Por Claudio Aguayo Bórquez
No-sincronicidad (Ungleichzeitigkeit) es un término utilizado por el filósofo alemán Ernst Bloch para pensar la coyuntura de surgimiento del fascismo alemán. En momentos de crisis capitalista, las clases dominantes y en vías de desaparición intentan recuperar el embrujo de tiempos pasados. Es también lo que Theodor Adorno [llama] aura residual: aun cuando una época se ha desvanecido económica y políticamente, ejerce su atractivo en la forma de un pasado glorioso y al mismo tiempo oscuro. Bloch describe el ambiente lúgubre de la República de Weimar de los años 30’, las escenas de violencia social, la sensación vaporosa de un cabreo emocional de masas, mezclado con la irrupción de subjetivaciones no-contemporáneas, Ungleichzeitigkeit, nombres vikingos de las tabernas de Berlín, resurrección del imaginario medieval al lado de un sorpresivo aumento de las capacidades técnicas del capital. La crisis de la República de Weimar consiste precisamente en esa mezcla trágica entre la derrota del proletariado alemán—sofocación de la revuelta espartaquista, ejecución de Rosa Luxemburgo y Liebknetch—y el compromiso de clases de la socialdemocracia alemana con la burguesía liberal. El fascismo aparece entonces como una alternativa reaccionaria, mitologizante, atavista y no-sincrónica capaz de aglutinar al mismo tiempo la violencia social de la crisis y el sentido de orden.
En 1952 Gyorgy Lukacs mostraba que un período histórico y cultural agotado servía como obstáculo ideológico para entender el presente. Para la República de Weimar este período no-sincrónico fue sin duda la idealización de una edad media germánica. Para el Chile post-estallido, los gobiernos de la Concertación aparecen como representación anacrónica de un momento histórico de paz social y crecimiento—pasan de un rechazo movilizado a representar el período ideal de la austeridad nacional y la armonía burguesa. Las clases medias chilenas, como las del Berlín pre-nazi, se encantan con una ideología monumental de los empleados públicos y los funcionarios de confianza, que creen fervientemente en su misión transformadora, al margen de la descomposición social y el desfonde de todos los afectos de masas. Como dice Bloch, la existencia burocrática aparece idealizada y traspuesta, el empleado público y el burócrata estatal se asumen como héroes reales de una tarea gloriosa. Sin embargo, “su trabajo aburrido más bien les hace embrutecidos que rebeldes, los certificados que expiden les hacen una conciencia de casta que no tiene ningún punto de referencia real detrás; ya sólo giran en torno a la apariencia” (Bloch). Los empleados públicos, los funcionarios y los burócratas, poseen una cultura política que, como dice Kracauer, es la huida simultánea de la revolución y la muerte.
La idea de temporalidad plural aparece como una clave para leer el presente. La coyuntura aparece hoy más que nunca como conjunción de diversos tiempos, como choque de situaciones temporales que expresan agotamientos culturales y compromisos de clase inestables, así como el surgimiento de nuevos “monstruos del claroscuro” para emplear la famosa expresión gramsciana. Esto es lo que hacía Marx en el Dieciocho brumario de Luis Bonaparte, al mostrar cómo las clases accedían a la representación de su propia acción mediante compromisos ideológicos con el pasado. “La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”. Más adelante, Marx escribe que “toda una superestructura de sentimientos específicamente formados y diferentes, ilusiones, modos de pensamiento y visiones sobre la vida crece sobre la base de diferentes formas de propiedad, de [diferentes] condiciones sociales de existencia”. Por eso, el llamado a leer a los sujetos no por lo que dicen de sí mismos, sino por lo que hacen, ayuda a entender la distancia insalvable entre el imaginario cultural de las clases sociales que hacen ingreso triunfal al Estado y los intereses que representan. Las clases, para Marx, no pueden entenderse fuera de este nudo afectivo, de esta serie de imaginarios que los sectores sociales se inventan para reproducirse, para sostenerse. Son estas complejidades las que lo llevan a calificar a Luis Bonaparte, pese a su origen social, como príncipe del lumpenproletariado. Marx trata de representar un evento que nos parecerá familiar de un modo siniestro en el 2022 chileno: la escoria de la sociedad se convierte en la masa social disponible para asumir las tareas de una auténtica fuerza de choque del partido del orden.
Salvo para una clase media funcionaria que, por razones de reproducción material y corporal—casi de su propia vida—debe servir de barra brava al gobierno de turno, la izquierda permanece en un estado de estupefacción frente al escenario no-sincrónico. Funcionarios y militantes de la izquierda chilena que defienden políticas de Milton Friedman, respaldos cringe a la institución policial, tan solo ayer convertida en anatema, llamados a la paciencia, complicidad con las políticas del Banco Central, austeridad fiscal y denegación de liquidez para las clases populares—el exceso de circulante podría aumentar la temida inflación—guiños con la derecha para reponer la presencia militar en la macrozona sur. Nuestra “magia podrida” (fauler zauber, otro término de Bloch) es la Concertación: una época dorada que se quiere reimponer en un tiempo de desfonde material de aquello que la hacía posible—un disciplinamiento inaudito de la clase trabajadora, grandes cifras, confianza en la flamante democracia después de décadas de dictadura, tutela militar. Tampoco el capitalismo triunfalista, borracho en tragedia histórica del desmoronamiento de los socialismos reales, es hoy día el mismo de ayer. La resaca capitalista golpea fuerte, con guerras interminables y resurgimiento de las “fronteras fuertes”, los “proteccionismos” y los nacionalismos “anti-globalistas”. La Concertación es el ideal no-sincrónico de las clases dominantes chilenas, el sueño de una época dorada del capitalismo de los acuerdos y la gobernabilidad. El propio retorno del concepto de gobernabilidad como clave conceptual del presente dice mucho más que las banderas rojas en la coalición de gobierno. Lo mismo con los fetiches del gradualismo y los equilibrios macroeconómicos. Lenin y Marx figuran como nombres extemporáneos, aunque se sigan comprando bustos fabricados en impresoras 3D en la China “milenaria”. Pero los ideólogos todavía inconscientes de la nueva fase de la izquierda chilena tienen otros nombres menos edificantes: Bernstein, Eugenio Tironi. El reformismo de la II Internacional y la renovación socialista son los verdaderos materiales que deberán ser analizados si se quiere, mediante una analogía histórica, entender la tragedia del presente.
El concertacionismo actúa y persiste en un tiempo en el que la base material de la Concertación se ha diluido, con un país empobrecido, cuyas clases medias ascendentes se esperanzan en su Presidente woke luciendo tatuajes y prometiéndoles la dignidad de su profesión y la carrera funcionaria, y cuyas clases populares intentan paliar el hambre en ollas comunes, instalando carpas de desamparados en las aceras, moviéndose entre los desmayos y el empleo informal. Por otra parte, el narco y los mercados ilegales con sus grupos de autodefensa casi paramilitares configuran un nuevo capitalismo oscuro que avanza sobre el centro de Santiago masacrando marchas, al amparo de la policía, con señores feudales y narco-capitalistas que amenazan con controlar la ciudad. Este concertacionismo espectral, alojado en el vértice institucional y la superestructura política, choca y hace cortocircuito con un desfonde social dominado por la precariedad, la estanflación y el capitalismo oscuro. No puede apoyarse en las clases [que] lo votaron, porque las dilapidó en un corto período con la austeridad fiscal (el proletariado de las grandes ciudades), ni en las que quieren verlo en el suelo para rescatar el viejo país pinochetista (la burguesía financiera). En un contexto de crisis global y con una inflación rampante, su única base social, las clases medias profesionales, corren el riesgo de empobrecerse y caer en el descenso abismal de la crisis global.
A esta no-sincronicidad entre el lenguaje concertacionista del ejecutivo (gobernabilidad, equilibrios macroeconómicos, gradualismo) y una base social que ya no es la de los 90’ (indisciplinada, desfondada, sin esperanzas en el porvenir del capitalismo chileno) se le suma otra no-sincronicidad entre octubre y noviembre, entre la Convención Constitucional y el evento histórico de la insurrección. La Constituyente aparece así, al menos en términos de temporalidad y de bagaje simbólico, como una reliquia del presente histórico, como recuerdo y a la vez resto institucional de una época cultural y políticamente acabada. De un momento político de la lucha de clases en Chile, que la izquierda se esforzó en caracterizar como pura inorganicidad o como milagro, expresando esa preferencia histérica de las clases profesionales por el Estado y las instituciones como vía regia de la política. La Convención flota sobre una nada simbólica, precisamente porque expresa una heterogeneidad estructural entre el contenido social de la revuelta, las demandas por un modo distinto, no capitalista y no precario de reproducir la vida, con el problema de la nueva constitución. La modulación social del deseo genuinamente obrero por una vida distinta no logró anclarse al constitucionalismo girondino y su acopio simbólico/estético. El poder constituyente aparece así trágicamente separado de las masas que lo hicieron posible, se transforma en la monstruosidad de un poder constituido elaborando leyes para un futuro que al proletariado chileno sólo le hace sentido bajo el signo de una palabra fatal: incertidumbre. Situación que se puede resumir en la idea de que la Convención es un cetro cuyo poder ha quedado desplazado.
En un libro publicado hace poco (Qué hacer), Althusser se mofaba del rendimiento del concepto de hegemonía, que tanto ha dominado [el] escaso y pobrísimo debate teórico de la izquierda chilena. La hegemonía aparece interpretada como la necesidad de un consenso universal previo a cualquier “asalto al palacio de invierno”. En realidad, esta deformación del pensamiento de Gramsci y del concepto de hegemonía, entendida como consenso universal o conquista total de las conciencias, había sido respondida avant la lettre por el marxismo clásico, cuando Trotsky explica que las revoluciones desmienten el fetichismo burgués en torno a la voluntad popular y la unidad nacional. “Si las revoluciones revelan una tendencia centralizada, no es porque imiten el derrocamiento de las monarquías, sino como consecuencia de las demandas irresistibles de la nueva sociedad, que no se pueden reconciliar con ninguna especie de particularismo” (Trotsky). El universalismo paradójico de la revolución consiste, en otros términos, en que no está hecho para esperar “conquistar las mentes” de toda la sociedad, sino de instituir lo que Mario Tronti llama un punto de vista proletario. Un paralaje que permita mirar la sociedad desde el punto de vista de una clase proletaria, que requiere componerse, si no quiere sucumbir a los sueños institucionalistas de la clase media y los grupos profesionales, shopkeepers y pymes. Mientras ese paralaje no exista, las revueltas van a seguir siendo jalones de un modelo de transición capitalista a otro. La izquierda chilena, aun cuando acuda a modelos no sincrónicos para representarse el presente (la Unidad Popular, el retorno de la democracia, los gobiernos de la Concertación) lleva décadas apoyándose en grupos sociales que ven al Estado como un botín—convirtiéndose evidentemente en ellos. Mientras ello no cambie, el siguiente turno será el del fascismo.
Por Claudio Aguayo Bórquez
Estudiante de doctorado en la Universidad de Michigan.
Publicada originalmente el 8 de mayo de 2022 en Revista Rosa.