible y, por esa misma razón, confían en las personas que en realidad tienen conocimiento especializado. Los lugares que conozco que están más cerca de un escenario anarquista se las han apañado bastante bien durante la pandemia. Estoy pensando en las comunidades zapatistas de México y en Rojava, la región situada al noreste de Siria de mayoría kurda.
Ambas son antiestatistas y están influenciadas en gran medida por el anarquismo. Ambas reaccionaron de forma inmediata a la pandemia e iniciaron una movilización total de la comunidad, cerrando escuelas, creando equipos de protección, mejorando las condiciones sanitarias… Hasta la fecha Rojava lo ha hecho bastante bien a pesar de los intentos del gobierno turco de utilizar la guerra bacteriológica en su contra enviando intencionadamente refugiados infectados. Su ejemplo ha demostrado que los principios anarquistas pueden utilizarse para coordinar de forma efectiva a los trabajadores sanitarios.
Sin embargo, los gobiernos se esfuerzan por atribuirse el mérito de la lucha contra la pandemia. El presidente estadounidense Donald Trump llegó incluso a firmar personalmente los “coronacheques”, dando a entender que él personalmente estaba dando dinero a los ciudadanos. Y no es el único. Muchos gobiernos están intentando dar la impresión de que están dando dinero a la población para ayudarnos a sobrevivir esta crisis.
Es difícil hablar de cómo funciona realmente el sistema financiero porque está rodeado de capas y capas de errores y mitos. En primer lugar está toda la retórica en torno a tener que “encontrar” el dinero para ayudar a la economía y a los ciudadanos. El dinero no es un tipo de bien limitado que haya que encontrar, excavar o producir. Se crea literalmente de la nada.
Trump no está regalando nada que él tenga. Está literalmente produciendo el dinero al ofrecerlo. Pero esta es solo una de las múltiples premisas falsas que mantienen el sistema. Es tremendamente importante que esos mitos se mantengan, a los ojos de las clases gobernantes, ahora que casi todas las justificaciones convencionales del capitalismo se han desvanecido.
¿Cómo cuáles?
Bueno, había tres principales. La primera es que la gente solía decir “vale, de acuerdo, el capitalismo crea una desigualdad extrema y todo tipo de injusticias evidentes. Pero merece la pena porque hasta los más pobres saben que sus hijos tendrán una vida mejor que la suya”.
No creo que haya mucha gente en los países ricos que sigan creyendo esto. Quizás en China haya quien lo crea, pero está claro que no es el caso si vives en Estados Unidos, Francia, Egipto o Argentina. Las nuevas generaciones están considerablemente peor que sus padres. Tienen menos acceso a cosas básicas como vivienda, educación y ahorros para su jubilación. Hay casi todo un género literario nuevo que gira en torno a personas de mediana edad sermoneando a sus hijos y nietos y llamándolos consentidos, por simplemente exigir las mismas cosas que ellos dieron por sentadas cuando eran jóvenes. En el fondo están avergonzados. Saben perfectamente que las cosas han ido a peor, y no a mejor.
El segundo argumento era tecnológico: el capitalismo siempre impulsará un cambio científico rápido. Solíamos creer que nuestra vidas se verían transformadas radicalmente gracias al desarrollo tecnológico. “No tienes más que imaginarte cómo era una cocina hace cien años”, seguía el argumento. “Ahora compárala con las modernas cocinas de hoy en día”. También decían que viajaríamos a Marte, que viviríamos para siempre y que la mayoría de nuestros problemas habrían desaparecido a día de hoy.
Y no lo han hecho, como es obvio.
Así que ya nadie dice eso. En realidad, las cocinas son un ejemplo perfecto. No han cambiado de forma sustancial desde que apareció el horno microondas hace 30 años. Esa fue la última innovación tecnológica significativa que realmente tuvo un impacto en nuestro día a día. Después de eso, la nada.
Lo mismo ocurre en otras áreas de la vida. Cada vez hay más pruebas de que el capitalismo en realidad está obstaculizando la innovación tecnológica, ya que no es algo rentable a corto plazo. Estamos mejorando la tecnología de simulación; hoy en día podemos hacer películas de ciencia ficción increíbles con unos efectos especiales alucinantes, pero hemos renunciado a la idea de hacer realidad cualquiera de esas cosas en un futuro próximo.
Y el tercer argumento es que el capitalismo aporta estabilidad.
¿A la clase media?
Con la expansión de la prosperidad, la mayoría de las personas se convierten en clase media y el crecimiento de la clase media favorece la estabilidad democrática, ¿no?bPues eso no ha ocurrido. Al contrario, y aquellas personas que han sido expulsadas de la clase media están cada vez más dispuestas a votar por quien sea que se alce contra la estabilidad.
Así que lo único que queda son dos argumentos: uno, que no existen alternativas. O nosotros o Corea del Norte. El otro es la moral.
¿La moral?
Cada vez estoy más convencido de que el único pilar que mantiene el sistema en pie es la moral. Una moral muy extraña y retorcida. Por eso escribí un libro sobre la ética de la deuda y otro sobre la ética del trabajo.
Hay mucha gente que, aun sabiendo perfectamente que nuestro sistema económico es sumamente estúpido e injusto, cree que alguien que no paga sus deudas es una mala persona. Los morosos son irresponsables y los únicos culpables de su situación. De la misma forma, incluso personas que odian a sus jefes parecen pensar que los gandules son todavía peores, que si no trabajas más duro de lo que te gustaría en algo que no disfrutas (preferiblemente para alguien que no te agrade demasiado), entonces eres una mala persona, un parásito y, por supuesto, no mereces ayudas públicas.
Parece que la gente cree realmente en la santidad del trabajo. No solo en el trabajo sino en los puestos de trabajo. Todo el mundo debería tener un trabajo, no importa si el trabajo es beneficioso para alguien o no. De hecho, al menos un tercio de la población trabajadora parece estar convencida personalmente de que nada cambiaría si su trabajo no existiera o que, incluso, el mundo sería un lugar mejor sin él. La santidad del trabajo, la santidad de la deuda, la santidad del “mercado”… Todas estas cosas están profundamente interiorizadas y todas ellas son tremendamente problemáticas.
¿Problemáticas en el sentido de equivocadas?
Los ricos no creen en la deuda. Al menos, no en su propia deuda. Desde luego no creen que pagar sus deudas sea una cuestión de honor. La mitad de mis antiguos empleadores no me habrían pagado un duro si hubieran encontrado una forma de no hacerlo. Pero, es más, si estás en una posición de debilidad, la deuda es una cuestión moral; si estás en una posición de fortaleza, la deuda es una cuestión de poder. Por eso empecé el libro sobre la deuda con un antiguo proverbio: “Si debes al banco cien mil dólares, el banco te posee. Si debes al banco cien millones de dólares, tú posees el banco”.
Si debes al banco cien mil dólares, el banco te posee. Si debes al banco cien millones de dólares, tú posees el banco.
Con frecuencia has comparado la deuda con una promesa. Pero si una promesa se rompe por una de las partes, ¿por qué la otra debería seguir respetando esa promesa?
Eso es. Pero el poder es importante. Fíjate en las relaciones internacionales. Si Sierra Leona debe mil millones de dólares a los Estados Unidos, Sierra Leona está en problemas. Si los Estados Unidos le deben a Corea del Sur mil millones de dólares, Corea del Sur está en problemas.
Pero el truco de la moral es extrañamente infalible. Gente decente en todos los demás ámbitos de la vida están convencidos de que está totalmente justificado quitarle la comida a niños hambrientos porque su antiguo dictador pidió un préstamo incobrable.
Por eso muchos de nosotros hemos intentado popularizar el concepto de “deuda odiosa”. No es un término muy pegadizo. Fue inventado por un juzgado estadounidense después de que Estados Unidos arrebatara Cuba de manos del Imperio español. El gobierno español insistió en que Estados Unidos era responsable de las deudas pendientes del gobierno cubano con España. Los juzgados estadounidenses dictaminaron que Cuba en realidad no debía el dinero porque sus préstamos se realizaron bajo unas circunstancias injustas. Eso es lo que significa una “deuda odiosa”: un préstamo que nadie habría aceptado si hubiera actuado de forma libre y en su propio interés.
¿Y no encajan muchas deudas personales en esta definición?
Sí, esa es la idea. ¿Cómo lograr que la gente llegue a considerar una hipoteca subprime, por ejemplo, como una deuda odiosa? A todos nos han enseñado que pagar nuestras deudas es una cuestión moral, sobre todo porque nuestra propia idea de obligación moral viene dada por la obligación financiera, y no al revés. ¿Podría ser la deuda odiosa una forma de empezar a revertir esa creencia? ¿Es posible que sea inmoral exigir algunas deudas?
De hecho, en la Europa medieval eso se consideraba una noción jurídica básica y de sentido común. Era el tipo de problema sobre el que los expertos legales solían debatir.
¿Como la célebre disputa por una libra de carne en la obra de Shakespeare El mercader de Venecia?
O el ejemplo del huevo en la prisión.
¿El huevo?
Sí, los académicos medievales utilizaban este ejemplo a menudo. Recuerda que, por aquel entonces, las cuestiones económicas eran cuestiones morales que recaían en el campo del derecho canónico. Todo era una rama de la teología. De hecho, diría que la economía sigue siendo una rama de la teología, pero ya no quiere admitirlo.
El ejemplo era el siguiente: hay un hombre en prisión que come exclusivamente agua y pan, así que se muere poco a poco. El prisionero de la celda contigua tiene algunos amigos que le traen comida y le dice: “Tengo unos pocos huevos duros aquí. Te daré uno si me firmas este documento que me otorga los derechos de todas tus propiedades”. Así que acepta, come el huevo, sobrevive y en un par de años ambos salen de la prisión. ¿Sigue siendo aplicable el contrato?
¿Cómo dar a entender que, de la misma forma que sería mejor si algunos trabajos no se hicieran, algunas deudas no deberían pagarse?
Hoy en día… quizás sí.
La respuesta hoy día es sí. Hemos estado haciendo precisamente eso al Sur Global durante años. Pero la mayoría de los teólogos medievales argumentaría en contra y diría: ¡Por supuesto que no! El hombre que entregó sus propiedades en realidad no actuaba de forma libre. Esta observación es aun más válida si el tipo de los huevos no fuera otro prisionero, sino su guarda, como (ocurre) en el caso del Sur Global. Esto añade una nueva dimensión al problema. Es una deuda odiosa. No cabe duda. Pero la palabra “odiosa” es anticuada y no suena del todo bien.
Seguimos intentando encontrar una expresión mejor. ¿Qué tal si lo llamáramos “capitalismo gánster” o la “deuda mafiosa”? Los mafiosos son célebres por hacer que la extorsión parezca un acto moral al plantearla como una deuda. Pero tampoco suena demasiado bien. ¿Cómo dar a entender que, de la misma forma que sería mejor si algunos trabajos no se hicieran, algunas deudas no deberían pagarse?
¿Es realista?
Muchos de nosotros seguimos intentando encontrar la forma de romper el hechizo. Quizás esta pandemia nos ayude a comprender que lo que llamamos “finanzas” nunca han sido más que las deudas de otras personas, y que esas deudas se producen intencionadamente por la connivencia de las corporaciones financieras y los gobiernos, de las instituciones aparentemente públicas y las instituciones privadas, cuya línea divisoria cada vez se vuelve más difusa.
Me gusta usar el ejemplo de J. P. Morgan Chase, el banco más grande de los Estados Unidos. No recuerdo la cifra exacta, pero cerca del 76 % de sus beneficios proviene de tasas y penalizaciones. Parémonos a pensar un momento en eso. Consiguen beneficios cuando cometes un error. Así que han creado un sistema lo suficientemente confuso como para asegurarse de que un tanto por ciento de personas cometen errores, pero no lo suficiente como para que puedan decir “Eh, no es nuestra culpa si no puedes cuadrar tus propias cuentas”.
Todo el aparato de gobierno y el sistema financiero se están convirtiendo cada vez más en una estafa gigantesca diseñada para que nos endeudemos. Dado que la mayoría de los beneficios que se compran y se venden en Wall Street, el índice Nikkei y el FTSE provienen de las finanzas y no de la industria, es el sector financiero lo que está realmente guiando el capitalismo en la actualidad.
En Deuda también describes los antiguos rituales por los que las deudas quedaban eliminadas. ¿Cuáles son las circunstancias sociales que deben cumplirse para que se cancelen esas deudas?
Las cancelaciones de deuda siguen ocurriendo. Hubo una en Arabia Saudí y creo que otra en Kuwait, justo después de la Primavera Árabe. Simplemente cancelaron las deudas de todo el mundo para evitar disturbios. Cierto es que tuvieron cuidado con no presentarlo como una “cancelación”, simularon pagarlo todo con petrodólares para mantener las apariencias. En India también cancelan las deudas de los agricultores de forma periódica, pero discretamente. Parece que la idea es que la mayoría de la gente no debe saber que los gobiernos tienen el poder de hacer esto.
Las deudas se cancelan continuamente pero la manera en la que se hace es una cuestión política. Los poderes fácticos parecen estar convencidos de que, como mínimo, hay que simular que las deudas son sagradas, que las estás saldando (aunque sea con dinero que acabas de sacar de la nada). Esto es algo estúpido, por supuesto, pero sería muy fácil para los gobiernos delimitar un tipo de categoría de deuda ilegítima, tal y como Estados Unidos hizo con Cuba y España. Cualquier gobierno podría hacer lo mismo con deudas personales, deudas hipotecarias o préstamos estudiantiles. Podrían decir: “Por supuesto, si te sientes obligado a pagar esta deuda por una cuestión de honor, adelante, pero no usaremos la vía judicial para obligarte a ello”.
Otro recurso empleado a menudo en Sudáfrica es la condonación de la calificación crediticia. Aunque los juzgados no exijan el pago de una deuda, tu calificación crediticia puede acabar arruinada y puedes quedarte sin acceso a más préstamos en el futuro. Así que los Estados pueden (y en ocasiones lo hacen) restablecer la calificación crediticia de todo el mundo para dejarlas a cero.
¿Y la idea que planteas a menudo sobre que la deuda no puede existir sin coerción?
Ahora mismo estoy recibiendo correos electrónicos de Virgin Media. Me mudé de mi anterior vivienda hace poco y cancelé mi suscripción, pero de alguna forma me siguen cobrando por los últimos dos meses en los que ni siquiera he estado viviendo allí. Me han estado mandando cartas cada vez más amenazantes y desagradables porque saben que el aparato de la ley está de su parte. Si simplemente te niegas a acatarlo, en algún momento vendrá un cobrador de deudas que te acosará y, si te niegas durante el tiempo suficiente y la cantidad es lo suficientemente grande, empezarán a quitarte cosas y, si intentas detenerlos, te amenazarán con emplear la fuerza física.
Es fácil olvidarnos de que la coerción violenta está detrás de todas nuestras leyes. El poder de hacer daño. En el caso de un cobrador de deudas molesto, podría estar a treinta o incluso a cien pasos de distancia. Pero siempre está ahí porque, de lo contrario, podrías simplemente ignorarlo. Y hay otra asociación de ideas interesante sobre la que he estado pensando últimamente.
Es fácil olvidarnos de que la coerción violenta está detrás de todas nuestras leyes. El poder de hacer daño.
¿De qué se trata?
Creo que cuanto más daño potencial puedas hacer a los demás, más te pagan.
¿A qué te refieres?
Siempre digo que cuanto más claro sea el beneficio de tu trabajo a terceras personas, menor va a ser tu salario, probablemente. Hace poco alguien me sugirió que quizás sea al revés: con toda probabilidad, cuanto más daño pueda hacer tu trabajo a otros, mayor va a ser tu salario. Pensé inmediatamente en un estudio de un economista llamado Blair Fix, que realizó un análisis de los ingresos en el sector corporativo y descubrió que la clave para obtener una mayor compensación no es la “productividad”, como suelen insistir los economistas, sino el simple poder. Cuanto más alto te encuentres en la cadena de mando, mayor será tu salario. De alguna forma esto no es algo nuevo para nadie. Pero él tiene las cifras. Todo gira en torno al poder.
¿El poder de hacer qué?
Esa es la cuestión. Quizás no sea más que el simple potencial de hacer daño. Al igual que Wall Street no beneficia al público realmente pero puede provocar grandes daños si se desploma. Tal vez el capitalismo no sea más que una forma privatizada de poder, derivada directamente de las formas de poder feudales y militares.
Pensemos en las corporaciones como catedrales del poder capitalista. Sus dueños ya poseen toda la riqueza y poder que puede tenerse. Llegados a un punto, ya tienes todo el dinero y los placeres, todas las prostitutas y la cocaína que puedas desear. Lo único que queda es el ego y el narcisismo. Por eso tienes estas legiones de empleados inútiles, para que algún vicepresidente ejecutivo estúpido pueda decir: “¡Mirad, mi imperio! ¡Es un poco más grande que el de ese otro vicepresidente ejecutivo!”.
El planeta se está muriendo para que personas de esta calaña puedan sentirse bien consigo mismas. Están agotando recursos ingentes para construir sus torres gigantescas y llenarlas de lacayos ineptos, con la única motivación de satisfacer su propio ego. Cuando recibía informes sobre trabajos de mierda, escuché miles de ejemplos de este tipo. Cada empresa necesita tener su propia revista interna de la mejor de las calidades con perfiles regulares de este o aquel gerente de gran nivel. ¿Para qué, me pregunto? ¡Si nadie lee estas revistas! Bueno, casi nadie. Existen para que todos los gerentes tengan el placer de ver un artículo halagador sobre sí mismos en lo que parece ser una revista de actualidad.
Hay especies enteras que están siendo eliminadas de la faz del planeta cada año por cosas como esta. Pero, en última instancia, todo esto ocurre porque hay personas en posición de hacer la vida imposible a otras personas.
La pandemia ha puesto de manifiesto la otra cara de la moneda: cuanto más directamente ayude tu trabajo a los demás, menor es tu salario.
Sanitarios, trabajadoras en el sector de los cuidados, en fábricas y servicios públicos, los pequeños comerciantes… todos ellos fueron homenajeados durante la pandemia. Fueron ensalzados casi como si fueran héroes modernos. Pero sus salarios no han aumentado y son los más propensos a perder su trabajo una vez acabe esta crisis. ¿Por qué?
Porque la esencia de su trabajo reside en no hacer daño. Tomemos como ejemplo a los trabajadores de los servicios de emergencias y de cuidados que están ahí fuera, arriesgando sus vidas para que el sistema de salud no colapse. En teoría, un movimiento obrero es especialmente fuerte cuando su trabajo es esencial, ya que esto confiere a los trabajadores un gran poder de negociación. Así que si sanitarios y trabajadores del sector de los cuidados decidieran ir a la huelga para conseguir mejores condiciones y salarios, este sería precisamente el mejor momento para ello. Pero lo cierto es que las cosas no funcionan así.
¿Por qué?
En cierto modo tienen demasiado poder. Es un poco paradójico. Es un poco como lo de que si le debes al banco un millón, él te posee, pero si le debes cien millones, tú lo posees. Si tienes demasiado poder para hacer daño a los demás, y de forma inmediata, te conviertes en prisionero de tu propia utilidad. No puedes emplear ese poder, porque sería demasiado devastador.
Un mafioso o un director ejecutivo de una empresa de inversión de capital privado solo pueden hacerte daño, aunque pretendan lo contrario. Pueden ejercer el poder de manera despiadada. Tal y como señala el movimiento feminista, una huelga de cuidados sería totalmente devastadora; tan devastadora que las personas cuidadoras no la llevaría a cabo porque se preocupan demasiado por las personas, que empezarían a sufrir y morirían de forma inmediata como resultado.
Al menos quizás la crisis nos abra los ojos ante esta situación y el hecho de que una economía es, en última instancia, la forma en que cuidamos unos de otros, y que todo el trabajo de verdad es en realidad un trabajo de cuidados.
Hemos empezado a usar a gran escala herramientas de comunicación durante la pandemia: en el ámbito escolar, laboral y en eventos sociales. Nos hemos dado cuenta de que podemos vivir sin la mayoría de nuestros viajes de negocios y reuniones de trabajo. ¿Se convertirán estos cambios en algo permanente?
No cabe duda de que nuestras costumbres a la hora de viajar tendrán que cambiar, y esto también afectará a otras partes de la economía.
David Harvey señaló que desde el año 2008 la recuperación económica (asumiendo que haya habido una recuperación real, algo que muchas personas pondrían en duda) se ha basado en gran parte en el consumo de experiencias en vez de los productos de consumo. Durante décadas, el crecimiento económico se ha visto impulsado por la producción y la venta de cosas tangibles, como los coches o los teléfonos inteligentes. Luego el proceso se ha acelerado con la venta de coches que se averían en unos pocos años y teléfonos que se vuelven obsoletos. Pero en la actualidad el área que está en expansión es todavía menos tangible y se basa en la experiencia de, por ejemplo, un viaje a las islas Bermudas, comer fuera o, si eres uno de los consumidores más ilustrados, viajar a la selva amazónica para visitar a un chamán y probar alguna droga psicodélica.
Las clases trabajadoras también se beneficiaron de esta tendencia, añadió, porque se han construido muchos aeropuertos, hoteles, viviendas turísticas y otras infraestructuras nuevas para respaldar las vueltas al mundo de la clase media. Sin mencionar todas las plataformas digitales como Uber y Airbnb, que ayudaron a financiarizar el sector turístico y de la vivienda.
Aunque él no lo dijo, yo añadiría que es una ironía que, de forma paralela, la industria de la construcción, junto con las industrias extractivas, se hayan convertido en el apoyo principal de la derecha populista, que dice estar en contra precisamente de esa élite cosmopolita, en favor de la identidad nacional. Y, por supuesto, esa clase cosmopolita, los ricos y sus aliados, los profesionales y directivos, fueron quienes expandieron realmente el virus por todo el planeta, debido a su forma de consumo.
Quizás la crisis nos abra los ojos ante esta situación y el hecho de que una economía es, en última instancia, la forma en que cuidamos unos de otros, y que todo el trabajo de verdad es en realidad un trabajo de cuidados.
En Eslovenia y otros países europeos, el virus se propagó por esquiadores que volvían de pasar las vacaciones en Italia y Austria. Muchos eran médicos y otros, profesionales de clase media o media-alta. Sin embargo, para detener la pandemia, el gobierno quiso desplegar el ejército para impedir que los inmigrantes entraran en el país .
Sí, echarán la culpa a los inmigrantes o a los viajeros, el nombre que recibe la población gitana en Reino Unido, pero no a los que viajan por negocios, obviamente.
Por cierto, ¿conociste a Mark Fisher mientras ambos erais docentes en Goldsmiths? Mis compañeros de la editorial me insistieron en que te preguntara por Mark, porque muchos jóvenes intelectuales de Eslovenia y algunos de nuestros autores se identifican con su trabajo.
Me lo encontré con él y nos saludamos varias veces, pero nunca llegué a conocerlo. Es algo de lo que ahora me arrepiento mucho. Durante mucho tiempo pensé en él como una persona molesta que se las arreglaba para plagiar la mayoría de mis mejores ideas antes de que se me ocurrieran (risas).
La verdad es que ambos tenéis bastantes ideas en común.
Y es sorprendente que llegáramos a tener unas ideas tan similares porque nunca las pusimos en común.
A ambos os fascinaba la idea de los coches voladores. O, mejor dicho, el por qué todavía no existen los coches voladores.
El artículo sobre el coche volador que escribí para Baffler en el año 2012 fue originalmente un desvarío ebrio durante que me salió en una noche de fiesta. “Trabajos de Mierda” también.
¿En serio?
¿Supongo que conoces esa sensación de intentar impresionar o entretener a tus oyentes con alguna idea genial, y que al día siguiente recuerdes bien poco de ello? Yo tenía todo un repertorio de ideas así.
Me suena… Pero esos dos desvaríos los recordaste, claro está.
Casi nunca bebo en exceso.
Pero bueno, a lo que iba: el coche volador. ¡Cómo me molestaba! Yo crecí en los sesenta y por aquel entonces todo el mundo estaba fascinado por el programa espacial. Tenía siete años cuando llegamos a la luna. Todos sabíamos cómo se suponía que sería el futuro. Fue toda una decepción ver que el 2001 real no tenía nada que ver con el 2001 que todos vimos en la película. Y lo que me molestaba no era que no hubiera ocurrido de esa manera, sino que nadie hablaba sobre eso, sobre el hecho de que no hubiera ocurrido. Todo el mundo actuaba como si en realidad sí estuviéramos viviendo en esa era fantástica de maravillas tecnológicas. ¡Pero nada más lejos de la realidad!
Sí, teníamos puertas que se abrían solas y los comunicadores de Star Trek. Pero no teníamos ni los tricorders y ninguna de las cosas realmente chulas. ¿Dónde estaban las pastillas de la longevidad, los rayos de teleportación y los dispositivos antigravedad?
La industria del automóvil está tratando de convencernos de que los coches eléctricos son algo novedoso, fantástico y estupendo. Pero la verdad es que aparecieron por primera vez hace más de cincuenta años.
¡Eso es! Se suponía que ahora deberíamos estar explorando las lunas de Saturno. ¡Es muy frustrante! Quise escribir un artículo sobre esto en 1999, pero todas las revistas ignoraron mis propuestas. En cambio, celebraban el inicio de un nuevo milenio con artículos previsibles sobre nuestra vida en un mundo de maravillas tecnológicas sin precedentes.
¿Así que esperaste más de una década para publicar el artículo finalmente?
Bueno, por desgracia todo siguió igual, y con el tiempo llegué a estar en situación de poder publicar lo que quisiera. Así que se me ocurrieron algunas teorías que explicaran ese gran estancamiento tecnológico.
Fue curioso ver que después de escribir el artículo, hubo dos tipos de respuestas. El primero venía de los acólitos de la ciencia, que aparecían a menudo para regañarme por no saber nada de ciencia porque, de lo contrario, sabría de la existencia de las cosas tan fantásticas que estaban pasando o que estaban a punto de ver la luz. Los coches voladores llevan unos 60 años en ese estado de “a punto de ver la luz”. El otro grupo lo formaban los verdaderos científicos, que en casi todos los casos decían: “¡Si, es cierto! Ahora es imposible conseguir subvenciones para la investigación pura, sin una aplicación práctica inmediata. El sistema está organizado para garantizar que no haya ningún avance real”.
En realidad todo esto es muy triste. Enseñamos a nuestros hijos a creer que las cosas pueden mejorar, y que poco a poco lo harán. Pero entonces…. Al principio se dijo que los ideales de la Ilustración, de que el progreso y el avance tecnológico nos llevarían a una sabiduría mayor, fueron reducidos a cenizas en la Primera Guerra Mundial. Luego, por el auge del fascismo. O por Auschwitz. O por la bomba atómica.
Y luego Chernóbil…
Sí, y todas las demás grandes catástrofes tecnológicas del siglo XX. Pero hay que fijarse en el patrón. Si realmente hubieran desaparecido debido a la Primera Guerra Mundial, entonces no habrían estado ahí para ser eliminados de nuevo por el fascismo. O por la bomba. O por Chernóbil. Así que no han desaparecido, en absoluto. De hecho, reaparecen una y otra vez porque no hemos encontrado una historia diferente que enseñarles a nuestros hijos.
¿Cómo las mentirijillas sobre Papá Noel?
¿Qué vamos a decirles? “Lo siento, muchacho. La historia es una mierda, la gente es horrible y todo va a ir a peor”. Así que, casi por culpabilidad, seguimos fingiendo que creemos en un futuro mejor.
Todo esto se convierte en un círculo interminable. Los niños crecen aprendiendo esta versión utópica de la realidad, que es totalmente falsa. Poco a poco se van dando cuenta de cómo funciona el mundo y, como es obvio, se cabrean. Se convierten en adolescentes amargados. Algunos se transforman en jóvenes idealistas e intentan cambiar las cosas. Pero cuando tienen hijos se dan por vencidos, redirigen su idealismo hacia ellos y hacen exactamente lo mismo: tratan de construir una pequeña burbuja en la que pueden fingir que las cosas mejorarán realmente. Es la única forma de justificar los compromisos morales.
En La utopía de las normas planteas que existe todo un sistema responsable de hacer imposible cualquier pensamiento ambicioso.
Sí, la maquinaria de la desesperanza.
¿Te refieres al totalitarismo de la burocracia?
En una burocracia la promoción no se basa en el mérito, sino en tu voluntad de querer seguir fingiendo que la promoción se basa en el mérito. Ocurre algo muy similar en el entorno académico. En realidad no importa lo inteligente que seas. Es más importante fingir que las personas que se encuentran en la cúspide de la pirámide jerárquica merecen estar ahí, aunque tú (y todos los demás) sepáis que no es cierto. El mayor pecado es creer que tienes derecho a un determinado cargo académico solo porque eres realmente bueno enseñando o investigando.
El mayor pecado es creer que tienes derecho a un determinado cargo académico solo porque eres realmente bueno enseñando o investigando.
Particularmente si vienes del contexto social equivocado, aprenderás que sí, es posible ser aceptado como un miembro de la élite, pero solo si estás dispuesto a fingir que la mayor aspiración de tu vida es ser aceptado por ellos, independientemente de si ellos merecen realmente estar ahí.
Lo que nos lleva de nuevo a Mark Fisher. Dedicó gran parte de su obra al síndrome del impostor. Era de clase obrera y siempre sintió que no encajaba en los círculos académicos, ni en ningún otro grupo social. Siempre se sintió como un fraude.
Yo también provengo de la clase obrera, pero mi experiencia es algo diferente. Mis padres me educaron diciéndome constantemente que era la persona más inteligente en la faz de la tierra. En retrospectiva, eso era un tanto ridículo. ¡Nadie podía tener tanto talento! Así que nunca sufrí el síndrome del impostor en el sentido de que nunca sentí que no tuviera el talento intelectual suficiente para trabajar en el ámbito académico. Pero sí sufro constantemente el síndrome del impostor por no ser un adulto social. Me siguen tratando como “vale, sí, eres inteligente, pero no eres serio, no te comportas como un adulto. No eres una persona de verdad. Simplemente estás fingiendo”. Así que en ese sentido han hecho que me sienta como un fraude constantemente, y eso sí afecta sutilmente a tu autopercepción como persona.
¿Fue esa una de las razones por las que casi inventaste tu propia disciplina académica?
¿Te refieres a la antropología anarquista?
Así es.
Yo no hice eso. Mi antiguo mentor, Marshall Sahlins, estaba empezando una serie de panfletos, y sabía que yo estaba implicado en la Red Acción Directa. Le interesaba mi opinión sobre el concepto de la anarquía desde una perspectiva antropológica. Así que escribí el ensayo como un ejercicio hipotético, tratando de exponer cómo sería una “antropología anarquista”, así como las razones por las cuales no existe. El problema es que nadie lee el libro. Solo leen el título.
Así que no, no soy un antropólogo anarquista en el sentido en el que alguien podría ser un antropólogo marxista. El marxismo es un cuerpo teórico que existe dentro de la antropología. El anarquismo es el cuerpo de la práctica, y existe en el seno de los movimientos sociales. En ese sentido, no existe la antropología anarquista. Claro que puedes hacer antropología de forma que sea útil para los movimientos sociales libertarios, pero no es lo mismo.
Tu asistente me dijo que estás trabajando en tu próximo libro. Y que, ante todo, no es un libro sobre el coronavirus.
Sí, es algo en lo que llevo trabajando durante mucho tiempo con mi gran amigo David Wengrow, que es arqueólogo en la University College London. Seguimos cambiando el título cada dos por tres, pero por ahora es “El futuro: un prefacio de 50 000 años”.
Parece que te gustan los prefacios extensos.
¿Te refieres a Deuda: Los primeros 5000 años? Sí, supongo. Aunque este prefacio es aún más largo, porque estamos tratando de demostrar que la historia del ser humano, tal y como se suele presentar, no es más que una versión secularizada de la Biblia. Hubo un Edén y después la Caída. Al principio todos vivíamos en grupos felices e igualitarios compuestos por cazadores y recolectores. Eso era el Edén. Después inventamos la agricultura y todo se fue al garete. Creamos la propiedad privada y nos hicimos sedentarios. Y, en cuanto tuvimos ciudades, también tuvimos Estados e imperios, burocracias y plusvalías. Por el camino también conseguimos la escritura y la alta cultura, y todo ello vino como en un todo, así que o lo tomas o lo dejas.
¿Y esa historia es falsa?
Esa historia es objetivamente errónea, y ni siquiera se acerca a lo que ocurrió realmente en nuestra historia. Los cazadores y recolectores en realidad no vivían de forma exclusiva o ni siquiera predominantemente en pequeños grupos igualitarios de veinte o treinta personas. Parece ser que, a lo largo de la historia, fueron alternando entre pequeños grupos y pequeñas microciudades. Es posible que establecieran unas estructuras sociales muy elaboradas, y que incluso tuvieran policía y reyes ocasionalmente, pero solo durante unos pocos meses al año. Después se dispersaban y vivían en pequeños grupos. La agricultura casi no supuso ninguna diferencia en este aspecto, y las primeras ciudades fueron en realidad muy igualitarias.
Todo esto es parecido a lo que cuenta el historiador israelí Yuval Noah Harari, quien popularizó la idea de que el paso de la sociedad de cazadores y recolectores a la sociedad agrícola fue la fuente de todos los males.
Sí, es bastante irritante. Y no es solo él, pero está haciendo una extraña versión actualizada de lo que vendría a ser un Jean-Jacques Rousseau moderno hoy en día. Rousseau fue probablemente uno de los defensores más importantes del ideal romántico del noble salvaje, un ser humano puro y libre que todavía no ha sido estropeado por la civilización europea.
¿Por eso Rousseau hizo un llamamiento a sus conciudadanos para que volvieran a la naturaleza?
Así es. Esta parte de la historia me resulta fascinante. Resulta que Rousseau escribió su famosa pieza sobre el origen y la base de la desigualdad entre hombres como respuesta a un concurso.
¿Un concurso?
Sí. La Academia de Dijon invitó a los autores a escribir sobre la desigualdad social. Dicho sea de paso, Rousseau no ganó, pero yo quería saber por qué los intelectuales franceses del siglo XVIII asumían que la desigualdad social tenía un origen. Por aquella época, Francia era la sociedad más jerárquica que cualquiera se pueda imaginar. ¿Por qué asumieron que las cosas no habían sido así siempre?
¿Alguna idea?
No quiero revelar demasiado, pero tiene mucho que ver con la crítica que se hizo en la América indígena de la sociedad europea, una crítica que se tomó sorprendentemente en serio en Europa. Será mejor que esperemos al libro.
¿Qué es lo más aterrador que podría convertirse en la nueva normalidad tras la pandemia?
Prefiero hablar de las cosas buenas, ¿no crees? De repente hemos entrado en la zona en la que la agencia histórica ha vuelto a aparecer. La humanidad acaba de recibir lo que quizás sea la mayor llamada de atención de la historia. Nunca había sucedido a una escala tan grande como para que gran parte de la humanidad se parase y dijera: “¡Ostras…! Pero, ¿qué estamos haciendo?”
Estas son potencialmente noticias excelentes, ya que básicamente íbamos de camino al suicidio masivo.
¿Y las malas noticias?
Bueno, la otra cara de la moneda es el suicidio en masa per se. Nos dirigíamos hacia el apocalipsis, convencidos de que no había nada que pudiéramos hacer para evitarlo. Lo que me asusta es que podamos decir: “Uf, menos mal que todo esto ha acabado ya… Ya podemos volver a nuestras vidas de siempre.”
Hemos visto que el mundo no se acabará si viajamos menos, consumimos menos y producimos menos. De hecho, el mundo, o, bueno, el mundo que conocemos hasta la fecha, se acabará si no hacemos nada. ¿Cómo podemos convencer a una población de moralistas de que lo más importante que podemos hacer ahora es dejar de trabajar tanto? Si no lo hacemos, muy pronto acabaremos teniendo que elegir entre desastres tan colosales que van a hacer que esta pandemia parezca un juego de niños y algún tipo de solución tecnológica de ciencia ficción que podría acabar muy pero que muy mal.
Hemos visto que el mundo no se acabará si viajamos menos, consumimos menos y producimos menos. De hecho, el mundo, o, bueno, el mundo que conocemos hasta la fecha, se acabará si no hacemos nada.
¿Cómo de mal?
Bueno, digamos que solo hay una cosa más aterradora que un fascista que niega el calentamiento global: un fascista que no niega el calentamiento global. Solo Dios sabe qué soluciones pueden ocurrírsele a este tipo de persona.
En cierta forma podemos tomar lo que ha estado ocurriendo como un ensayo de la solución fascista al tipo de emergencia climática que tendremos que afrontar en cinco o diez años si no detenemos toda esta producción de carbono sin sentido: el cierre de fronteras, la culpabilización de los extranjeros, el triaje de la población entre válidos o inválidos, la normalización del autoritarismo, etc. Y entonces intentarán alguna solución tecnológica como sembrar el océano con cristales, la ecoingeniería, etc.
Hace algunos años hablé con Bruno Latour y me dijo que estaba verdaderamente preocupado con este escenario, porque las únicas instituciones lo suficientemente grandes como para operar a la escala necesaria son los ejércitos de Estados Unidos y de China. Y debemos esperar que trabajarían juntos, y no el uno contra el otro. Hace poco estuve hablando con Steve Keen, y me dijo que quizás podría darse esta segunda situación ya que, después de todo, si el planeta se calienta mucho más, habrá grandes partes del Este Asiático que se volverán inhabitables y… ¿de verdad esperamos que China se quede de brazos de cruzados si esto sucede? ¿Van a evacuar sus provincias del sur sin hacer aspavientos, simplemente porque los estadounidenses no quieren reducir su consumo de carbono? Pero si realmente acaban cambiando la composición de la atmósfera, quizás acaben haciendo que Europa y Norteamérica vuelvan a la Edad del Hielo. ¿Quién sabe?
Pero, a pesar de todo esto, ¿sigues confiando en que la humanidad hará caso a lo que puede haber sido la mayor llamada de atención de la historia?
Tal vez lo más inteligente que he leído al respecto sea un físico que señaló que nuestro verdadero problema es que no reconocemos que nosotros mismos somos parte de la naturaleza. Sí, por supuesto, el cambio climático es el resultado de la idiotez humana. Quienes dicen que es un fenómeno natural están negando la realidad, simple y llanamente. Es cierto. Pero en el pasado remoto, antes de que los humanos rondaran por la faz del planeta, hubo momentos en los que la temperatura de la Tierra aumentó y disminuyó varios grados. Si sobrevivimos lo suficiente, quizás unos cientos de miles de años, y eso empieza a ocurrir, entonces tendremos que hacer algo al respecto, ¿no?
Pero si somos la “conciencia de la naturaleza”, tal y como se decía en el siglo XIX, quizás sea el momento de deshacernos de los políticos, porque son seres extremadamente inconscientes. Las decisiones de ese tipo solo pueden tomarse mediante alguna forma de deliberación colectiva.
La buena noticia es que los experimentos con las asambleas ciudadanas demuestran que cuando se presentan hechos científicos, incluso los ciudadanos normales y corrientes seleccionados al azar son, casi de forma invariable, mucho más sabios a la hora de tomar decisiones que sus representantes electos. Es posible hacer que la gente, como colectivo, sea mucho más inteligentes que cualquier miembro individual de esa masa, en lugar de más estúpidos. De alguna forma, de eso trata precisamente el anarquismo, de idear formas de hacer eso posible. Es algo que puede conseguirse, pero tenemos que ponernos manos a la obra.
Información adicional
Traducido por Stacco Troncoso y Lara San Mamés, editado por Marta Cazorla Rodríguez para Guerrilla Translation bajo una Licencia de Producción de Pares.
Artículo original publicado en DISENZ.
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Notas de las traductoras
[1] Si eres de “esa minoría” o conoces a alguien que lo sea, te dedicamos este vídeo.