Por Jorge Molina
“Las condiciones en que se desarrolla el trabajo en faenas las salitreras, colocan al obrero en situación ventajosa respecto de las demás labores de explotación agrícola o industrial del resto del país”. Así señalaba la editorial de El Mercurio, del 20 de diciembre de 1907, lo que ocurría a pocas horas de la matanza de la escuela Santa María de Iquique.
Durante esos días el periódico desmentía y cuestionaba las demandas de los obreros movilizados por sus derechos, asegurando que “en general, puede decirse que la remuneración del trabajador allí es amplia y que ningún gremio recibe mayores compensaciones y tiene más facilidades para la vida y más oportunidad para el ahorro, que el de los peones y jornaleros empleados en la extracción y beneficio del nitrato”.
En la particular visión del diario de los Edwards, el trabajo del obrero salitrero estaba caracterizado por “el jornal alto, la habitación gratuita, la pulpería a precios equitativos, la alimentación abundante y relativamente más baja que en el sur”, lo que compensaba “sobradamente el esfuerzo del hombre y los rigores del clima y las arideces del territorio”.
“La detención del trabajo en las salitreras perjudica, más que a los capitalistas, a los huelguistas mismos, pero beneficia a los agitadores. Y como lo hemos dicho, no hay causa visible que justifique los acontecimientos…”, estipulaba el periódico, apenas horas antes de la masacre obrera.
Días después, el 28 de diciembre de 1907, El Mercurio justificaba, junto a la derecha de la época, el sangriento episodio que terminó con la vida de numerosos trabajadores salitreros y sus familias:
“Es muy sensible que haya sido preciso recurrir a la fuerza para evitar la perturbación del orden público y restablecer la normalidad, y mucho más todavía que el empleo de esa fuerza haya costado la vida a numerosos individuos… El Ejecutivo no ha podido hacer otra cosa, dentro de sus obligaciones más elementales, que dar instrucciones para que el orden público fuera mantenido a cualquiera costa, a fin de que las vidas y propiedades de los habitantes de Iquique, nacionales y extranjeros, estuvieran perfectamente garantidas. Esto es tan elemental que apenas se comprende que haya gentes que discutan el punto”.
Por último, consignaban que “la lección puede, no obstante, ser oportuna para que se prevenga su repetición, antes de que las raíces de esta escabrosa cuestión social sean más profundas…”.
Según el historiador Sergio Grez, “el 21 de diciembre de 1907, en Iquique, puerto del extremo norte de Chile, centenares de trabajadores chilenos, peruanos y bolivianos fueron masacrados por el Ejército y la Armada chilena en las puertas de la Escuela Santa María. De este modo, el gobierno oligárquico ahogó en sangre la ‘huelga grande’ de la provincia de Tarapacá, un movimiento social espontáneo, pero sustentado en organizaciones obreras que venían constituyéndose desde varios años. En la minería del salitre, de la plata, del carbón y del cobre, en las actividades portuarias, en las fábricas de Santiago, Valparaíso, Viña del Mar, Concepción y otras ciudades, se estaba formando una clase obrera que empezaba a abrazar las ideologías de redención social del socialismo y del anarquismo. Ante la proliferación de sus huelgas y protestas, el Estado, preocupado por el mantenimiento del orden social, desde 1903 había respondido a las reivindicaciones proletarias con sucesivas masacres. La ‘cuestión social’ ardía en Chile en vísperas del primer centenario de su independencia nacional”.
En un contexto global de gran prosperidad de la clase dirigente y del Estado, la devaluación monetaria había bajado el valor de cambio del peso chileno de 18 a 7 peniques de libra esterlina, encareciendo drásticamente el valor de los alimentos.
No obstante la degradación de su nivel de vida y las duras condiciones de trabajo, las reivindicaciones del proletariado tarapaqueño a fines de 1907 eran más bien moderadas. Los obreros del salitre pedían pago en dinero legal y no en fichas-salario emitidas por las compañías que solo podían ser cambiadas por productos disponibles en las tiendas (pulperías) de las mismas empresas a precios más elevados que en el mercado libre; libertad de comercio para evitar esos abusos; estabilidad en los salarios, utilizando como norma el equivalente de 18 peniques de libra esterlina por peso; protección en las faenas más peligrosas para evitar accidentes que causaban numerosos muertos; establecimiento de escuelas vespertinas para obreros financiadas por las empresas.
Los trabajadores de Iquique -portuarios, ferroviarios y obreros fabriles- exigían alzas de sus magros salarios a fin de compensar la pérdida de su poder de compra por la devaluación monetaria. Casi todos -pampinos e iquiqueños- coincidían en exigir el cambio a 18 peniques.
Nos encontramos en 1907, los destinos del país estaban en mano de Pedro Montt. Autoridades de su gobierno y él eran dueños de varias oficinas salitreras. En esos años el salitre era considerado el oro blanco chileno. Gran parte del país vivía de ese comercio que se importaba a Europa. Mientras tanto la moneda sufría una devaluación constante y escaseaban los productos básicos como la carne.
Ya en el año 1905, por la escasez de varios productos como por ejemplo la carne, se produjo en Santiago la gran huelga conocida como la «Semana Roja». La situación de crisis económica era el motor que impulsaba a los obreros del salitre en la zona de Tarapacá a la lucha por mejores salarios, condiciones de vida y de trabajo. El pedido era general, siendo Chile una gigantesca minería salitrera, merecían los mejores salarios.
No olvidemos un pequeño detalle: el país era una semicolonia inglesa. Los obreros chilenos conocían más el valor del chelín y el penique que del propio peso chileno, pero a la vez eran tiempos donde no conocían otro método de lucha más que la acción directa. El legalismo (luchar dentro de los espacios institucionales del régimen político) con todas sus escuelas no existían. Era la época heroica del proletariado chileno.
Comienzan a darse cuenta de su propia fuerza y las ponen a prueba. Eran una clase productora, decían los proletarios. En forma embrionaria nacía en ellos una toma de conciencia. Desde el año 1903 hasta 1916 fue la irrupción activa de las masas laboriosas en todo el país, la parte activa que las autoridades de gobierno titularon “la cuestión social”.
La patronal comienza a sentirse amenazada y ve un peligro en la combatividad de la clase obrera. El gobierno se encuentra en un grave problema y tiene solo dos formas de solucionarlo. Una es reprimir brutalmente las huelgas como lo está haciendo con balazos y detenciones, cárceles y muertos. La otra, con tibias medidas que no solucionan nada los problemas de bajos salarios y hambre.
Se mostraba descarnado y muy claro el desarrollo desigual en el naciente proletariado. Por un lado estaba tremendamente desarrollada su conciencia de clase, con métodos combativos y tendencia a la acción directa, y por el otro, pesaba el atraso de una conciencia política que le hacían confiar en los partidos patronales.
En el año 1907 la situación social era explosiva. El descontento obrero se extendía por todas las oficinas salitreras. La Pampa estaba en llamas y era difícil apagar este incendio. Los hermanos Ruiz, representantes de los trabajadores de la salitrera de San Lorenzo, entregaron en sus propias manos al administrador inglés, Sr. Turner, un pliego de condiciones donde exigían que no les paguen con fichas y que les aumenten el salario.
Turner se negó a todo tipo de aumento y desconoció el pedido. La respuesta fue contundente. Se declaró la huelga en San Lorenzo.
Rápidamente decenas de trabajadores con bandera y lienzos se ponen en marcha hacia las oficinas de Santa Lucía ubicada a 8 km. de San Lorenzo. El sol de la pampa comienza a levantar la temperatura y alterar los nervios de esos aguerridos pampinos. Al llegar la caravana a Santa Lucía el personal paraliza las faenas y se plegaron a la huelga.
Distintas ciudades se fueron uniendo a la lucha. La comuna se fue engrosando con las oficinas de La Perla, pronto llegaron a San Agustín con los de La Esmeralda. A poco andar llegaron de Santa Clara y Santa Ana. Fuertemente unidos le declaran la huelga a los ingleses y a todos sus patrones en general.
Habían encendido la mecha y corría rápido por la pampa salitrera como si fuera un reguero de pólvora, todos estaban informados, dejaban sus herramientas y se unían a la caravana marchando a San Antonio. Al llegar a dicho lugar ante el temor de esa inmensa caravana todas las autoridades desaparecieron. Nadie recibía el petitorio con los justos reclamos de los hombres del salitre que eran claros y precisos.
Ante la ausencia de las autoridades locales, parlamentaron entre ellos y en común acuerdo decidieron marchar a la ciudad de Iquique, centro político de la región. La caravana estaba compuesta por hombres, mujeres y niños. En el centro de la columna se batían al viento banderas chilenas, peruanas y bolivianas.
Llevaban hambre y esperanza de justicia social. Lentamente, cada día, fue entrando en la ciudad de Iquique ese inmenso ejército de los hombres del salitre.
La llegada de miles de obreros de diferentes oficinas con sus banderas era constante. Los obreros no tenían donde quedarse. Apremiado por la circunstancia el Intendente García Guzmán les habló: -Tienen lugar en el convento-. Todos les respondieron: -Con los curas no-. Entonces el intendente insiste: -A los cuarteles-. La respuesta fue inmediata: -No, con los milicos menos-. Desde la muchedumbre la voz de un joven se hizo escuchar: -A la escuela de Santa María-. El Intendente aceptó de inmediato.
La huelga general era un hecho, no había duda, los trabajadores del salitre habían paralizado todo el norte. Gremios portuarios y otros se adhirieron al paro. Acá aparece una brillante y nueva lección: son las fuerzas de la clase obrera la que hacen funcionar los medios de producción y también pueden paralizarlos en cualquier momento. En sus manos están los medios y la fuerza para hacerlo.
En la Plaza Prat, las reuniones abiertas eran cotidianas. Eran miles las voces que se escuchaban, todos querían hablar. Los reclamos eran permanentes y a la orden del día. Se hizo silencio cuando un hombre de gobierno, el abogado Viera Gallo, habló en nombre de la patria y que la petición de los presentes en 8 días estaría arreglada pero debían regresar a sus puestos de trabajo. Bajar la cabeza sin chistar y obedecer. La respuesta fue unánime, lo insultaron y nadie lo escuchó.
La firmeza de los huelguistas comenzó a preocupar a la patronal y al gobierno. El problema llevaba varios días y no se resolvía. Los mineros no iban a volver con las promesas hechas por las autoridades.
Corrían, además, ciertos rumores que la patronal inglesa le exigía a la administración Montt que procediera y reestableciera el orden. Si había que reprimir ellos tenían en su puño al oficial que cumpliría ciegamente las órdenes. Era el General Roberto Silva Renard. Un elemento sumiso, sirviente lacayo de los capitalistas ingleses.
Antes de proceder con las armas, el gobierno ensayó un intento de arreglar la situación con promesas. El día jueves a las 16 horas desembarcó el Intendente Carlos Eastman Quiroga, quien llegó a bordo del Zenteno. Venía a resolver los problemas que García Guzmán no había dado pie con bola. Traía una orden drástica desde el gobierno. Los obreros angustiados llenos de incertidumbre le habrían paso y saludaban.
Día viernes. Se necesitaba algún argumento para reprimir. Los obreros no se prestaban a ninguna provocación. El día transcurrió con un silencio extraño. Llegada la tarde sorprendió la noticia que las tropas del regimiento Carampangue, al mando del Teniente Ramiro Valenzuela, habían disparado sus armas en Buenaventura matando a varios obreros e hiriendo a otros y se declara Estado de Sitio ordenado por el gobierno. Fue la antesala para comenzar la represión.
El sábado 21 de diciembre, a las 7 de la mañana de esa trágica jornada, los obreros del salitre fueron despertados por el ruido marcial de las tropas del ejército y les ordenaron concentrarse a todos en la Escuela Santa María.
A las 13 horas se formaron en la Plaza Prat las fuerzas militares disponibles. El Regimiento O’Higgins, el Rancagua, el Carampangue, etc. Estas tropas estaban al mando de Silva Renard, quien había observado, según sus palabras, dentro de la Escuela, a unos 5 mil obreros y 2 mil en las afueras de dicho recinto.
Llamó a la comisión obrera para hablar con ellos. Silva, en tono enérgico, les ordenó retornar a sus tareas.
El dirigente Olea, anarquista, se adelantó y habló por todos. Muy seguro le respondió: -Volver al trabajo sólo con promesas, nunca-. Se quitó su camisa y le mostró el pecho limpio, gritándole: -No tengo miedo, si tiran, tiren a matar-.
Silva retrocedió en su caballo. Ante el peligro inminente de que iban a reprimir, el cónsul de Bolivia entró para hablarle a sus connacionales. La respuesta de los obreros fue determinante: “Con los chilenos iniciamos la huelga, con los chilenos la terminamos”. La heroica clase obrera ponía de manifiesto sus convicciones.
Silva Renard dio la orden de abrir fuego. Comenzaron a hablar las voces de las armas, fuego graneado, nutrido, como dos bandos en un enfrentamiento entre enemigos, pero en la escuela solo había obreros desarmados, mujeres y niños.
Las ametralladoras producían un ruido ensordecedor que duró unos 30 minutos. Callaron luego para darle paso a la infantería que entró a rematar a los que aún quedaban con vida. La gente moría en la confusión. No había silencio sino gritos. Reventaban los alaridos, era la pampa toda asesinada en la ciudad.
Pero aún quedaba la parte final de esa masacre. Los oficiales entraban a darles el tiro de gracia a los hombres, mujeres y niños que aún estaban con vida.
Nadie tiene el número exacto de víctimas. Se habló de 3.600 en total. Cuando Silva y sus tropas habían terminado su obra sangrienta, en medio de hombres y mujeres temblorosas empapados de sangre, el gobierno ordenó disponer de trenes para trasladar a los que estaban con vida.
Eran carros sin baranda, planos, que se utilizaban para acarrear sacos de sal. Apenas el convoy salió del puerto eran esperados por los «guardias blancos», hijos de familias acomodadas quienes balearon a esa gente indefensa.
Según el intendente Eastman, los miles de pampinos que ocupaban la plaza Montt y la Escuela Santa María tenían una “actitud con apariencias pacíficas, pero muy peligrosas [sic] en el fondo”.
Esta idea fue reforzada en la Cámara por el ministro Sotomayor, al plantear que en un comienzo las huelgas siempre iban bien, “con todo orden […] pero después de siete u ocho días de vida ociosa y agitada, el sistema nervioso se altera y queda preparado para que la excitación se produzca o estalle cuando así convenga a los que estimulan y se benefician con estos movimientos subversivos” (Telegrama de Carlos Eastman al Presidente de la República, Iquique, 21 de Dic. 1907/ Cámara de Diputados, Boletín de las Sesiones Estraordinarias en 1907. CN, op. cit., sesión 32ª Estraordinaria en 30 de diciembre de 1907).
En un segundo parte redactado a comienzos de enero de 1908, Silva Renard insistiría en el argumento del peligro eventual:
“La tropa era insuficiente para mantener una situación que podía prolongarse días y que podía dar ocasión a ataques y agresiones de parte de los huelguistas no rodeados, los cuales estando dispersos por los distintos barrios, no queriendo estar en el fragor de la lucha y rebelión al ver a sus compañeros rodeados por la tropa, podían intentar romper el círculo para unirse y anular la acción de la fuerza pública. Tal intento habría complicado seriamente la acción de la fuerza militar, y dado lugar a suposiciones que habrían envalentonado a lo que se quería someter y amenguado el prestigio moral de las tropas a mi mando”.
En ningún relato hubo referencias a supuestas acciones ofensivas de los huelguistas antes del ataque militar. Los hechos invocados por los represores solo eran potenciales.
Finalmente, el historiador Luis Galdames sostuvo que “la represión de 1907 expresa un acto de control social, un acto de policía, pero no de política, ya que la política supone una suerte de momento donde los individuos se encuentran para lo cual son necesarias ciertas condiciones de igualdad“.
Solo cabría agregar que el acto de policía perpetrado en la Escuela Santa María de Iquique respondía a una estrategia de guerra preventiva contra el enemigo interno, como manifestación de la política «por otros medios», a la cual la élite y el Estado chileno recurrirían reiteradamente a lo largo del siglo XX.
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