Elon Musk, el excéntrico multimillonario de origen sudafricano, ha formalizado la última de sus aventuras empresariales con la compra de la red social Twitter por 44 mil millones de dólares en días recientes.
Su fortuna, calculada en más de 270 mil millones de dólares según la revista Forbes, una suma que supera con creces el PIB de varias economías latinoamericanas juntas, lo ha convertido en el hombre más rico del mundo y en un símbolo de nuestra distopía neoliberal actual, caracterizada por el poder ilimitado del dinero y la tecnología.
«Liberar su extraordinario potencial para convertirse en la plataforma de la libertad de expresión en todo el mundo», afirmó Musk hace varios días a través de una carta a la junta directiva de Twitter como parte del corolario de justificaciones para adquirir la compañía.
Una vez concretada la compra, Musk volvió a usar el tema de la «libertad de expresión» para sensibilizar a la opinión pública y difuminar, mediante una cortina de altruismo, lo que en realidad fue una operación comercial.
Twitter es el menor de los problemas aquí. María McNamara, en una pieza de opinión para The Mercury News, asevera que la plataforma está en declive y es cada vez menos utilizada en Estados Unidos y buena parte del mundo. Sin lugar a dudas, el auge de Instagram, TikTok y la irrupción del streaming ha tenido mucho que ver en esta crisis de popularidad, lo que viene a confirmar que la sustitución de la palabra por la imagen, nervio central de la cultura posmoderna, es la fuerza motriz de nuestro presente.
En boca de Elon Musk, el término «libertad de expresión» suena al Real Madrid jugando contra un equipo juvenil de tercera división. Pensar que ha gastado 44 mil millones de dólares para que podamos ser libres de decir lo que queramos, y no para extraer ventajas comerciales para sus empresas e imponer, al mismo tiempo, su visión del mundo modificando la plataforma a su gusto, sería caer en el autoengaño.
Ocurre lo mismo con aquella idea que plantea que Twitter ha sido «privatizado», como si antes de la compra de Musk, la red social no hubiese pertenecido a otros magnates de la tecnología y las finanzas abocados a la censura.
Cuando el CEO de Tesla y SpaceX habla de libertad de expresión muy seguramente se refiere a la suya en particular, en la que Twitter ha pasado a convertirse en un arma de poder de carácter personal. Hace poco más de un siglo, el líder soviético Vladímir Lenin, en su tesis sobre la democracia burguesa presentada en el I Congreso de la III Internacional, analizaba la cuestión de la «libertad de imprenta» en un contexto de revolución industrial de la información que estaba alterando las formas de mediación del poder.
«Los capitalistas llaman libertad de imprenta a la libertad de soborno de la prensa por los ricos, a la libertad de utilizar la riqueza para fabricar y falsear la llamada opinión pública», afirmaba Lenin en 1919. La única diferencia entre la caracterización del dirigente comunista y el curso actual de las tecnológicas de información y comunicación es que las tácticas de soborno, la compra clandestina de periodistas para la promoción de intereses empresariales o la concentración de medios con el propósito de influir en el comportamiento social, ahora encuentra en el desarrollo de complejas operaciones algorítmicas un alcance totalizador.
En una pieza sobre Elon Musk, la columnista de Al Jazeera, Belén Fernández, deja ver que la compra de Twitter lleva consigo una lógica securitaria, estilo panóptico, donde quien vigila no debe ser vigilado. Fernández relata el conocido caso de soborno de cinco mil dólares a Jack Sweeney, un estudiante de 19 años que desarrolló un software gratuito para monitorear los vuelos del magnate, a quien Musk pagó dicha cantidad de dinero para suspender el programa. Ahora que Musk tendrá acceso a una cascada de información personal de todos los usuarios de la red social, el caso Sweeney resuena para desmontar el mito de la falsa libertad de expresión.
Elon Musk, junto a Jeff Bezos y Mark Zuckerberg, forma parte de una nueva raza de oligarcas de tendencia tecnocrática que han comprendido que la llave del poder global yace en una combinación de influencia mediática y especulación financiera en el campo de la tecnología.
Esta nueva cohorte de ultrarricos ha dejado en el pasado el arquetipo, a veces bucólico, del multimillonario industrial octogenario enfocado obsesivamente en ensanchar su fortuna personal.
Dicha transición a lo interno de la clase capitalista trasnacional es empujada por las nuevas fronteras de acumulación «primitiva» del capitalismo global, donde los datos personales extraídos desde las redes sociales se han convertido en el nuevo petróleo.
El reacomodo actual, enmarcado en el capitalismo cognitivo, exige una renovada legitimación ideológica donde la estrafalaria riqueza de magnates como Musk se difumine dentro de la promesa de un progreso tecnológico ilimitado, repleto de elucubraciones futuristas.
Sólo basta con revisar las cifras de Oxfam para darse cuenta de que la desigualdad de riqueza, renta e ingresos de la actualidad nunca había sido tan extrema en la historia de la humanidad.
Musk es un actor privilegiado de las últimas décadas de globalización neoliberal extrema, financiarización de la economía mundial y progresiva destrucción de los sistemas de bienestar de los Estados-nación, que ha volcado a la humanidad hacia el resentimiento y la frustración, a la vez que las opciones organizativas tradicionales de la clase trabajadora, los partidos y los sindicatos, se continúan diluyendo sin que puedan ofrecer una ruta colectiva para canalizar la ira acumulada.
Tan amplia disparidad mundial de riqueza, de la que Musk es un ícono, obliga al magnate a encontrar formas artificialmente altruistas de blanquear su obscena riqueza. Es ahí donde entra la compra de Twitter y el alegato «altruista» de salvar la libertad de expresión, una especie de premio de consolación, adornado con nuevas funciones creativas de la red social, para quienes, la mayoría, nunca podrán comprar un Tesla ni un puesto para aventurarse a explorar Marte.
Desde hace varios años, el oligarca ha sido señalado, en múltiples oportunidades, por desarticular ensayos embrionarios de sindicalización en Tesla, mediante despidos injustificados, calificaciones sobre desempeño laboral amañadas para purgar la plantilla y persecución individual a trabajadores que impulsan la posibilidad de organizarse.
La adquisición de Twitter, en el caso particular de Tesla, también va de la mano con su política sistemática de boicot antisindical, ahora profundizada con el poder persecutorio y castigador del algoritmo de la red social. 44 mil millones de dólares destinados al empoderamiento de sus privilegios de clase, parece ser una inversión rentable vista en el largo plazo. Pero fuera del microcosmos de la empresa de vehículos eléctricos, la compra de Twitter tiene un significado global.
Como muchos recuerdan, este personaje avaló el golpe de Estado en Bolivia en noviembre de 2019 con un tuit altamente belicoso, confirmando su apuesta por obtener facilidades para acceder a las enormes reservas de litio del país andino tras el cambio de régimen.
El litio es el recurso fundamental para la producción de las baterías que requiere Tesla, y su mensaje en la red social, «daremos un golpe de Estado a quien queramos«, fue una declaración de principios de una oligarquía global en estado de rebelión contra todo aquello, Estado, nación o sindicato, que puedan obstaculizar sus fuentes de acumulación capitalista y su perfecto engranaje con la maquinaria de explotación imperial estadounidense.
A fin de cuentas, sea el sindicato de Tesla o el Estado Plurinacional de Bolivia en su conjunto, la ofensiva de clase de Musk es una sola y ha adquirido con la compra de Twitter un nuevo instrumento de legitimación, blanqueo e influencia en la búsqueda de un imperio personal, de tipo feudal, que explora las nuevas fronteras de dominación y control social que plantea la revolución industrial del algoritmo.
Por más dinero que tenga, Musk es un ser humano que se ha constituido de la misma forma que la mayoría de las personas: por lo heredado de familia a nivel de ideas y principios y por aquellos productos culturales que se consumen durante la primera etapa de su vida. Del lado familiar, su abuelo, el canadiense Joshua Haldeman, quien «vivió la vida de un aventurero en Sudáfrica, conduciendo desde Argel hasta Ciudad del Cabo y explorando una improbable ciudad perdida en el desierto de Kalahari«, indica en un artículo Arnaud Leparmentier para Le Monde, ejerció una notable influencia en él, quien lo considera un modelo a seguir. Haldeman, además, fue miembro de un movimiento político e intelectual fundado en la década de 1930 en Nueva York, con una rama en Canadá y otra en Estados Unidos, denominado Technocracy Incorporated.
Prohibido en Canadá años después, esta corriente, de perfil educativo y de investigación, inspirada en el clima social de hundimiento que produjo el crack de 1929, planteaba la sustitución de los políticos por un gobierno de científicos e ingenieros, la disolución del sistema de precios y también de la moneda bajo un esquema universalista de intercambio basado en medidas de la termodinámica.
El movimiento dio origen al término Technate, una especie de utopía antipolítica de un mundo gobernado por tecnócratas, donde los recursos naturales serían administrados racionalmente y la tecnología abarcaría todos los planos de la sociedad, resolviendo cada cuestión problemática bajo un esquema altamente mecanizado. Tras decepcionarse de Canadá, el abuelo se trasladó a Sudáfrica para vivir, a dos años de iniciarse el régimen del apartheid, un lugar mucho más amigable para el viejo Haldeman.
El rasgo central de la ideología del movimiento consistía en la creencia de que la ciencia y la tecnología, llevadas a un sitial de gobierno absoluto de la sociedad, podían resolver cualquier problema humano. Esa idea, que germinó temprano en el cerebro de Musk, está incorporada a la decisión de comprar Twitter: un problema tan acuciante como el de la manipulación, la desinformación y la polarización narrativa en redes sociales, que ha creado un clima de guerra civil digital, sobre todo en Twitter, puede ser resuelto si alguien tan «supremamente inteligente» como él interviene con 44 mil millones de dólares y «creativas» ideas para modificar el algoritmo.
La falsa imagen de superioridad de Musk tiene mucho de marketing, pero también de las ideas tecnocráticas del periodo entreguerras en las que militó el abuelo.
La mezcla de mesianismo, excentricidad y delirio de grandeza heredado por su abuelo, por otro lado, ha facilitado que el oligarca se convierta en un arquetipo del emprendedurismo posmoderno. Esto ha dado pie a la configuración de un mito proempresarial que Walter Jones califica como el del «salvador capitalista».
Jones afirma, refiriéndose a la propaganda que envuelve a Elon Musk, que «también es importante que el salvador capitalista sea retratado como un ‘lobo solitario’, y que su éxito se considere como resultado directo de una singular fuerza de voluntad, una mayor astucia mental o una superior comprensión de los negocios. Aquí nuevamente, la propaganda capitalista toma una verdad rara o parcial y la eleva al estatus de ley universal».
Además de crear un modelo a seguir, la propaganda en torno a Musk, a juicio de Jones, busca encubrir toda una red de privilegios, transferencia de renta y capital social heredado que reproduce socialmente una relación desigual en la distribución de la riqueza.
La distopía transferida por el abuelo de un mundo gobernado por la gente más inteligente y mejor posicionada, fue complementada por una amalgama de productos culturales que terminaron configurando el esquema mental de Musk.
Entre las muchas piezas de ciencia ficción que leyó el joven Elon, la historiadora Jill Lepore destaca La guía del autoestopista galáctico de Douglas Adams, un clásico de la ciencia ficción británica donde la tierra es demolida para construir una autopista espacial. Los personajes principales, Arthur Dent y Ford Prefect, tras ser rescatado antes de la destrucción del planeta, se enrumban en un viaje por la galaxia en el que buscarán descubrir el sentido y la naturaleza del universo.
Lepore afirma que la obra de Adams «tiene como objetivo particular a los mega-ricos, con sus cohetes de propiedad privada, estableciendo colonias en otros planetas», una narrativa que ha impulsado a Musk a plantear que la colonización de Marte es casi el único plan alternativo que tiene la humanidad frente a la hecatombe climática que atraviesa nuestro tiempo.
Sin embargo, más allá de todo el relato futurista con el que Musk envasa sus propuestas e «innovaciones», Lapore afirma que se trata de una conexión renovada con las viejas ambiciones del imperio británico, en cuya última etapa también produjo historias de ciencia-ficción llevadas al espacio exterior que reafirmaban sus aspiraciones de dominio global.
No son solo vehículos eléctricos, las aventuras de Musk incluyen la instalación de microchips en monos para experimentar con videojuegos y un ambicioso plan para colonizar Marte, proyectado para 2040, a través de su empresa SpaceX.
Como pocos, no sólo encarna las nuevas tendencias del capitalismo tardío orientadas al poder de la tecnología sobre todos los campos de la vida y el metabolismo de la financiarización, sino que encaja a la perfección con lo que la filósofa Hannah Arendt, en el prólogo de su magistral obra La condición humana, llamaba la doble huida: «de la Tierra al universo y del mundo al yo», lo que evidencia una rebelión ilimitada contra la existencia humana como se nos ha dado.
La sensación general que queda con la saga de Twitter es que, bien se trate del cambio climático, el futuro existencial del planeta o la cuestión de cómo se configura la conversación pública a nivel político y social, la decisión final sobre estos temas ha quedado irreversiblemente monopolizada por nuevas oligarquías con ideas trágicamente absurdas, y que se han desprendido de todo arraigo con las instituciones políticas que todavía dominan nuestra vida en sociedad.
Mientras muy seguramente nos venderán la posibilidad de editar los tuits y las nuevas ampliaciones y modalidades de interacción de Twitter como una nueva frontera de la libertad, con tono de proceso definitivo y cerrado, el horizonte de futuro de la humanidad, proyectada fuera de su quintaesencia, la Tierra, es una especie de consenso cerrado en la clase capitalista global en el que no tenemos nada que decir ni forma de cómo hacerlo. El control de la sociedad de consumo roza la perfección, y su muerte será de éxito.
El debate en torno a si Twitter será mejor o peor después de la compra de Musk es uno falso. Lo que sí es cierto es que esa adquisición se incorpora como un recurso gubernamental integrado a la formalización de imperio personal, cuyo amplio sistema administrativo abarca desde las criptomonedas, pasando por sistemas de satélites, hasta una revolución industrial automotriz y una narrativa estrafalaria sobre la naturaleza humana y su fin inexpugnable.
En la etapa actual del capitalismo tardío, para llegar a configurar una especie de monarquía posmoderna de alcance mundial, no se necesitan elecciones ni procedimiento democrático alguno, se necesita dinero. Y Musk lo tiene todo en sus manos.
Por William Serafino
Politólogo egresado de la UCV. Investigador y analista político
Publicada originalmente el 29 de abril de 2022 en Almayadeen.