Por Luther Blissett
Se sabe que una posición política es falsa cuando sus defensores sólo pueden responder a la crítica adulterándola, y caricaturizando a quienes la plantean. Para no caer en el mismo error, partamos reconociendo que entre los partidarios del Apruebo hay de todo: desde el pragmatismo frío y calculador de los políticos burgueses, hasta el pragmatismo irónico de los izquierdistas derrotados, arribistas y sin imaginación, pasando por una heterogénea hinchada que incluye a realistas apáticos, obedientes desganados, entusiastas ingenuos, frívolos irresponsables y muchos otros elementos imposibles de clasificar.
Dentro de ese amplio espectro, está el Apruebista de Primera Línea (APL), ese que se dedica principalmente a defender el plebiscito de las críticas venidas desde sectores anticapitalistas. Este es el tipo de apruebista que nos interesa acá, porque es el que no sabe responder a las críticas a menos que las tergiverse y haga una caricatura de quienes las plantean. Vamos a analizar el procedimiento de adulteración que el APL utiliza de forma estandarizada contra sus críticos, y así veremos que en realidad sus “argumentos” son dardos lanzados contra un monigote que sólo existe en su imaginación. Cuando el APL lanza esas acusaciones, incurre en lo que en filosofía y psicología se conoce como “falacia del hombre de paja”.
¿Un modo de producción abolido por decreto?
El primer recurso desesperado del APL consiste en caricaturizar a los críticos como imbéciles que si desaprueban la nueva constitución es porque han descubierto que ésta no va a desmantelar el capitalismo. Este es un recurso infame, porque la realidad es que en el difuso campo del anticapitalismo actual, nadie en su sano juicio piensa que de ésta o de cualquier otra constitución democrática se pueda esperar que ponga fin al modo de producción capitalista. Si alguien insinuara tal disparate, discutirlo sería una pérdida de tiempo. El punto es que no hay anticapitalistas afirmando tal cosa, por lo tanto ese “contra-argumento” del APL no es más que un distractor: busca desviar la atención hacia una discrepancia falsa y sin consecuencias.
Si hay anticapitalistas que desaprueban la nueva constitución, no es porque estén decepcionados al descubrir que esta carta magna no les va a ahorrar el duro trabajo de abolir el capitalismo. La desaprueban porque piensan que ni a corto, mediano o largo plazo, ni en sentido táctico ni estratégico, ni material ni simbólicamente, representa ninguna mejoría o ventaja ni siquiera en lo tocante a las condiciones de vida inmediatas o a las capacidades de lucha elementales de la clase trabajadora. Esto, ciertamente, está muy lejos de cualquier creencia ingenua en que una constitución podría contribuir a abolir el capitalismo. En vez de caricaturizar a sus críticos por un delirio que ellos nunca han manifestado, el APL más bien debería ofrecer algún argumento que respalde su estrafalaria idea de que la nueva constitución favorecerá de alguna manera las condiciones de vida inmediatas o las capacidades de lucha del proletariado. Hasta ahora no ha ofrecido ninguno, ni remotamente.
Otro procedimiento que el APL utiliza es afirmar que si un anticapitalista desaprueba la nueva constitución, es porque cree que lo único válido sería lanzarse a la conquista armada del poder estatal, sin preámbulos ni mediaciones. Esta caricatura es incluso más idiota que la anterior, por dos razones. Primero, porque sólo un idiota podría creer que en las actuales condiciones sociohistóricas, en ausencia de un movimiento social revolucionario y de un partido putchista, exista la más remota posibilidad de esa toma brusca del poder. Pero incluso si admitimos que hay uno que otro subnormal por ahí planeando un asalto al palacio de invierno para el próximo verano, lo cierto es que en el campo anticapitalista lo que predomina hoy en día es un extendido escepticismo respecto de la fórmula bolchevique, una relativa indiferencia hacia un poder político visto como vacío y sólo funcional a la dominación burguesa, y una empecinada atención al contenido social de un anticapitalismo concebido como horizontal, proliferante y descentralizado.
Los anticapitalistas que desaprueban la nueva constitución no la desaprueban porque ésta los vaya a desviar de una inverosímil conquista del poder estatal, sino porque ofrece un mísero sustituto ilusorio del acceso a un poder que no está donde dice estar. O sea: desaprueban la nueva constitución porque ésta es un reflejo engañoso de un espejismo. Por la misma razón que La Moneda es el símbolo vacío de un poder que está en otra parte, una constitución no es más que el papel mojado en que se da aires de solemnidad un sistema que se define por sistemáticamente desbordar y vaciar sus propios códigos normativos.
Una filantropía extraña
A continuación, el Apruebista de Primera Línea acusa a los críticos de creer que da lo mismo cuál de las dos opciones triunfe en el plebiscito. Esto indicaría que son indiferentes a los beneficios que la nueva constitución le traerá al pueblo y, lo más grave, sería una clara muestra de que, en realidad, los anticapitalistas-que-no-aprueban son seres tan fanáticos e ideologizados, que su duro y frío corazón se ha vuelto completamente insensible a las penurias de la gente común. Pasemos por alto la aburrida manipulación emocional que hay detrás de este “argumento”, y concentrémonos en su inconsistencia lógica e histórica.
En realidad, lo que hay que discutir no es si da lo mismo o no el resultado del plebiscito. La discusión que hay que dar es en qué consisten los efectos sociales y políticos dispares que una u otra opción tendrán. Una vez esbozados esos efectos, una vez asumido que una opción o la otra conducen a escenarios políticos diferentes, lo que hay que discernir es si de esto se desprende que todo proletario, poblador y obrero debería imperiosamente tomar partido por una de esas opciones. La respuesta de los anticapitalistas es no, y esto por una razón muy sencilla: los escenarios políticos que se abren a partir de cada una de las opciones plebiscitarias atañen fundamentalmente a la política hecha por, para y desde los partidos políticos, en una arena institucional que existe y está diseñada expresamente para esa política de élite y para ninguna otra. En esa arena política el único papel que le cabe a los proletarios, obreros y pobladores, es contemplar los matinales para conocer las aventuras de los protagonistas políticos de turno, y concurrir periódicamente a las urnas para manifestar su conformidad con alguna de las alternativas ofrecidas.
Cuando los apruebistas en general, y el APL en particular, se enfrentan a esta evidencia que no pueden refutar, hacen aparecer dentro de su falacia del hombre de paja un nuevo truco, la falacia circular. Dicen: “sí, es una política donde el protagonismo lo tiene la élite y donde la élite siempre se sale con la suya, pero sólo entrando en esa política podemos quitarle protagonismo a la élite y salirnos con la nuestra”. Él ama tanto al pueblo, y le desea el bien con tanto ardor, que ante la evidencia de una biopolítica democrática que ha llevado la dominación de clase a grados de eficacia hasta hace poco inimaginables, no se le ocurre nada mejor que decirle al pueblo que no tiene más remedio que integrarse en esa gestión totalitaria o perecer.
Las referencias marxistas y el ejemplo de la Unidad Popular que el APL saca a relucir en esta parte de la discusión, quizás serían aceptables si no estuviéramos inmersos en una distopía biotecnopolítica que en tiempos de Lenin y de Allende sólo los escritores de ciencia ficción podían imaginar. En cambio, para poder esgrimir su falacia circular como si fuera un argumento de peso, el APL está obligado a olvidar por un momento el mundo en que vive, borrar cualquier idea sobre reestructuración capitalista, post-fordismo y subsunción real, y así poder trasladarse en su imaginación a 1920 o 1970, donde el resultado del plebiscito probablemente alteraría de un modo significativo las vidas de los votantes. Hay que tener esto en cuenta cuando el Ministerio de la Verdad deja caer sobre todos nosotros una espesa neblina de evocaciones emotivas que dejan la vaga impresión de que la coyuntura actual se asemejaría al ascenso popular de 1970, con Apruebo Dignidad evocando a la Unidad Popular, con Boric encarnando a Allende, y con el 4 de septiembre siendo… bueno, el 4 de septiembre.
El tiempo desarticulado
Ahora, si nos adentramos en la fantasía ahistórica del Apruebista de Primera Línea y nos quedamos por un momento acurrucados ahí con él, al poco rato tendremos que admitir que al menos en una cosa tiene razón: efectivamente, la nueva constitución establece derechos que no figuraban en la constitución anterior. El APL considera esto una razón más que suficiente para ver en la nueva constitución “un avance”. ¿Hacia dónde? Nunca lo dice. Pero asumamos que está pensando en una una sociedad más justa, más equitativa, más humana, etc. Cuando al APL se le pide alguna evidencia que respalde, aunque sea tenuemente, esa expectativa tan optimista, nos responde que dentro del capitalismo ha habido períodos muy malos para la clase obrera, y otros no tan malos. Un período no tan malo sería, por ejemplo, la época en que el gobierno del Frente Popular propició los derechos de los trabajadores, leyes de protección social, la educación pública y una economía nacional. Por razones similares, el gobierno de la Unidad Popular sería un período mejor que, digamos, el de González Videla o el de la junta militar de Pinochet.
El APL piensa, entonces, que si la nueva constitución entra en vigencia, esto podría significar para el pueblo un período mejor que el actual, dado que gozará de más derechos que hoy. Ahora bien, un rápido vistazo a la historia moderna nos enseña que el movimiento de la acumulación capitalista es al mismo tiempo una alternancia cíclica entre períodos de bonanza y períodos de penuria para la clase trabajadora. Cada fase de prosperidad económica es seguida por una fase de ruina, con la misma regularidad que cada fase de permisividad liberal es seguida por un período de autoritarismo represivo. Como sea, todos los indicadores señalan que esta progresión cíclica ha implicado -y seguirá implicando- a la larga un deterioro paulatino de las condiciones de vida de la mayoría de la población, un empobrecimiento relativo creciente, y la destrucción de la biosfera. Pero seamos generosos, omitamos dicha tendencia apocalíptica y supongamos que la alternancia seguirá dándose en el futuro tal como se ha venido dando hasta hoy. En ese caso, abanderarse con una política presumiendo que nos llevará a un período de bonanza es inútil si eso no forma parte de una estrategia que prevea cómo los usuarios de esos derechos los preservarán cuando el péndulo vuelva a oscilar, o cómo esos derechos les ayudarán a poner fin a la eterna oscilación pendular entre prosperidad y miseria, entre democracia y dictadura.
¿Hay algún partidario del Apruebo que esté planteando una proyección estratégica de ese tipo? No, no hay ninguno. Y si lo hubiera, tendría que demostrar que, tal como se imagina, la ampliación de derechos sociales conduce a un fortalecimiento de las capacidades de lucha y de la autonomía de la clase obrera, lo cual está muy lejos de ser evidente.
Tienes derecho a pedir derechos
Porque, ¿qué es un derecho, al fin y al cabo? Es la expresión formal, codificada, de un ejercicio de la violencia.
Todo derecho es siempre otorgado por un poder soberano: el acto mismo de otorgar un derecho ratifica el poder soberano de quien lo otorga, y con ello confirma la posición subordinada de quien lo recibe.
La izquierda por lo general no ha prestado atención a las implicaciones sociohistóricas de esta dinámica, porque nunca ha ido más allá del marxismo vulgar del 1900. En efecto, hace un siglo la mayoría de los marxistas habían leído tan pocas obras de Marx, y las habían leído tan mal, que estaban seguros de que para superar el capitalismo bastaba con distribuir mejor los resultados de la producción, sin cuestionar el carácter alienado del proceso de producción mismo. Según esa óptica, la subordinación política de los obreros era un mal inevitable que a lo sumo se podía mitigar, o compensar mediante la elevación de su calidad de vida efectuada por el estado socialista. El socialismo, por lo tanto, era visto como una prolongación de los derechos que los trabajadores hubieran logrado conquistar dentro del capitalismo.
Dado el nivel de desarrollo de la clase obrera y el estado general de la socialización en esa época, no es sorprendente que Lenin concibiera el partido revolucionario como un instrumento para educar y conducir a los obreros desde arriba, y que entendiera la lucha de los obreros por arrancarle derechos al estado burgués como un medio idóneo para construir ese instrumento. Por la misma razón, no hay que sorprenderse de que Trotsky abogara por la militarización del trabajo industrial, que Gramsci elogiara al taylorismo por alejar a los obreros del vicio, y que en general -aunque con notables excepciones- la propia clase obrera aceptara someterse a un poder político que decía representarla, a cambio de trabajo, salud, educación, vivienda y jubilación aseguradas. Vamos, a cambio de buenos y abundantes derechos.
El alfa y omega de la autoactividad proletaria
Esa realidad histórica -hoy superada por un grado de socialización de las fuerzas productivas que apenas si hemos empezado a entender- es la base del marxismo vulgar que la mayoría de los izquierdistas sigue profesando hoy, y que excluye a priori conceder alguna importancia a la autoactividad proletaria. Ese anacronismo es, por cierto, la base epistemológica del Apruebista de Primera Línea. Ahora bien, él en el fondo está consciente de que basar una estrategia política en la dinámica social de hace cien años es un poco problemático. Para escamotear ese fallo, deja entrever de manera ambigua que si bien hoy la autoactividad proletaria es muy débil o inexistente, en el futuro podría crecer y fortalecerse, pero que para llegar a eso los proletarios, obreros y pobladores deben previamente conquistar sus derechos sociales, arrebatándoselos al estado burgués. Por eso es importante que en el próximo plebiscito triunfe la opción Apruebo, compañero. Este llamado optimista parte, sin embargo, de una suposición que no ha sido demostrada en lo más mínimo: la suposición de que en el pasado la autoactividad de los proletarios fue posible porque la burguesía antes les había concedido derechos.
Según esta lógica, entonces, las numerosas tomas de terreno, huelgas y formaciones militantes de los años 40, 50 y 60, habrían sido un efecto más o menos directo de las políticas sociales impulsadas por Alessandri y Pedro Aguirre Cerda. Asimismo, en 1972 los Cordones Industriales y Comandos Comunales, los comités y coordinadoras del poder popular, habrían sido posibles gracias a las políticas públicas del gobierno de Allende; mientras que la movilización de masas de los años 80 contra el régimen de Pinochet y la rebelión social de 2019 serían secuelas de derechos conquistados con anterioridad (?). Desde luego, podemos preguntarnos de dónde saca el Apruebista de Primera Línea esta extraña causalidad, en que los derechos otorgados por la burguesía serían la fuente de la fuerza y autonomía de los trabajadores. Para ser francos, ese razonamiento es una falacia causal: ve una causalidad allí donde sólo hay una correlación, o bien atribuye un poder causal a lo que sólo es una consecuencia de otra cosa. De acuerdo con esta falacia, la fuerza y autonomía proletaria serían resultado de los derechos concedidos de buena o mala gana por la burguesía, y la lucha por obtener esos derechos sería la garantía de que los proletarios ganen fuerza y autonomía.
Pues bien, la única forma de salir de una falacia de causa circular, es introducir un tercer término o ampliar la acepción de los términos implicados. Partamos introduciendo un tercer término: la crisis periódica de la acumulación capitalista, debida al aumento de la plusvalía relativa y a la reducción de la tasa de ganancia. Una vez introducido este elemento, las fases intermitentes de prosperidad y penuria de la clase obrera se explican como consecuencia de la necesaria y periódica reestructuración de la relación de explotación. Tanto la ampliación de derechos sociales como su contracción aparecen entonces como resultado de la correlación de fuerzas que opera en la implicación recíproca entre capitalistas y trabajadores, siendo esa correlación de fuerzas a veces favorable a unos, a veces favorable a otros, dependiendo esto de innumerables factores contingentes.
Por lo tanto, la vigencia o no de tales derechos -que, recordémoslo, son meras formalizaciones codificadas del ejercicio de una violencia soberana- no es la causa de una correlación de fuerzas dada, sino su consecuencia. Debido a que en un momento dado de la relación de explotación la clase trabajadora despliega una potencia independiente y disruptiva, la burguesía le otorga derechos que codifican la relación tal como se presentó en ese momento, a fin de cristalizar la situación y hacerla gobernable. Si las crisis periódicas no fueran codificadas en términos de derechos, la burguesía sería incapaz de proyectar estrategias de gobierno a largo plazo, ni de reestructurar la relación de explotación para restaurar la tasa de ganancia y proseguir la acumulación de capital.
Tener en cuenta esta dinámica material nos permite comprender de manera más amplia la autoactividad proletaria, con lo cual terminamos de romper la falacia de causa circular. Si el otorgamiento de derechos por parte de la burguesía es tan sólo un dispositivo de codificación y captura del antagonismo de clases, entonces la obtención de esos derechos no puede ser para los trabajadores un fin en sí mismo, y sólo bajo condiciones muy específicas -que veremos más abajo- la lucha por derechos puede operar algún tipo de sinergia con la autoactividad proletaria.
La autoactividad proletaria no puede nunca ser un simple medio para obtener algo. En cuanto se convierte en medio para algo más, se enajena. Es decir: la única forma de que los proletarios experimenten algo que no sea alienación, es desplegando su actividad como un fin en sí mismo. A la inversa, cada vez que su propia actividad se les presenta como un medio para obtener derechos, recursos escasos o cualquier otra cosa, están reproduciendo su propia alienación. Cuando los proletarios sustituyen la lucha directa por sus intereses vitales por una lucha indirecta en pos de derechos otorgados por la burguesía, sólo replican en la esfera de la representación política la alienación que ya han naturalizado en la esfera de la producción.
Cómo convertir la autoactividad en alienación
Hasta ahora, cuando los proletarios encuentran la necesidad de trascender los límites espacio-temporales de sus luchas, terminan de un modo u otro traduciéndolas a los términos de la política burguesa, de la representación abstracta, de la soberanía abdicada. Por el contrario, la única forma en que la lucha puede trascender sus límites sin volverse actividad alienada, es extendiéndose en el tiempo y el espacio, proliferando, vinculándose a otras luchas en tanto lucha directa por apropiarse de la materialidad del mundo.
Por supuesto, el interés supremo de la burguesía es que los proletarios incurran incesantemente en la auto-alienación, que no puedan concebir la vida de otra manera, porque sólo así el estar separados de la tierra, del proceso social de producción y de su propia potencia colectiva se les puede aparecer como un hecho natural e inevitable.
Con todo, y como mencionamos más arriba, hay que atender al carácter contradictorio de todo proceso social, y hacer la siguiente distinción: en ocasiones la lucha por derechos puede tener como efecto colateral la autoactividad proletaria, o ser simplemente la expresión formalizada de una autoactividad ya consolidada. Esto es lo que ocurrió, por mencionar un ejemplo, en la lucha de los negros contra la segregación racial en EE.UU. durante la primera mitad del siglo XX, lucha que propició la formación de comunidades organizadas que a la larga desembocaron en un movimiento revolucionario de masas. Por el contrario, la lucha por derechos que se reduce a una mera concurrencia electoral, no contiene ni el más mínimo rastro de autoactividad, ni como factor subyacente previo ni como efecto secundario. En tal situación, la causa a favor de los derechos se vuelve en contra de sus propios defensores: en vez de propiciar la autoactividad proletaria, lo que hace es amplificar y profundizar los alcances de su actividad alienada. En vez de fortalecer la confianza de los proletarios en sus propias capacidades, poniéndolas a prueba en la lucha directa, traslada esa confianza al estado de la burguesía, y a su capacidad para otorgarnos mejoras ahorrándonos la necesidad de luchar por nosotros mismos.
El Apruebista de Primera Línea suele insistir en que una cosa no quita la otra: afirma que la concurrencia electoral no impide en absoluto organizarse y luchar directamente y con autonomía. De nuevo, para afirmar esto tiene que borrar la historia, plagada de ejemplos en que la autoactividad proletaria alcanzó niveles altamente disruptivos para a continuación ser sofocada por medio de represión directa, y por último apaciguada mediante salidas institucionales en que a los proletarios se les ofreció remediar sus males de manera mucho más cómoda y segura que la peligrosa e impredecible autoactividad… simplemente concurriendo a votar.
Aún si concediéramos al APL que no hay contradicción entre la autoactividad proletaria y abanderarse por un plebiscito convocado por la burguesía, todavía tendríamos que averiguar por qué él se empeña en levantar esa bandera, la misma bandera que la burguesía ya está levantando con sus abundantes recursos materiales y simbólicos. ¿No haría mejor nuestro proletario apruebista en dejar que la burguesía haga su trabajo, mientras él se dedica apasionadamente a defender la causa de la autoactividad proletaria?
El sentido de la vida y el mandato ascensional
La razón es que, habiendo interiorizado el mandato ascensional que empapa hasta los huesos la socialización capitalista, teniendo los ojos clavados en lo alto, sin poder quitar la vista del deslumbrante poder ostentado por la burguesía, el Apruebista de Primera Línea es incapaz de identificarse con la autoactividad de su clase, y así queda condenado a identificarse con la autoactividad de la burguesía, es decir, con el poder del Estado.
Esta es la tragedia íntima del apruebista en general, y del APL en particular: quiere identificarse con su clase social, la de los explotados y oprimidos, pero no lo consigue porque en ella sólo ve impotencia y miseria.
Dado que ignora que los derechos son meras codificaciones burguesas de la lucha de clases, ignora también que para la clase trabajadora la obtención de derechos no puede ser nunca el foco principal de su lucha, sino que sólo puede aparecer como un efecto posterior, eventualmente beneficioso (aunque no siempre), de su lucha inmediata por condiciones de existencia mejores. En otras palabras: ignora que si hay derechos, es porque antes hubo una lucha directa y autodeterminada de los trabajadores en pos de sus intereses vitales. Lo que el APL no consigue aprehender es que, pese a las apariencias, el corazón de la lucha de las personas comunes no es la ganancia que ellas obtienen, sino el hecho mismo de luchar, el hecho de desplegar juntos sus propias potencias vitales en pos de algo que necesitan y quieren.
Por supuesto, todos aquí necesitamos de una buena provisión de salud, alimentación adecuada, viviendas confortables, aprendizajes significativos… pero por sobre todo, para que todo eso tenga sentido, lo que necesitamos es autodeterminar nuestra propia actividad, ser dueños de nuestro destino. La necesidad de sentido es la necesidad más elevada del ser humano, la única que nos permite contemplar la existencia animal desde el ángulo de una existencia que no es del todo animal. A eso se refería Marx cuando escribió que la forma de vida capitalista nos reduce a la animalidad, mientras hace de nuestra potencia humana una fuerza hostil y un espectáculo distante. A eso se refería cuando escribió que los obreros necesitan pan, pero sobre todo necesitan respeto.
Esto no es filosofía libresca, es una cuestión de sentido común. En el fondo todo el mundo lo sabe. Es por eso que en la rebelión de 2019 las consignas que invocaban dignidad y respeto predominaron sobre las que reclamaban mejoras económicas puntuales. Dignidad, respeto, autodeterminación. En una palabra: autoactividad. Tal es el foco principal para los proletarios, y lo es porque todos se dan cuenta, sin necesidad de leer demasiados libros, de que sólo así se sale de la alienación. Podemos tener hospitales y escuelas bien equipadas, viviendas amplias y bien calefaccionadas, jubilaciones generosas, y aún así sobrevivir en medio de una alienación abominable (¿cuáles son los países con tasas de suicidio más altas del mundo?). Pero cuando el foco de la lucha es la autoactividad y la autodeterminación, entonces la consecuencia obvia es que cosas como la salud, la educación, la vivienda, la vejez, dejan de ser vistos como “derechos” otorgados por la burguesía, y pasan a ser redefinidas libremente en términos de apropiación directa de las condiciones de existencia (la famosa “expropiación de los expropiadores”).
Si algo ha aprendido la burguesía de la lucha de clases del último siglo, es que está obligada a definir el destino de las clases explotadas en términos de “superación de la pobreza”, con tal de que ellas no definan su propio destino en términos de autoemancipación. En cuanto la lucha de clases es concebida como superación de la pobreza, entonces sucede que la socialización misma, y toda lucha por mejores condiciones de vida, son determinadas por un inconsciente mandato ascensional, una irresistible pulsión hacia la movilidad social. Ya no se trata de la libertad para transformar el orden dado, suprimir el capitalismo y reemplazarlo por un orden diferente; en cambio, de lo que se trata es de progresar, ascender, integrarse, obtener reconocimiento… dentro de este orden de cosas. La codificación de todo antagonismo, de toda lucha, en términos de derechos a ser reclamados y otorgados, consuma esta clausura de la imaginación política en torno al mandato ascensional, quedando así atascada la lucha de clases en una eterna auto-replicación que no produce jamás los elementos de su propia superación revolucionaria.
Este atascamiento histórico no puede ser alterado por la ampliación de derechos, porque es la misma traducción del conflicto social al lenguaje de los derechos lo que atasca la dialéctica de la lucha de clases. Necesitamos romper la dinámica de la alienación social, y tal ruptura no depende del ejercicio de derecho alguno. Lo que abre grietas en la alienación es la experiencia de la autoactividad, y sólo hay una forma de tener esa experiencia y de aprender a amplificarla: a través de la lucha directa por los intereses vitales. Quienes ponen en primer lugar el reclamo de derechos sociales, insinuando que la autoactividad aparecería a posteriori como resultado de esos derechos, invierten completamente los términos del problema, y con ello sólo demuestran una cosa: que en su visión del mundo, el factor determinante de los cambios sociales es el poder de la burguesía.
Razonan así: “si votamos Apruebo, entonces la burguesía tendrá que concedernos una apetecible lista de derechos -salud, educación, vivienda-, y gracias a eso nos haremos más saludables, más educados y más autónomos, y podremos así luchar por nuestra emancipación”. Aún cuando esa relación causal es, como ya demostramos, una falacia que no encuentra sustento ni en la historia ni en el presente, al Apruebista de Primera Línea la otra alternativa, “luchemos por nuestros intereses inmediatos y que la burguesía se defienda como pueda codificando derechos”, no se les ocurre ni por asomo.
Que apaguen solos sus incendios
La objeción más torpe de los Apruebistas de Primera Línea es la de que los anticapitalistas piensan que la clase trabajadora no debería luchar por reformas. Lo cierto es que por más que uno busque, hoy en día uno no encuentra por ninguna parte a esos imaginarios anticapitalistas enemigos de las reformas. Ese hombre de paja, que los apruebistas acaban de tomar prestado de unas controversias políticas vulgares y ya superadas hace décadas, simplemente no existe: nadie está diciendo que el motivo para desaprobar la nueva constitución sea que “las reformas son malas”. De nuevo, si en la actualidad hay algo así como un sentido común anticapitalista -por difuso que sea-, éste está mucho más cerca de las opiniones de Rosa Luxemburgo sobre la dialéctica reforma/revolución, que de las rabietas de los nihilistas asociales.
Por supuesto que si en el próximo plebiscito estuviera efectivamente en juego una lucha por reformas, se podría reprochar a los anticapitalistas que se resten de esa lucha emprendida valerosa y realistamente por la clase trabajadora. El problema -y esto sí que es ser realista- es que el plebiscito no implica en absoluto lucha alguna. Acudir a votar el día de elecciones no es un tipo de lucha, es simplemente concurrencia electoral; así como presentarse a trabajar en el turno de la mañana no es participar en la lucha de clases, es sólo concurrir a la competencia económica. La idea de que el contenido explícito de la nueva constitución demandará la apertura de un ciclo de reformas, y que ese ciclo de reformas suscitará la lucha de la clase trabajadora, es sólo una conjetura, y una bastante infundada, por decir lo menos.
La primera mitad de la conjetura es cierta: la nueva constitución obligará al poder legislativo a reformar una serie de cuestiones. La segunda mitad de la conjetura es falsa: tal agenda legislativa no tiene por qué suscitar algún tipo de lucha por parte de los trabajadores y el pueblo. Quienes se imaginan que así sucederá, viven en un mundo de fantasía. En ese mundo imaginario, fueron los estudiantes universitarios los que iniciaron una lucha para derogar la ley LOCE que finalmente condujo a que los secundarios reclamaran por el pase escolar y formaran la ACES. En ese universo alternativo de los apruebistas, las comunidades mapuche primero demandaron una ley de reparación, y sólo como consecuencia de ello terminaron ocupando las tierras usurpadas. Y en ese mundo de fábula, los habitantes de las zonas de sacrificio partieron pidiéndole al Congreso que promulgara buenas leyes ambientales, y sólo después de no ser escuchados decidieron bloquear las carreteras y tomarse sus territorios para expulsar a las empresas contaminantes.
La realidad es completamente opuesta a esas fantasías: en los últimos 20 años todas las oleadas de lucha popular en Chile tuvieron su origen en exigencias materiales inmediatas, y sólo después de haber sido reprimidas y canalizadas por los partidos progresistas dieron lugar a agendas legislativas de reforma. Y más importante aún: todos esos ciclos de lucha partieron afirmando la autoactividad proletaria como principal agente de cambio, y en todas ellas su canalización institucional y legislativa tuvo el efecto de neutralizar esa autoactividad, interrumpiendo el ciclo de aprendizaje de la lucha directa y la independencia de las comunidades afectadas.
Desde luego, esto no significa que las reformas sean fútiles o innecesarias. El punto es el mismo que ya enunciamos más arriba: a los proletarios lo único que les concierne es su propia autoactividad. En cuanto se confían a sus propias fuerzas y luchan de manera intransigente por sus condiciones de vida, lo demás viene por sí solo. Para decirlo de otra manera: de las reformas, de la legislación, de los ajustes institucionales que permiten superar una crisis cualquiera, se ocupan perfectamente bien los agentes de la burguesía. Por más que esos ajustes y reformas terminen a veces mitigando los males que aquejan al pueblo, al pueblo no le atañen más que como capitulaciones parciales de la burguesía, siempre reversibles y precarias. Los proletarios ya tienen bastante de qué ocuparse con la colosal tarea de sacudirse de encima la socialización alienante en la que están inmersos a diario, como para además ir en auxilio de la burguesía cuando ésta se ve obligada a reformar tal o cual cuestión a fin de apagar un incendio. Reformas, sí, siempre y cuando llevarlas a cabo no exija subordinar la autoactividad proletaria a la agenda del Estado.
Lo obvio inconfesable
Precisamente, la subordinación de la actividad proletaria a la agenda política burguesa, es lo que el actual ciclo de reforma ha puesto a la orden del día. Si a comienzos de noviembre de 2019 varias coordinadoras de asambleas territoriales se planteaban impulsar un proceso constituyente basado en su propio poder soberano, todo lo que estranguló ese proyecto y lo que vino después -represión sangrienta, rearme político transversal de la burguesía, estado de excepción sanitario, militarización, medidas económicas de apaciguamiento- buscó reducir la autoactividad proletaria a algo irrelevante e innecesario, y tuvo éxito.
El plebiscito de septiembre es simplemente el hito culminante de un ciclo electoral que en estos dos años se puso en marcha para reajustar el caduco sistema de representación política, sin comprometer sus cimientos socioeconómicos. Una operación de tal envergadura sólo era posible si se frenaba en seco la rebelión social, reduciendo la movilidad de la población, y sometiéndola a un bombardeo mediático incesante -una auténtica operación de guerra psicológica-, todo esto sobre el trasfondo de una brutal degradación de las condiciones de vida de la mayoría. Dado el carácter represivo de todo este proceso de restauración del orden, la defensa del plebiscito a través de la defensa del Apruebo contiene ella misma una inconfensada inclinación represiva, que parte por ignorar o relativizar la naturaleza fascista de este reordenamiento político. Y es que tanto el plebiscito de septiembre como todos sus antecedentes institucionales previos, así como las consecuencias institucionales previstas a futuro, forman parte de un esfuerzo sistemático de la burguesía por recuperar la iniciativa y destruir de raíz la iniciativa y la autoactividad de las clases oprimidas en este país.
Afirmar que el plebiscito es una oportunidad para hacer reformas favorables al pueblo, para obtener derechos y para “avanzar” (sin decir hacia dónde), decir todo esto sin mencionar que estamos en medio de un ciclo de restauración de la dominación de clase, sin mencionar que esta restauración tiene un carácter fascista [*], y sin mencionar los cerrojos que la propia restauración constitucional contiene para blindarse frente a todo nuevo brote de autoactividad proletaria… En fin, hablar de las reformas y de los derechos sociales que el triunfo del Apruebo traería, sin referirse al fascismo que la izquierda progresista comanda al día de hoy, y sin mencionar su contenido de clase, es hablar con un cadáver en la boca. Ninguna cita de Lenin, de Marx o de cualquier otro clásico del pensamiento revolucionario, y ninguna apelación a sentimientos piadosos y paternalistas, puede endulzar ese hedor.
Por Luther Blissett
[*] La contrarrevolución de los 70: realismo capitalista y fascismo neoliberal
Publicada originalmente el 21 de agosto de 2022 en Medium.com