Autor: Jorge Molina Araneda
Epítome de nuestra historia institucional: gobiernos regidos por la Constitución de 1833, la primera creación de una comisión designada a dedo por quien ejercía el poder y construida sobre los cadáveres de los vencidos en Lircay; seguida por la Constitución presidencialista de Alessandri Palma de 1925, aprobada después de intervenciones militares con la abstención de un 55% del padrón electoral y, finalmente, la de 1980, votada en plena dictadura cívico-militar, sin registros electorales y con evidencias de fraude.
De ahí, los problemas que generaron esos órdenes institucionales en el tiempo -rebeliones, crisis periódicas, asonadas populares y golpes de Estado– oprimieron a la sociedad, pues no fueron construidos en esencia para resolver los problemas de la mayoría del pueblo, sino en beneficio de la producción y circulación de mercancías dominadas por oligarquías, aunque la de 1925 contiene elementos que reflejan la emergencia mesocrática en la sociedad chilena. Pero, además, han sido leyes fundamentales mentirosas, en especial la de 1980, a pesar de sus múltiples reformas desde 1989, pues proclamaron derechos que luego no se garantizaron porque no previeron mecanismos de puesta en práctica y de control suficientes. La falacia alcanzó ribetes irrisorios con la carta fundamental de 1980, que declaró, en plena dictadura y con prácticas recurrentes de tortura y asesinato de opositores, que Chile era “una República democrática”, suspendiendo todos los derechos que proclamaba con artículos transitorios sui géneris.
En un artículo titulado El camino político, publicado en diciembre de 1979 en la Revista Realidad, Jaime Guzmán expuso con claridad los lineamientos políticos del orden en gestación. «Si llegan a gobernar los adversarios, (que) se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría, porque —valga la metáfora— el margen de alternativas que la cancha imponga de hecho a quienes juegan en ella, sea lo suficientemente reducido para hacer extremadamente difícil lo contrario”.
Es cierto que tras el fin de la dictadura nuestra Constitución ha sido objeto de múltiples reformas –siendo las más relevantes aquellas aprobadas los años 1989 y 2005–, que han modificado algunas de sus reglas originales con el objeto de intentar congeniarlas con el régimen político institucional propio de una sociedad democrática, abierta, pluralista y respetuosa de los derechos fundamentales de las personas. Sin embargo, las modificaciones continúan mostrándose absolutamente insuficientes. Hoy con cada vez mayor fuerza nuestra sociedad reclama la aprobación de una nueva Constitución, con el objeto de refundar las bases sobre las que se estructura nuestra comunidad política.
La Constitución Política chilena es profundamente desconfiada de la voluntad popular. Sin embargo, se dirá que no fue siempre así, porque nuestra comunidad política “disfrutó” desde sus inicios de una tradición institucional democrática. Por ejemplo, la Constitución de 1833 declaraba que “el Gobierno de Chile es popular representativo”, y la de 1925, que “su Gobierno es republicano y democrático representativo”. Ambas normas constitucionales, claro está, de talante programático mas no reales en su intención y concreción. No obstante, la Constitución de 1980 consagró un régimen político institucional radicalmente distinto. En efecto, su diseño original estableció varias instituciones con el objeto de evitar que la voluntad popular se impusiera al momento de aprobar las leyes; como por ejemplo: la institución de los senadores designados, que no eran electos por votación popular y alcanzaban a 9 de un total de 38 senadores. Cuatro de ellos debían ser exmiembros de las Fuerzas Armadas y de Orden y Seguridad Pública, conformando la denominada “bancada militar”. A estos se sumaban los exPresidentes de Chile, que por derecho propio eran senadores con carácter vitalicio. De aquí se generó el absurdo de otorgar un escaño senatorial al propio dictador Pinochet en plena democracia. Y también la existencia de leyes “contramayoritarias”; esto es, leyes para cuya aprobación no era suficiente el voto conforme de la mayoría de los senadores y diputados, sino que un número mayor.
A pesar de la reforma constitucional durante el gobierno de Lagos, se ha avanzado poco en cambios sustantivos debido a que la Constitución solo puede ser modificada si se reúnen quórums de aprobación sumamente elevados. En efecto, tratándose de las materias más relevantes, se requiere de la aprobación de 2/3 de los miembros en ejercicio del Senado y la Cámara de Diputados, y tratándose del resto, 3/5 de ellos. Así, toda reforma a la Constitución, debe ser necesariamente el fruto de complejas negociaciones y transacciones con las minorías de la derecha conservadora. En definitiva, bastante hábiles fueron los redactores de la Constitución para establecer mecanismos de protección de las instituciones antidemocráticas.
¿Por qué la Constitución de 1980 impuso tantos obstáculos a la expresión de la voluntad popular? La respuesta oficial de la dictadura –defendida hasta el día de hoy por los sectores más conservadores y reaccionarios de nuestra sociedad– postuló que los partidos políticos fueron incapaces de resolver sus profundas diferencias sobre el modelo de sociedad que proponían a los ciudadanos. De este modo, la causa de la crisis de 1973 radicaba en que el sistema político institucional de la Constitución de 1925 era completamente susceptible de manipulación por supuestas mayorías pasajeras. Continúa este argumento, si las reglas básicas de la comunidad política hubieran estado dotadas de mayor estabilidad, y no entregadas al arbitrio de mayorías políticas contingentes, la autodestrucción del sistema político institucional se hubiera evitado. En las sociedades verdaderamente democráticas, abiertas y pluralistas, las reglas básicas de la comunidad política que son protegidas respecto de la contingencia de la política son los derechos fundamentales. Alejados de esta concepción constitucional republicana, la dictadura chilena fue mucho más allá de los derechos fundamentales de las personas, y extendió el carácter de regla fundamental de nuestra comunidad política a un conjunto de regulaciones que tenían por objeto consagrar un régimen económico neoliberal y conservador en lo moral. Por ello, la verdadera motivación para otorgar estabilidad a estas reglas supuestamente básicas o fundamentales consistió en que la experiencia de la Unidad Popular llevó a las élites políticas y económicas a la conclusión que un régimen democrático podía conspirar contra sus intereses de clase.
He aquí, un análisis de los asuntos y disposiciones más criticadas de la Constitución de 1980:
1. Origen ilegítimo en dictadura: Augusto Pinochet presentó, en 1980, una nueva Constitución, elaborada por un equipo de juristas que encabezaba Jaime Guzmán, fundador del partido Unión Demócrata Independiente (UDI). Fue aprobada por el 65,71% de los votantes en un plebiscito. Sin registros electorales y con las libertades públicas restringidas, el resultado siempre ha sido cuestionado. Fue el gran legado de Pinochet. Para muchos, una herencia ilegítima que, por esa sola carga, debiera ser cambiada.
2. Texto original con parches: se ha parchado bastante, principalmente en temas políticos. En 1989 se le introdujeron una serie de reformas consensuadas con todos los partidos políticos y aprobadas en un plebiscito ese año. En 2005, durante el Gobierno de Ricardo Lagos, se le hicieron 54 modificaciones. Las más significativas, suprimir enclaves autoritarios como los senadores vitalicios y los nueve designados -algunos nombrados por las fuerzas armadas- o la inamovilidad de los jefes de las ramas castrenses.
3. Estado subsidiario: establece el principio de subsidiariedad, es decir, el Estado se retira de la entrega de servicios sociales como la salud, la educación o las pensiones, y los deja en manos de privados, para intervenir solo si fuera necesario. Esto inhibió la legislación sobre muchas políticas públicas que incorporan la solidaridad.
4. Artículo 19, número 9 (la salud como negocio): el Estado protege el libre e igualitario acceso a la salud, ya sea pública o privada, y la libertad de elegir el sistema deseado. El efecto de esta norma ha significado que las personas para tener una buena atención deben comprar dicho acceso.
5. Art. 19, números 10 y 11 (el negocio de la educación): en la práctica, ocurre lo mismo que con la salud. Las escuelas estatales y sus estudiantes están cada vez en mayor desventaja. En educación, quien busca calidad debe gastar mucho dinero. La no interferencia estatal fomentó el florecimiento de empresas privadas -colegios, institutos y universidades- que cobran altos aranceles.
6. Artículo 19, número 16 (sin derecho a huelga): los funcionarios del Estado y de las municipalidades no pueden declararse en huelga.
7. Artículo 19, número 18 (seguridad social privada): las personas están obligadas a ingresar a las AFP, hoy fuertemente cuestionadas por las bajas pensiones que entregan, aunque tienen altas utilidades. Sería inconstitucional eliminar las AFP y crear un sistema de reparto.
8. Artículos 32, 65, 74 y otros (presidencialismo excesivo): la Constitución determina un hiperpresidencialismo, en que el Congreso es muy débil, con muy pocas. El presidente tiene amplias y numerosas atribuciones. En materia legislativa, tiene iniciativa exclusiva para proyectos de ley en temas de división política o administrativa del país, y en la administración financiera o presupuestaria del Estado. Si un proyecto no es presentado o patrocinado por el presidente, puede dormir eternamente en el Congreso. Y si el mandatario le da urgencia, el Congreso tiene un plazo de 30 días para avanzar en la tramitación.
9. Artículo 66 (leyes de quorum imposibles): existe un grupo especial de leyes que requieren un quorum más elevado para ser aprobadas, modificadas o derogadas. Para las llamadas leyes orgánicas constitucionales se necesita de las cuatro séptimas partes de los diputados y senadores en ejercicio (enseñanza, el servicio electoral, el Congreso y las Fuerzas Armadas y Carabineros, entre otras). Otra figura son las leyes de quorum calificado, que exigen la mitad más uno de los senadores y diputados en ejercicio.
10. Art. 92, 93 y 94 (Tribunal Constitucional; TC): tiene tal poder que ha sido llamado tercera cámara. Entre sus múltiples tareas, debe pronunciarse sobre la constitucionalidad de tratados internacionales y de determinadas leyes, antes de su promulgación o durante su tramitación. Sus decisiones son inapelables. Esto permite que, apelando al TC, las bancadas traben y eliminen los proyectos contrarios.
11. Art. 101 (la seguridad nacional y el COSENA): las Fuerzas Armadas no solo existen para la defensa de la patria, sino que “son esenciales para la seguridad nacional”. El presidente puede convocar al Consejo de Seguridad Nacional (COSENA) -integrado por los presidentes del Senado y la Cámara de Diputados, y los jefes de las Fuerzas Armadas y Carabineros, entre otros- para que lo asesore. Así lo hizo Piñera al comienzo del estallido de octubre de 2019, lo que generó fuertes críticas, por la injerencia militar en asuntos gubernamentales y la mala señal de falta de manejo.
12. Art. 127, 128 y 129 (Constitución con candados): las reformas a la Constitución exigen quorum tan altos (dos tercios o tres quintos de los senadores y diputados en ejercicio, según el tema), que son muy difíciles de lograr.
Por otra parte, de acuerdo a E. Ortiz (2020), las diez grandes falacias de la Constitución Política de 1980 son:
-El artículo 1°, que declara que en Chile “las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos”, cuando sabemos en el día a día de la vida cotidiana que no somos ni libres ni iguales, ni se manifiesta que esa condición se mantiene en vida. En los últimos años, las actitudes y prácticas de los grandes empresarios, los actores políticos financiados por Penta, BCI, SQM y los demás, el SII, los mandos de las Fuerzas Armadas y de Orden, con frecuencia el Ministerio Público y los tribunales de justicia, entre otros, nos refrescan la memoria sobre la falsedad de ese artículo. En una próxima Constitución tal principio debiera garantizarse, incluyendo la sanción severa a su infracción por quienes deben velar por su cumplimiento.
-“La administración del Estado será funcional y territorialmente descentralizada, o desconcentrada en su caso, de conformidad a la ley”. No se ha legislado para otorgar una mayor autonomía tributaria y administrativa a comunas y regiones, para que puedan solventar más inversiones y servicios a sus comunidades en detrimento de la potestad del Gobierno central. Tampoco la ley ha evolucionado para permitir una desconcentración amplia de la administración. Salvo en la Región Metropolitana y en alguna medida en Concepción y Valparaíso, lo que opera en las regiones –en algunos casos más acentuadamente que en otras– es un derivado del orden feudal, basado en la herencia de la hacienda, donde a falta de desarrollo industrial e iniciativa privada, lo que queda es enchufarse en el Estado para sobrevivir y arrimarse al parlamentario más influyente de la coalición que gobierna –el “broker”– y hacer fila hasta que le toque. Hay familias especializadas en ese giro de negocio, en las que el matrimonio se reparte entre la izquierda y la derecha para nunca perder.
-El artículo 5°: “La soberanía reside esencialmente en la nación [y] ningún sector del pueblo ni individuo alguno puede atribuirse su ejercicio”. La verdad es que nuestra historia está llena de guerras civiles y golpes de Estado en los que sectores dominantes se han atribuido el ejercicio de la soberanía, casi siempre con las Fuerzas Armadas y la oligarquía económica como actores principales. La lista es larga: 1830, 1859, 1879, 1891, 1892, 1920, 1924, 1925, 1931, 1932, 1933, 1936, 1939, 1943, 1948, 1955, 1969 y cruelmente en 1973. Ya lo resumía Eduardo Matte en el siglo XIX, “Los dueños de Chile somos nosotros…”, usando con frecuencia a las Fuerzas Armadas para cumplir con sus objetivos. Hoy ya no es tan factible propiciar golpes de Estado. Los mandos militares aprendieron la lección. Allí esta Punta Peuco como testimonio de las consecuencias posibles del ejercicio del terrorismo de Estado. Los sectores dominantes se empeñan más bien en la actualidad en controlar la opinión pública. De allí su obsesión por comprar canales de tv, periódicos y radios, que casi siempre funcionan a pérdida, pero cuyo propósito es moldear el discurso público a su favor, procurando que el pueblo carezca de ciudadanía y que solo cada cuatro años asista, como convidado de piedra, a legitimar con su voto individual y anónimo un orden dominado por otros.
-El actual artículo 8° –recordemos que el original eliminado en 1989 establecía la proscripción ideológica de la izquierda– señala que “el ejercicio de las funciones públicas obliga a sus titulares a dar estricto cumplimiento al principio de probidad en todas sus actuaciones”. Bajo la actual Constitución, una y otra vez los poderes establecidos han sido protegidos más allá o más acá de la ley: Pinochet y su familia, la DC en 2001, los casos Caval, Penta, SQM, Corpesca, MOP-Gate, SII, el Ministerio Público, las estafas de los pollos y el papel higiénico.
-En el capítulo III, sobre los derechos y deberes derechos constitucionales, se describe una larga lista de derechos que no se garantizan, como “el derecho a la vida y a la integridad física y psíquica de la persona” y “el derecho a la protección de la salud”, en este último caso con un sistema privado que atiende al que tiene dinero o, bien, opera con seguros que perjudican cuando pueden a sus cotizantes, junto a una salud pública que atiende a la gran mayoría de la población, pero que está crónicamente desfinanciada. Por su parte, el principio de la igualdad ante la ley y los enunciados según los cuales “en Chile no hay persona ni grupo privilegiados” y que existe una “igual protección de la ley en el ejercicio de sus derechos”, son desafiados permanentemente por los órganos del Estado encargados de impartir justicia. A modo de ejemplo evidente: la sustancial reducción judicial a la multa a Julio Ponce Lerou por maniobras bursátiles ilícitas, que le reportaron millonarias ganancias.
-El artículo 24° es el fundamento del desigual orden económico que existe entre nosotros. Este establece “el derecho de propiedad en sus diversas especies sobre toda clase de bienes corporales o incorporales”. Aunque reconoce que la propiedad tiene límites –siguiendo en parte la reforma de 1967 a la Constitución de 1925–, cuando lo exijan “los intereses generales de la Nación, la seguridad nacional, la utilidad y la salubridad públicas y la conservación del patrimonio ambiental”. Pero esa limitación queda muy restringida por aquello de que “nadie puede, en caso alguno, ser privado de su propiedad, del bien sobre que recae o de algunos de los atributos o facultades esenciales del dominio, sino en virtud de ley general o especial que autorice la expropiación por causa de utilidad pública o de interés nacional, calificada por el legislador”. Recordemos, además, que la Constitución Política de 1980 ratificó el dominio absoluto, exclusivo, inalienable e imprescriptible del Estado sobre los recursos del subsuelo en su artículo 19, nº 24, inciso 6º, que fue resultado del proceso de nacionalización del cobre que llevaron a cabo sucesivamente los gobiernos de Frei y Allende, que fue ratificado de manera unánime por el Congreso Nacional en 1971. Si la dictadura no se atrevió a sacarlo de su Constitución, sí dio curso a una de las más grandes hipocresías jurídicas de nuestro orden institucional. En efecto, José Piñera hizo aprobar por la Junta Militar en 1981 la Ley de Concesiones Mineras, que otorga en la práctica un derecho de propiedad privada permanente sobre las minas. Se ha sobreabusado de esta norma durante los gobiernos, que desde 1992 han entregado importantes pertenencias para la explotación privada, al punto que hoy casi el 70% de la producción corresponde a ese sector y solo un 30% a Codelco.
-El derecho a la educación estipulado en el artículo 10° de ese capítulo se extiende hasta la enseñanza media desde 2013 (pasó de cuatro años en 1920 a seis años en 1929 y a ocho años en 1965). Pero en muchos sentidos en un derecho nominal por su desigual calidad y condiciones en la que es impartida, lo que lleva a los que pueden a destinar cuantiosos recursos del presupuesto familiar para que sus hijos cursen su escolaridad en colegios privados o, bien, se inscriban finalmente en preuniversitarios para poder aspirar a seguir estudios superiores que les aseguren un futuro profesional.
-El numeral 16 del artículo 19, que establece “la libertad de trabajo y su protección”. El trabajo en Chile está totalmente desprotegido por un Código –también impuesto por la Junta Militar a instancias de José Piñera– que otorga plena libertad de despido “por necesidades de la empresa”, junto a un mecanismo de indemnización que favorece arreglos extrajudiciales lesivos para los trabajadores. Además, no hace posible la negociación colectiva por rama o territorio ni permite la titularidad sindical en ella, debilitando estructuralmente a los sindicatos y la defensa colectiva de las condiciones laborales.
-Algunos de los artículos que se relacionan con el Congreso Nacional, sin perjuicio de lo poco apropiado de un sistema bicameral, son para reírse, como el 60°, que establece la cesación en el cargo del parlamentario que, en ejercicio de sus funciones, “celebrare o caucionare contratos con el Estado o el que actuare como procurador o agente en gestiones particulares de carácter administrativo, en la provisión de empleos públicos, consejerías, funciones o comisiones de similar naturaleza”. Todos sabemos que si ese precepto se aplicara, no quedaría probablemente un solo parlamentario en ejercicio.
-El artículo 63° establece la irresponsabilidad política de quienes integran el Banco Central (BC), que se ha transformado en un reducto conservador e incompetente. En Chile, la regla general es que las autoridades son responsables de sus actos y susceptibles de destitución mediante una acusación constitucional, menos los consejeros del BC. El artículo 108° lo declara un ente “técnico”, pero cuya composición es política y que en nuestra historia reciente ha provocado desastres como “la crisis Massad” de 1999 y su sobrerreacción a la crisis asiática, la de José De Gregorio, que en 2008 primero subió las tasas de interés y luego, frente a la mayor crisis mundial en 70 años, las bajó tardíamente. Rodrigo Vergara, con Piñera I, siempre llegó tarde a impulsar la economía. Mario Marcel siendo presidente del BC en el Gobierno de Bachelet II y en el contexto de la discusión sobre la reforma previsional, evacuó un documento que defendía y aplaudía el sistema de capitación individual y criticaba el de reparto.
La combinación de puntos críticos, falacias y cerrojos mencionados, fueron cuidadosamente diseñados con el fin de dejar el país bien amarrado antes del retorno de la democracia. Esto es lo que se denominó como “democracia protegida” que, en la práctica, es profundamente antidemocrática, ya que, independiente de qué grupo gobierne o tenga la mayoría en el Parlamento, hay elementos que son imposibles de cambiar. Por estos motivos, la Constitución de 1980 refleja una concepción de la democracia como algo que debe ser neutralizado, pues restringe a la población la capacidad de tomar decisiones sobre temáticas relevantes para su vida, una suerte de camisa de fuerza. Lo que realmente está detrás de los mecanismos citados es la intención de proteger y perpetuar el proyecto político-económico de la dictadura, también llamado modelo neoliberal. Para esto, le otorga a la élite el poder necesario de frenar cualquier cambio y mantener así un modelo económico profundamente desigual que, sin estas trabas, sería prácticamente imposible de sostener. En otras palabras, no se puede cambiar nada que la élite no quiera cambiar.
Hay quienes argumentan que estas trabas son falsas, pues se han realizado diversas modificaciones a la Constitución original de 1980 (entre ellas, 54 reformas en 1989 y 58 reformas en 2005), llegando a argumentar que esta es la Constitución de Lagos. No obstante, ninguna de estas modificaciones ha sido sustancial ni ha apuntado a cambiar el equilibrio de poder en el país. Es más, como afirmó Andrés Chadwick siendo senador en 2005: “Por muy importante que hayan sido las reformas que hemos compartido y consensuado, sigue siendo la Constitución de 1980. Se mantienen sus instituciones fundamentales tal como salió de su matriz.” (El Mercurio 23/09/2005).