Por Alejandro Kirk
El presidente de Ucrania, Volodymir Zelensky, recientemente dijo a sus conciudadanos que el respeto por la vida de cualquier ser humano es precisamente lo que hace a Ucrania diferente de Rusia.
La gente de buenos sentimientos sólo desea paz, fraternidad, justicia y solidaridad. Tales sentimientos se manifiestan en todas las expresiones humanas: políticas, ideológicas, nacionales, religiosas, afectivas. El amor por los niños y niñas es la máxima promesa pública de toda autoridad.
Pero en las calles y parques de Donetsk algo no cuadra: caen cápsulas, impulsadas por morteros. Proyectiles que vienen del norte, de la vecina zona de Adveedka, controlada por Ucrania. Proyectiles que contienen los llamados «pétalos» o «mariposas», que en el aire se desprenden y caen delicadamente sobre el suelo.
Son de plástico, de 12 por cinco centímetros, del color intenso de las hojas que cubren en esta época veraniega las arboladas avenidas y patios de la ciudad.
Podrían definirse como las «solo-mata-niños». O animales. Una presión de cinco kilos basta para detonarlas. A veces basta apretarlas con las manos. O una ola de calor. Un adulto puede perder sus piernas o sus brazos.
Están prohibidas por las convenciones internacionales de las que Ucrania forma
parte. Pero ahí están, por calles y parques, para que funcionen según su diseño. La última vez llovieron sobre la ciudad el sábado 30 de julio, la noche en que no hay toque de queda. Y en la mañana del domingo 31, cuando las familias suelen pasear.
Nadie en Donetsk da crédito alguno a la versión ucraniana de que las fuerzas rusas lanzan estos artefactos contra su propia gente. Pero sí muchos creen que no es más que otra muestra del odio antirruso fomentado en Ucrania desde el golpe de Estado neonazi de 2014. Odio que esta gente ha sentido día a día, cañonazo a cañonazo, desde 2014, a un costo de cerca de 14 mil vidas.
Y que segumos sintiendo todos los días quienes estamos aquí, y que al salir a cualquier lado debemos estar pendientes de los silbidos de misiles, y de los «pétalos» en el piso. Atentos a los niños y los perros.
Y aun asi viviendo, riendo, conociendo gente valiente y digna, como la joven Daria, madre, propietaria de un café, profesora de danza. «Cuando le cuento a mis familiares en Ucrania de lo que pasa aquí, no me creen», dice. «Culpan a los rusos».
«Entiendo que nos disparen», agrega. «Combaten como combaten de este lado, defienden su territorio, pero no puedo entender esos ‘pétalos’. Eso no tiene explicación».
Muchos se han ido de Donetsk desde 2014, cuando comenzó la guerra. Y otros han partido desde marzo, cuando llegamos al Donbás, y especialmente desde junio, cuando recrudecieron los ataques al centro de la ciudad. Habituados ya al estruendo constante de la artillerìa que viene y va, también nos hemos ido acostumbrando a los «arribos», como le llaman aquí a los proyectiles que llegan.
Como aquella mañana de junio, cuando tomando un café, el inmenso estruendo nos levantó de las sillas. Corrimos en la dirección del ruido, siguiendo a patrullas y bomberos. Llegamos a la Escuela Pública #5, en pleno centro, ví los vidrios quebrados, una puerta abierta, el sol intenso; corro hacia adentro con mi cámara y tropiezo con algo. Veo con espanto el cuerpo de una mujer de unos 40 años en el piso, su cabeza sobre un charco de sangre.
Era la cocinera. Muerta mientras trabajaba. Un lunes a las 11:00 am, hora en que padres y profesores se reúnen para planificar la semana y para recibir el alimento para los niños que reciben educación a distancia.
Estando ahi nos enteramos de que otra escuela cercana recibió también cargas, a la misma hora y con la misma precisión. Corrimos ahí. Otra mujer muerta, la entrada destruida, las camas de la siesta infantil cubiertas de escombros.
Fuimos hasta el complejo penal de Yelenovka, donde están los prisioneros -soldados ucranianos, militantes neonazis y mercenarios- capturados en la metalúrgica de Azovstal, en Mariupol. Un misil ucraniano cayó en el centro de la cárcel y mató a más de 50, con más de cien heridos. No hay error posible: esa cárcel está en el medio de la planicie.
Uno anda por ahí con la cámara, o el celular, tratando de mantener la calma, de no prejuiciarse, de observar desde cierta distancia, sopesando los factores del hecho, pensando en quiénes pueden tener una motivación y sacar beneficio de estos crímenes.
Pero uno anda por ahí también conociendo gente, muchos de ellos soldados y milicianos como Sasha y Sergei, dos combatientes cansados a bordo de un Niva, cerca de la línea del frente. Se entabla una conversación:
— ¿Hacia donde van?
— A Novolugansk
— ¿Qué llevan ahi?
— Alimentos y agua
Novolugansk es un pueblo a unos 60 kilómetros al noroeste de Donetsk. Un pueblo minero recién tomado por las fuerzas rusas y las milicias populares.
— Nosotros los guiamos, es muy peligroso, está todo minado, dice uno de ellos.
Y agrega: «Manténgase cerca. Si aceleramos, aceleren también: está todo minado y los drones nos vigilan. También nos pueden ver desde el otro lado.
Así comenzó una carrera loca por caminos imposibles, en que el Lada Niva de los militares y nuestro furgón UAZ «Bujanka» (Pan de molde) mostraron su naturaleza guerrera.
Al llegar nos cuentan que Sasha y Serguei iban todos los días desde la retirada de los ucranianos a compartir sus raciones y cualquier alimento que encontraran.
Repartimos los alimentos, se corrió la voz, la gente llegaba de todos lados, se ordenaba detrás del furgón, sin gritos, peleas ni avivados, y muchas historias que contar.
La misma experiencia de Mariupol, Popasnaya, Lisichansk y Severodonetsk, donde encontramos a decenas de Sashas y Sergueis que compartían sus raciones militares con la población civil atrapada en el conflicto.
¿Son estos militares alegres, sucios y cansados quienes de noche lanzan minas parecidas a juguetes para matar niños?
Marina, profesora de inglés en Mariupol, me dice: «Yo siempre fui ucraniana, orgullosa de ser una mujer ucraniana. Pero ya no. Todo cambió. Los únicos que se han preocupado de nosotros son los soldados rusos».
Y en Novolugansk, Victoria, joven madre de dos niñas, cuyos ojos cansados no medraban su intensa belleza: «Nos decían (los ucranianos) todos los días que nos fuéramos de aquí. Pero nos quedamos. Ahora vemos algo de luz. El hogar es el hogar». Más tarde vi su casa, enteramente destruida. En su puerta, un inmenso árbol de moras.
Casi la misma frase de Daria en el centro de Donetsk, quien confesó que durante los primeros tres meses de la operación rusa no salió de su casa. O de Yulia, habitante del distrito de Petrovska, el más golpeado por la artillería ucraniana, cuya hija le ruega que vaya nada menos que a Mariupol, hoy más segura que Donetsk.
La prensa occidental no viene al Donbás, no le interesan estas historias. No quieren saber lo que se ha vivido aquí por ocho años, y mucho menos quieren contarlo.
Por contar historias como estas, gente inteligente y de buenos sentimientos, incluso amigos de toda la vida, me han denunciado. Propagandista del zar Putin es lo menos que me dicen. También «nostálgico del stalinismo». Otros me anuncian la pena de muerte.
Yo no respondo, no me enojo, no me ofendo. Puedo errar. Yo sólo camino, observo y relato lo que encuentro en estas estepas. No hay más que eso, pero tampoco menos.
Por Alejandro Kirk
Desde Donetsk
Publicada originalmente el 4 de agosto de 2022 en Politika.