Zalo: El ocaso de lo popular

Lo que ocurrió aquella noche nos permite leer el síntoma de nuestra transición pactada: la eficiencia del simulacro transicional inoculando los sueños del mundo popular, exorcizando sus guarachas y  aleteando sobre sus Peñas y Quintas de Recreo.

Zalo: El ocaso de lo popular

Autor: Valentina Zambrano

Por Mauro Salazar J.

Hay una imborrable escena en el control cognitivo que implementaron los mayordomos de la postransición sobre nuestro «ídolo proleta». Bajo un farrago de sucesos, el año 1995, cuando el Laguismo no comenzaba a parir las desregulaciones neoliberales, tuvo lugar un esotérico ritual. En esos días fuimos testigos de un chascarro inimaginable que sucedió en el programa «Había una vez» de TVN.

El «autoproclamado canal público», puso a prueba la capacidad hipnótica de aquellos formatos oligarquizantes que domesticaban el sentido común del Chile dócil. El hipnotizador del momento, en este caso, Tony Kamo, fue  capaz de conducir hacia su voluntad al hipnotizado. Todo ello con marcado acento narciso. Zalo, el moreno de resacas, y la guillotina guacha, fue sometido al espectáculo de lo grotesco.

La droga del momento era el formato televisivo para administrar los pactos de consumo, el populismo hedonista y la disciplina laboral de las audiencias. Fue así como una noche cualquiera, en pleno «horario prime», Zalo se comió una cebolla que «chorreaba» sobre su camisa, haciéndonos creer que era una manzana. Aquí se ponían en juego los simulacros tan frecuentadas por la elite Concertacionista y sus «gerentes salvajes». 

Y sí, nuestro Zalo difunto, quizá en proceso de canonización, se comió una cebolla «diciéndonos» que era una manzana, liberando distintos aromas del campo popular.

Y aunque después vinieron las denuncias vehementes, el montaje elitario (manzana versus cebolla) abrió lugar a varias polémicas sobre un Chile tramposo y embustero, recién emplazado por la revuelta del 2019. La anécdota va más allá de un mero montaje televisivo, pues ubica a los estelares de la época como “corporativismos mediáticos” que modulaban la vida cotidiana e insistían en mundializar Chile.

Lo que ocurrió aquella noche nos permite leer el síntoma de nuestra transición pactada: la eficiencia del simulacro transicional inoculando los sueños del mundo popular, exorcizando sus guarachas y  aleteando sobre sus Peñas y Quintas de Recreo.

Luego de 30 años cabría poner en relación el «oasis chileno» -aunque también nos hablaron de milagros y Jaguares- con una cebolla en una escena cuya perversión fue muy decisiva. Bajo los clasismos de la industria mediática «Todos fuimos Zalo Reyes, todos con derecho a créditos, aeropuertos y turismos globalizantes, camionetas patonas. Todos fieles a la pancarta glorificante de la capa media, pero de infinita sumisión a la deuda impuesta por el riquerio». ¡Todos, cual Eichmann del consumo, felices, glamurosos y esquilmados por la tormenta del progreso modernizador¡ Kamo, fue sin duda, la anécdota de las impunidades visuales que modulaban la cotidianidad de una ciudadanía fragmentada, sentimental, arribista y configurada desde el espectáculo.

Pero está anécdota, tan simbólica y morbosa, fue parte de los recursos con los cuales la Dictadura, gracias a Zalo, diagramaba su relación con el mundo popular, abundandando en caricaturas que décadas más tardes tendrían una terminal en el Clínic transicional.

La pacificación de los malestares mediante la alegoría visual y los mitos mediales jugaron un rol determinante en la despolitización de aquel universo. Y así, la cebolla de la olla flaca, y la manzana pecaminosa, fue el deleite de los grupos oligárquicos, que posteriormente Zalo emplazó con rebeldía de calle, patio y cuneta. Tal ritual, al igual que muchos otros, deben ser inscritos en un tiempo que aún se resiste a marchar, a juzgar por los  «clasismos de Vitacura» (Maca Pizarro, Julito, Matí del Río, Cony Santa María, Mónica Pérez, Iván Nuñez y Nico Vergara) en sus complicidades con las nuevas marginalidades digitales del rechazo.

En aquel tiempo los estelares se convirtieron en una vigilancia de la vida cotidiana que hizo  del estelar un «lugar turístico» -para evitar la disidencia y mitificar la modernización de élites sin retrato de futuro- abriendo el orden visual hacia un campo de acuerdos, consagrando una paisaje complaciente, viscoso y adúltero. El partido matinal apostó por la configuración de grupos medios glotones en consumo, carnavalescos en tarjetas de crédito, insípidos en los traumas de la memoria, cancelando las posibilidades del movimiento popular mediante el populismo del acceso.

Qué duda cabe. La perfomance de la cebolla no fue más que un mecanismo orientado a la producción de la «trampa visual» donde el chascarro en «horario premium» era una recurso adictivo en el imaginario de los grupos medios. Ya lo sabemos, la transición ludópata nos habló siempre de manzanas, pero solo hubieron cebollas ante los gritos de la plebe.

Al menos Zalo, que poco antes había sido expulsado de la industria televisiva, tuvo el coraje de denunciar los simulacros de los guionistas de lo opaco, y vivió sus últimos días en ese «irreductible mundo popular» que la Concertación desmanteló a punta de modernizaciones higienizantes. Hay que admitirlo, en su afán de preservar el órgano institucional del Pinochetismo, la coalición del arco iris despopularizó el mundo popular y desató la «lepra arribista» en nuestro Reyno. 

Pese a sus ambiciones, desvaríos y pesares, Zalo permaneció fiel al inframundo y a sus estéticas bizarras. Aquellas que solo la Dictadura supo administrar y torcer a punta de bombas y sarcasmos. El gorrión nunca olvidó su insurgencia barrial, distante de la usura de los sellos, y como pudo, evitó el negacionismo del mall trágico y los abismos de clases. En medio del dolor, el sistema de medios no cesó en su afán benevolente, en retratarlo desde un imaginario narcotizante. Zalo tampoco cedió. 

Con todo, lo popular fue condenado a un resumidero de infinitas transgresiones que la Concertación no trepido en fumigar.

Por Mauro Salazar J.


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