Una vez un alumno preguntó a la antropóloga, intelectual y feminista estadounidense, Margaret Mead (1901-1978) cuál era el primer signo que indicaba la civilización de una cultura. Al contrario de lo que pudiésemos pensar, su respuesta no versó sobre los inventos del hombre, sino que sobre un fémur roto que posteriormente sanó. Para la antropóloga, un animal con una pata rota está condenado a la muerte ante la imposibilidad de huir, defenderse de los peligros o buscar comida y agua. El hueso no alcanzará a sanar antes de que ese animal fallezca. En el caso de un hombre, un fémur sanado es indicio de que una persona cuidó de él y lo acompañó fraternalmente durante su recuperación. En resumen, la llamada civilización empieza con una conducta de ayuda de una persona a otra. Aunque tampoco debemos olvidar que el concepto de “civilización” ha servido en momentos de la historia para eliminar pueblos y culturas consideradas “bárbaras”.
En la actualidad, medimos el ser civilizado tanto por lo que tenemos, materialmente hablando, como los “avances” que podamos lograr en tecnología, economía, en ciencias e infraestructura. Hemos olvidado la fraternidad para recuperarnos juntos de una enfermedad como, por ejemplo, la pandemia que estamos viviendo. Y lo que es más dramático, somos capaces de rompernos el fémur entre nosotros como ha quedado en evidencia con el reciente conflicto bélico entre la Federación Rusa y Ucrania, o como sigue ocurriendo en las confrontaciones que se viven dramáticamente en Siria o en los territorios palestinos.
Y es que como sostiene Franco Berardi en su libro Futurabilidad: La era de la impotencia y el horizonte de la posibilidad: “El renovado culto a la nación y la etnicidad, tal como queda expuesto por el ascenso de Donald Trump y la proliferación de dictadores macho-fascistas en distintas partes del mundo, es la reacción violenta a esta percepción de impotencia. La violencia reemplaza a la mediación política porque la razón política ha decidido quedar desprovista de potencia. La clase media blanca es incapaz de entender y controlar la hipercomplejidad de los automatismos financieros, y esto alimenta sus sentimientos de impotencia social. Al mismo tiempo, los sistemas militares de Occidente son incapaces de derrotar o contener al terrorismo. La sensación de impotencia se expresa en un alarmante ascenso del supremacismo blanco, unido a un supremachismo frustrado: ‘Make America Great Again’”.
En resumen, estamos sumidos y casi dormidos viviendo una cultura de la violencia. Es cosa de ver los noticieros o los juegos virtuales que juegan nuestros hijos. El investigador para la paz, Johan Galtung señala que vivimos en la cultura de la violencia cuando una sociedad concreta tiene interiorizada la violencia en su razón de ser, es decir, como mecanismo para hacer frente a los conflictos.
Dentro de los distintos tipos de violencia que existen, en estas sociedades impera también la violencia cultural, definida como aquellos aspectos de la cultura, de la esfera simbólica de nuestra existencia, ejemplificados por la religión y la ideología, el lenguaje y el arte, la ciencia empírica y la ciencia formal (lógica, matemáticas), que pueden ser utilizados para justificar o legitimizar la violencia directa o estructural. La violencia directa, la cual es la más visible y se concreta con comportamientos y responde a actos de violencia. La violencia estructural, que se centra en el conjunto de estructuras que no permiten la satisfacción de las necesidades y se manifiesta, precisamente, en la negación de las necesidades. Según Galtung, siempre ocurre cuando las personas son influenciadas de tal manera que no pueden realizarse de la forma que realmente sería potencialmente posible (apartheid, leyes de segregación racial, disposiciones legales para el sometimiento de la población civil), en forma de condiciones sociales injustas, acceso desigual a la educación, condiciones de vida degradantes, pobreza, falta de agua, medios contaminados, entre otras. Esta última violencia, invisibilizada por las estructuras de poder, los medios de comunicación hegemónicos y las castas políticas, está siendo el factor detonante de muchos de los últimos estallidos sociales que se están repitiendo, cada vez con plazos más cortos, en casi todo el planeta.
En contrapartida a esta cultura de la violencia, tal como señala un informe de la Comisión Permanente sobre Paz y Seguridad Internacional que sesionó en Madrid los días 26 y 30 de noviembre de 2021, entre fines del siglo XIX y principios del siglo XX fue tomando fuerza un movimiento impulsor de la solución pacífica de las disputas entre los Estados y, más en general, la superación del armamentismo y las guerras como instrumentos para lograr la seguridad. El trágico impacto de las dos guerras mundiales, que pusieron en el centro del debate público el problema social de la guerra, condujeron -a través de un proceso de ensayo y error- a la creación de organizaciones internacionales orientadas a preservar la paz y la seguridad a través de mecanismos de seguridad colectiva y estrategias de pacificación más amplias.
Este movimiento, recibió, además, el aporte intelectual de centros e institutos académicos dedicados a la investigación para la paz con destacados académicos como Wehr, Lederach, Fisas, Burton, Gutiérrez y Curle, entre otros. Si bien a lo largo de la evolución de la Investigación para la Paz es posible detectar fases, marcadas por distintas perspectivas para entender y abordar la violencia y la paz, puede verse que adopta crecientemente una visión que valora el conflicto como un fenómeno propio de la convivencia social. Un punto nodal es que la paz no implica ausencia de conflicto sino ausencia del recurso a la violencia como forma de resolución de aquéllos. Los conflictos no deben ser percibidos como negativos ni una anomalía en las relaciones sociales, sino que son inherentes a las relaciones entre las personas y los grupos humanos. Por ello, es importante entender el potencial positivo inherente en los conflictos, una oportunidad creativa para repensar formas de abordaje y solución en base a los métodos del diálogo, el respeto mutuo y la cooperación. Tal como afirmó John Paul Lederach, “el conflicto es el núcleo principal de la educación para la paz y su resolución no violenta”, que abre posibilidades para el cambio y el desarrollo personal y social”.
Es así, que las Naciones Unidas definió la Cultura de la Paz, en el Acta 53/243 aprobada por la Asamblea General el 6 de octubre de 1999 en el Quincuagésimo tercer periodo de sesiones, como “una serie de valores, actitudes y comportamientos que rechazan la violencia y previenen los conflictos tratando de atacar sus causas para solucionar los problemas mediante el diálogo y la negociación entre las personas, los grupos y las naciones, teniendo en cuenta un punto muy importante que son los derechos humanos, así mismo respetándolos y teniéndolos en cuenta en esos tratados”. Además, en el documento “Declaración y Programa de Acción sobre una Cultura de Paz”, la Asamblea General hace alusión y énfasis en la Carta de las Naciones Unidas, a la Constitución de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, a la Declaración Universal de los Derechos Humanos y reconoce que “la paz no es solo la ausencia de conflictos”.
Lamentablemente, el conflicto entre Rusia y Ucrania nos ha mostrado, sobre todo los medios de comunicación interesados porque es en Europa y entre población blanca, que debemos esperar una guerra, con amenaza nuclear incluida, para que despertemos un poco y manifestemos preocupación por el otro. La pandemia, las confrontaciones bélicas y los conflictos violentos que sacuden el mundo nos deben hacer recordar lo dicho por Margaret Mead en su anécdota del fémur. Como señaló el poeta Oscar Hahn: “Todos los huesos hablan, penan, acusan, alzan torres contra el olvido, trincheras de blancura que brillan en la noche. El hueso es un héroe de la resistencia”.
Por Sergio Salinas Cañas