Por Lisandro Prieto Femenía
Hoy quisiera invitarlos a reflexionar sobre una forma de vida, muy denostada boca para fuera, pero la elegida y predilecta al momento de la práctica cotidiana, personal y comunitaria, a saber, el individualismo.
Y lo vamos a analizar no simplemente como un concepto frío, sino como lo que es: un capricho que se volvió una preferencia vital de pensar que se puede obrar independientemente de la sociedad que nos cobija, bajo la ficción de creernos no sujetos a reglas y normas comunitarias.
En clave filosófica, no es más que la preponderante tendencia a pensar que vale más nuestro derecho que el de los demás, al punto tal que justificamos una patética supremacía de nuestra egoísta «libertad» personal por sobre el tan olvidado bien común.
Pero no vamos a entrar en la grieta que suele producirse cuando uno habla de libertades individuales y derechos colectivos, porque se cae de maduro que de esa forma entraríamos en polémica innecesariamente con aquellos que confunden derecho con capricho, garantía con premio, obligaciones con hostigamiento.
No, hagamos la curva a esas falsas dicotomías y vamos al hueso: no cabe duda que el individualismo es la característica por excelencia que podría adjetivar las pautas de conducta de nuestra sociedad actual.
Ahora bien, es preciso que nos preguntemos por un instante ¿a qué se debe tal reinado? Los motivos son variados, por lo cual nos enfocaremos solamente en algunos, los más comunes y corrientes, aquellos que incluso abrazamos con fuerza a diario y tal vez, no nos damos cuenta.
Aparentemente, vivimos en un mundo en el cual se valora la autonomía y la «libertad personal» por sobre todas las cosas, convirtiendo una fantasía egoísta en una fuerza poderosa que determina las formas en que nos relacionamos con la totalidad de los seres humanos que nos rodean, e incluso la manera en que concebimos nuestra propia vida: se habrán hartado de escuchar lemas políticamente correctos como: «éste es mi tiempo, mi cuerpo, mi espacio personal» o simplemente «hago esto para mi desarrollo personal», cuando en realidad, como sostiene el filósofo Byung-Chul Han, no hacemos otra que auto explotarse bajo el ideal de estar progresando o realizándose.
Por supuesto que el papel que cumplimos todos en una comunidad es valioso y es necesario que, como animales políticos que somos, debemos contribuir desde nuestra individualidad al potencial mejoramiento de todas las unidades que componen nuestra sociedad.
Como bien señaló Aristóteles, se trata de no perder de vista la importancia que tiene la virtud individual para contribuir al bienestar de la comunidad en su conjunto. Aunque el estagirita jamás teorizó sobre el individualismo, que es un concepto más bien moderno, siempre remarcó la importancia que tenemos en cuanto inscritos en un vínculo indisociable con otros, con y sin los cuales resulta prácticamente imposible plantearnos algún atisbo de bienestar general.
Los cambios radicales en las estructuras familiares (aumento exponencial de hogares unipersonales y disminución drástica de familias extensas); los cambios rotundos en la estructura del trabajo, el cual ha generado precariedad naturalizada (y legalizada) y convertido su condición en una sádica permanente temporalidad (inseguridad constante para proyectar); aumento desmesurado e intencional del consumismo de bienes y servicios que prometen una satisfacción y nos inclinan a una infelicidad alienante que procura romantizar la carencia y disfrazarla de meta como motivación personal y, sin dudas, los cambios culturales transversales a casi todas las naciones que nos interpelan permanentemente a vivir buscando de manera desesperada un ideal de independencia y de identidad personal que trate de alejarse lo máximo posible a cualquier cosa que pueda oler a lo «común» y tienda siempre «a lo mío».
Vemos madres y padres a diario que saben perfectamente a lo que nos referimos precedentemente: para dar vida, y que esa vida prospere en una sociedad en la que le toque vivir, es necesaria una inversión temporal tremenda, la cual en el último siglo se ha pretendido vender como «sacrificio», pero que en realidad, es lo único que le da real sentido a la existencia de quienes han decidido traer vida humana al mundo. Pues cuando uno ha decidido criar a un hijo de manera más o menos responsable, sabe perfectamente que su tiempo no es de uno todo el tiempo, y que el tiempo que uno se toma para sí, inexorablemente se lo está quitando a aquello que se le dio la expectativa de proyecto.
Chino mandarín básico lo que acabo de enunciar para la ética postmoderna, que no hace otra cosa que renegar de sus «obligaciones» y de demonizar y victimizar a quienes deciden compartir su temporalidad existencial con quienes ama profundamente, sin que ello sea para ellos mismos ningún tipo de sometimiento o castigo.
Todo ello es comprensible de esa manera justamente porque nos han vendido la romántica idea «positiva» de que el individualismo como regla de vida no es más que una herramienta metodológica que sirve para empoderarnos y auto-realizarnos mediante una búsqueda de la felicidad que de veras está truncada de antemano: así como nadie se salva sólo, nadie se hunde sólo, nadie sufre sólo y nadie desarrolla ningún talento en completa soledad, la felicidad en la individualidad no es más que una placentera ficción propia de un consumismo que nos demanda estar lo más separados posibles de nuestro prójimo.
Un ejemplo simple de ello es aquello que hace no más de cincuenta años (o menos incluso) se llamaba «la comida de los domingos»: un ritual que reunía abuelos, padres, hijos, nietos, tíos, etcétera, en una gran mesa donde aparte de compartir una comida se forjaba un vínculo comunitario estrechísimo, una mini sociedad en la que todos, siendo distintos entre sí, nos sentíamos parte de lo mismo. Qué fructífero fue, desde lo estrictamente económico y material que esas cinco o seis familias ahora todas almuercen por su cuenta, con suerte.
Es que si nos detenemos un segundo a pensar, y vemos la toxicidad y nocividad de la atomización producida fruto del ideal individualista, vamos a notar sin dificultad alguna cómo las personas hemos perdido completamente de vista las necesidades y preocupaciones de los demás (y cuando digo «los demás», no estoy hablando del «extraño» que comparte territorio conmigo, sino de «mis demás», los que antes eran parte de mi núcleo social constitutivo y se han tornado completos extraños).
Dicha falta de empatía y de intencional desconexión emocional con «ellos», no ha logrado otra cosa que fundar sociedades insociables, fragmentadas y fuertemente desiguales (innecesariamente desde lo humano, imprescindible desde lo económico).
No es casual, en absoluto, que reine en nuestros tiempos la hiper-comunicación virtual, la obsesión por el éxito personal e individual y la persecución de pseudo logros en detrimento de aspectos abismalmente más importantes de nuestras vidas, como lo es el vínculo amoroso comprometido real con quienes hayamos decidido compartir nuestra existencia (llámese pareja, hijos, padres, amigos de carne y hueso, etc.).
Inexorablemente éste modo de vida tan cool y placentero nos está sumergiendo en un sentimiento permanente de alienación alimentada por un vacío de ilusiones que, lejos de darnos felicidad, nos inyecta una falsa satisfacción por cosas que realmente no valen la pena.
En definitiva, es crucial que no confundamos la necesaria valoración de nosotros mismos, y que no perdamos de vista nunca que la riqueza de nuestra individualidad siempre debe estar sustentada en el aporte que la misma realiza e impacta en los vínculos inexorablemente entrelazados (por ahora) con nuestros miembros sociales, a los cuales debemos de dejar de verlos como fuente de insumo para mi provecho personal sino como la vía imprescindible para construir comunitariamente un «mundo» más justo, equitativo y menos caprichoso e insensible.
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